Выбрать главу

 

La ofensiva se desencadenó mientras él recogía vorazmente con la cuchara los últimos restos de caviarchik, pero yo me contuve para pulir los detalles. En primer lugar le hice saber hasta qué punto estaba impresionado por su última disertación acerca del triunfo inevitable de la clase obrera mundial. Luego mantuve una expresión adusta mientras arrojaba el anzuelo, con mi mejor tono de discípulo que-buscaba-la-verdad-bajo-su-tutela.

—Evegueni Ivanovich, me siento muy confundido. La historia dice que finalmente triunfará la Revolución, ¿pero es éste el mejor momento para crear un nuevo frente popular en Francia?

Y finalmente fruncí el entrecejo con solemne interés mientras él renunciaba a sus manjares, se limpiaba los dedos con la servilleta y se preparaba para responder.

No podía soslayar la cuestión. El mismo micrófono que me afligía a mí le controlaba a él, y si no contestaba correctamente, ajustándose a la línea vigente, sus jefes podrían descubrir que él carecía de la necesaria preparación política. Tampoco estaba en condiciones de desahogar su ira sobre mí: al fin y al cabo, la pregunta parecía ser el fruto de su propio adoctrinamiento. ¡Ahí estaba yo, manifestando interés por el progreso del movimiento comunista y revelando un secreto deseo de aliarme al bando ganador!

Pero a él, desde luego, le importaba un bledo Francia, y desde luego qué no decir de su estúpida clase obrera. Miró con frustración y fastidio a ese pelele norteamericano, que exhibía una necia curiosidad. Llevó a cabo un deshilvanado e incoherente «análisis» de las intenciones de los comunistas franceses, aunque no por eso dejó de odiar a los malditos franchutes, de sudar porque desconocía la política europea, ni de desconfiar furiosamente porque, a pesar de todo, yo le había atrapado. Al fin, quedó tan enredado en sus débiles razonamientos que sólo atinó a murmurar primero, y a gritar después, que lo mejor sería dejar las elucubraciones ideológicas en manos de los expertos del Partido.

—No se preocupe, tenemos muchos... los mejores. No se equivocan.

Le veía cómo se retorcía, y me sorprendió estar en condiciones de disfrutar de mi pequeño triunfo. Lo mejor de él consistió en los veinte minutos que había logrado ganar. La próxima vez le preguntaría por el socialismo en China y le oiría rechinar los dientes. ¡Pavlov tenía razón!

 

Cuando le afectó a los pulmones no fue posible recurrir a los rayos X ni a la cirugía. Quedaba un último recurso: la quimioterapia. Había oído decir, en alguna parte, que daba resultado en el dieciséis por ciento de los casos.

Los rumores corrían por la sala: una nueva sustancia milagrosa de origen suizo, ampollas alemanas occidentales, una píldora experimental japonesa... Mientras me maldecía a mí mismo por no haber hecho más esfuerzos en Londres, le telefoneé al especialista del Royal Institute con el que me había entrevistado. Se hallaba en el extranjero, y el hombre que atendió la llamada no entendió quién era yo ni qué quería desde Moscú. El médico de la embajada norteamericana, al que acudí como último recurso, sabía menos de lo que sabía yo, a esa altura, acerca del cáncer de intestino. Súbitamente, recordé cómo había ingresado Bastardo en mi vida. Tal vez existía en algún lugar del país una clínica para personajes de la más alta jerarquía... en cuyo caso sólo era un trémolo en nuestra abominación.

El viejo Aliosha hubiera llegado a la fuente de los rumores en una mañana, con sus coqueteos y sondeos. Su sombra agitaba una mano para indicar que no me molestara. Ya no creía en la posibilidad de una curación. Los rayos X, las operaciones, las pistas falsas, habían sido una gran ilusión destinada a enmascarar el saqueo de sus meses contados. Puesto que se había reconciliado incluso con esta idea, todo nuevo esfuerzo sería «una profanación». Sólo deseaba rehuir el escapismo y sobrevivir hasta la víspera de Año Nuevo, su festividad favorita. Ver el nacimiento del nuevo año juntos sería un hermoso final y un augurio de buena suerte. Lo celebraríamos como correspondía, en el Sovietskaia, donde me había invitado a incorporarme por primera vez a su ágape en honor de la actriz y las modelos. Reservé una mesa.

Y les comuniqué su actitud a los médicos por si él no había logrado hacerse entender. Ellos admitieron que quizás habría sido mejor no haberle practicado ninguna operación, pero la medicina no podía fundarse sobre juicios a posteriori, sino sobre lo que parecía mejor en el momento. Ahora como antes, tenían el deber de acudir a todos los medios disponibles.

Iban a probar una droga extraordinariamente potente, a la que sólo recurrían cuando fallaban los otros tratamientos. Quizá como consecuencia de mi intervención, me dijeron que no podría recibir visitas durante los dos primeros días. No se lo comuniqué, porque iba a ser muy duro para él. A la tercera semana me encontré con una atmósfera más tensa que en todas las ocasiones anteriores. Me informaron que estaba tan débil que había sufrido un colapso después de la segunda inyección, y lo habían resucitado de la muerte clínica mediante masajes cardíacos.

Aliosha no se enteró de lo acontecido hasta más tarde. Pensaba, en cambio, que había permanecido bajo el efecto de los analgésicos. Sus sueños habían sido tan fascinantes, dijo, que el despertar le irritó. La tos que lo aquejaba desde hacía varias semanas se había convertido en una sucesión constante de andanadas que convulsionaban su cuerpo y amenazaban con reventar sus pulmones. Intenté leer para él, pero los errores que cometía en ruso parecían agravarle la tos y lo dejé dormitar.

 

Cuando Bastardo llegó al mensaje para el que me había estado preparando —para el que había sido montada toda su operación— casi disfruté de otra risa prohibida. Yo sabía muy bien, me anunció, que había invertido tanto en el aprendizaje de la lengua y las costumbres rusas que no podía darme el lujo de arrojar todo eso por la borda y pasar a otra cosa. Sí, y las quería muchos mi corazón siempre estaría en Rusia. Pero ninguno de esos sacrificios era necesario. Podría permanecer en Moscú con mis amigos y mis aficiones y podría ganarme el sustento que baria de mí un verdadero hombre. No importaba que mi investigación hubiera fracasado. De todos modos yo no estaba hecho para el estudio académico. Mi verdadera pasión era la vida misma, no la actividad intelectual. Y él había convencido a sus colegas para que cooperaran en todo lo posible, aprobando mi presencia en la capital.

—Siempre será bienvenido. Las puertas que se le cierran herméticamente a los extranjeros se abrirán para usted. Porque hemos empezado a estimarle...

Me confió que lo que debía hacer era volver a mi país cuando concluyera el semestre, y conseguir un empleo que me permitiera regresar rápidamente. Podría convertirme en corresponsal en Moscú o ingresar en el servicio diplomático. Era libre de elegir la carrera que más me conviniese, y una vez en Rusia ellos se encargarían de suministrarme la información necesaria para que siguiera progresando. Y como miembro por derecho propio de la comunidad norteamericana de Moscú, podría participar en las conversaciones de la embajada... precisamente «la vida misma» que acababa de mencionar. Quedaba sobrentendido que me complacería revelarle los planes tramados para lastimar o difamar a la Rusia que yo amaba.