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—Es lo que usted siempre ha deseado, en su condición de individuo que se busca a sí mismo a través de la verdad. No piense que yo soñaría con pedirle que se dedique al espionaje. Respetamos el principio de que no debe hacer nada que repugne a su conciencia... sí, lo que usted querrá discutir con las personas en quienes confía es precisamente la confabulación que ofende a su conciencia. Podrá ayudamos a saber con certeza quiénes son nuestros amigos y quiénes no lo son. Porque una inmensa red de espías conspira contra nosotros aquí...

Me sentí aliviado porque su torpeza excedía las más optimistas previsiones. Mi táctica debía consistir en no prestarle el menor servicio, que le serviría como pretexto para chantajearme inmediatamente, y en no provocar tampoco su venganza con una negativa. Ahora, más que nunca, tenía el deber de acompañar a Aliosha. Gracias a Dios, empezaría con una semana, o más tiempo, de vida apacible. Le diría que ese era el lapso que necesitaba para pensarlo, y le pediría una copia de las declaraciones del Vigesimocuarto Congreso acerca de la forma en que el Partido se propone alcanzar su meta de la paz mundial.

 

Había corrido la voz. Los portadores de buenos deseos venían regularmente, y los novatos entraban con la aprensión que despierta la primera visita a una clínica para cancerosos. Se sentaban brevemente junto al lecho, tratando de animarlo con retazos de noticias o, si dormitaba, espiaban desde el corredor y me decían que lo que pasaba era increíble. Para probarlo, evocaban las francachelas que habían vivido con él.

La mayoría de ellos preferían irse enseguida, ya fuera para no cansarlo o para escapar de su tos. Algunos hacían comentarios tontos, egoístas, y le recordaban, por ejemplo, que le habían ayudado a comprar un corte de género para un traje o a reservar un cuarto de hotel. Muchos se esforzaban por no trastornarlo con sus lágrimas.

Los más perseverantes eran aquellos miembros de su ecléctica tertulia —los Ilia, Edik, Lev Davidovich— a los que había visto con más frecuencia durante los últimos cuatro o cinco años. Pero también acudieron algunos de los intelectuales arribistas del festín preoperatorio, y antiguos clientes a quienes él todavía imaginaba en la cárcel, como a veces acotaba cuando se iban. Y una multitud de ex amantes que traían regalos emotivos, inútiles.

Y su ex esposa, que venía dos veces por semana desde que yo la había llamado por primera vez, a petición de Aliosha, y que resultó no ser tan simpática como me había parecido en nuestros fugaces encuentros del invierno anterior. Me pregunté por qué él había puesto tanto empeño en seguir viéndola durante todos esos años. Sin permitir que se acercara su nuevo marido, comentó que Aliosha no tenía parientes vivos más próximos que ella. Lo cual fue una mal disimulada alusión a la herencia, acompañada por miradas al Volga.

Anastasia le había visitado varias veces cuando yo no estaba allí. Desde que mi avión había tocado tierra en septiembre, la certidumbre de que estaba nuevamente cerca de ella —de que ella seguía allí, en ese mundo cerrado y a mi alcance— me servía de consuelo mientras yo intentaba, a mi vez, consolar a Aliosha. Alek vino a disculparse por su comportamiento en Londres y a informarme que Anastasia se había separado del profesor. Intuí que cuando volviéramos a encontramos reanudaríamos nuestra relación casi como si se iniciara en ese momento, porque había sucedido algo que me hacía sentir deseos de conocerla a ella misma, y ya no a mis ensueños acerca de nosotros dos.

Pero no podíamos hablar de nuestro futuro durante ese suplicio, y para no reincidir en mi vieja tendencia a representar un papel de figura magnánima, no quería que Anastasia me viera al pie del lecho. Ambos cooperamos eludiéndonos mutuamente, hasta que una tarde la vi salir del edificio, con la cabeza inclinada y el sombrero ladeado. Recordé los tiempos en que me escondía detrás de los árboles para espiarla, y ella levantó la mirada en ese preciso momento, como si hubiera adivinado mi presencia. Sonreímos, captamos la importancia de nuestro próximo encuentro, y nos saludamos con una inclinación de cabeza. Esto nos llevó un largo rato, como si nos estuviéramos moviendo dentro de un río cuya corriente habría de alejarla por fin hacia una calle situada a mi derecha.

 

Los médicos, que aún se sentían obligados a luchar, le pidieron al jefe de quimioterapia del prestigioso Instituto Blojin que examinara a Aliosha personalmente. El día antes de la visita, al entrar en la sala le encontré sentado en la cama.

—Dame tu mano.

El hecho de que no me saludara me demostró cuán grandes eran sus deseos de verme.

Sus costillas parecían los listones de un farol japonés. Bajo la piel húmeda estirada sobre las del medio, palpé un nódulo del tamaño de una albóndiga. No me sorprendí, porque lo había notado dos días antes mientras le colocaba en una posición más cómoda.

—Todo ha terminado —dijo, dejándose caer nuevamente sobre la almohada—. La naturaleza sigue su curso.

Un minuto después me di cuenta de que estaba concertando la paz, no con su destino, como antes, sino con la muerte misma. Estaba totalmente sereno.

—Quizá no sea tan grave —aventuré débilmente.

—Oh, muchacho, no necesito eso.

Me mostró, silenciosamente, otros nódulos que tenía sobre la espalda y el abdomen, y después sonrió con la misma expresión que se observa en las caras de los prisioneros de guerra británicos fotografiados en el momento en que contemplaban la aparición de sus propias tropas, que venían a liberarlos.

—¿Qué esperamos? Es hora de desocupar la cama.

Sabía que a algunos pacientes ya desahuciados los dejaban salir, y no quería perder una hora más por culpa de los trámites burocráticos. Su hogar le llamaba tan poderosamente que consiguió hacer acopio de la fuerza necesaria para rogarme que le consiguiera el alta. Pero yo vacilé en renunciar a la protección de la medicina.

—Será más difícil si debo lidiar también contigo —dijo impacientemente—. Entiendo que te parezca extraño, pero lo sé todo y estoy preparado para todo. Déjame partir con un recuerdo de la vida auténtica, y no de este remedo hospitalario.

Convencido de que ya no tenía el deber de alentarle con la ilusión del tratamiento, discutí su caso con los médicos, que se reunieron informalmente esa misma tarde y se mostraron de acuerdo en que no se justificaba retenerlo contra su voluntad. Las últimas radiografías habían mostrado grandes cavernas en los pulmones y la enfermedad se seguía extendiendo «como si tuviera algo contra él». Lo difícil era decidir quién lo cuidaría, pero aunque ello implicaba una grave irregularidad, los convencí para que me aceptaran. Fui a buscar a su ex esposa, que aún utilizaba el apellido Aksionova, a pesar de que había vuelto a casarse. Convinimos que quedaría oficialmente a cargo de ella, en tanto me explicaban lo que debía hacer para asistirlo.

Recogí apresuradamente todos sus artículos personales. Los médicos dijeron que dentro de dos semanas reanudarían el tratamiento a domicilio, pero Aliosha tampoco necesitaba esas patrañas. Les dio las gracias calurosamente, y dijo a cada uno cuál había sido su mayor virtud. Quedaron abrumados, como sí no estuvieran habituados a semejante procedimiento. Por la mañana practicarían el examen final y le darían de alta por escrito.

 

Bastardo estaba bebiendo más que de costumbre, quizá porque era demasiado pronto para esperar mi decisión final, y esa cena no tenía otro objeto que hacerme sentir la continuidad de su presencia. Repetía, más para el micrófono que para mí, su gastado monólogo acerca de la oportunidad que me daba para expiar mis errores. Algunos de sus colegas todavía reclamaban que se me castigara por haber colaborado con Joe Sourian como enviado de la CIA, por haber instigado a Chinguiz a que desertara, por haber empleado la enfermedad de Aliosha como fachada para...