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—Basta, por el amor de Dios —exclamé—. ¿Qué falta hacen las mentiras, para qué sirven?

Me pregunté por qué me había desbocado. Hacía mucho tiempo que me atosigaba con peores bazofias e implicaciones más graves. Pero no tuve tiempo para descifrar ese enigma. En un santiamén recuperó la sobriedad y estuvo listo para entrar en acción, como si no hubiera bebido una gota.

—Cuide su lengua y no se atreva a llamarme mentiroso. Está en el territorio de la Unión Soviética y no en el campo de juegos de Harvard. Y estoy harto de sus dilaciones. Decídase.

Por primera vez, pensé que debía olvidar las complicaciones e ir a la embajada. Pero la forma en que me había mentido el agregado cultural cuando le hablé de Anastasia significaba que confiaba tan poco en mí como yo en ellos. Sospecharían que estaba cooperando con Bastardo... y de todos modos, los micrófonos de la KGB instalados en el edificio de la embajada probablemente me delatarían... No, implicarles a ellos sólo serviría para empeorarlo todo. Ellos se encargarían de que me expulsaran, mancillado.

El temor que me había inspirado la amenaza de Bastardo la noche anterior se extendió a todas las insignificancias. Temía la actitud que adoptaría Maxi respecto de Aliosha, a quien no veía desde la primera operación. Pero apenas le saqué del hospital en la silla de ruedas, lanzó un aullido de ansiosa bienvenida desde el interior del coche. Un enfermero y yo guiamos la silla por la rampa y acomodamos al paciente debajo de las mantas.

Aliosha estiró la mano para deslizaría sobre el volante. Los coches particulares empezaban a llenar algunas calles, pero cuando él se había agenciado el Volga trece años atrás, era el único ruso en un millón que tenía su propio coche y que podía lucir su sonrisa favorita en el asiento del conductor. Con una gorra que le había comprado para esa ocasión, ahora se parecía a John D. Rockefeller en sus últimos años, en sus horas de decrepitud.

Yo había querido coger un taxi por la tormenta de nieve, y los médicos habían pedido una ambulancia, pero Aliosha imploró que le llevara en el coche que lo había llevado a los mares Negro, Báltico, de A voz y Caspio en los tiempos en que eso solo bastaba para dar una ilusión de libertad y despilfarro. Ahora estaba decidido a desobedecer las órdenes de los médicos e ir hasta la margen del río donde acostumbraba a nadar todos los veranos antes de su viaje anual al sur subtropical. Sólo quería echar una mirada, pero nos vimos privados incluso de eso porque el motor se atascó y ninguno de los dos pudo volver a ponerlo en marcha. Aliosha estaba crispado y ovillado como después de la primera operación, y se ponía más verde con cada nuevo acceso de tos. Espantado por la estupidez que había cometido al colaborar en la obtención de su alta, corrí calle abajo, agitando los brazos con grandes aspavientos para que alguno de los coches que pasaban nos empujara.

Al fin terminó la pesadilla y entramos en su calle. Los vecinos reunidos en el patio susurraban la temida palabra «cáncer». Muy lentamente, le ayudé a subir la escalera, seguidos por Maxi que marchaba un escalón atrás como un pachón bien entrenado, aunque el nuevo olor de Aliosha la había puesto nerviosa durante el viaje.

Le instalé en el sofá, que coloqué debajo de la ventana para que pudiera leer con más comodidad. Pero después de un descanso, me pidió que le llevara a hacer una «gira» por el apartamento. Apoyando su peso sobre mis brazos, arrastró los pies por el comedor, entró en el cuarto de baño y volvió a salir, y atravesó la sala de estar para entrar en la cocina. Yo había completado la reparación pocos días antes, pintando los armarios con un buen barniz semimate que me había procurado. A veces había trabajado hasta altas horas de la noche. El proyecto magistral que eclipsaba a todos los proyectos magistrales. La sonrisa de Aliosha fue suficiente recompensa.

—Una cocina nueva es como una nueva... Busquemos un proverbio elegante, muchacho.

Aliosha estaba bañado en sudor, como un traficante blanco atacado por la fiebre tropical. Cuando cambió de posición para darme un abrazo de gratitud, empezó a temblar súbitamente.

—No puedo seguir caminando —dijo con tono abatido. Se apartó de mí y se apoyó contra la pared para descansar, pero enseguida se irguió violentamente al notar que dejaba manchas de sudor sobre el empapelado nuevo—. , he estropeado tu hermoso trabajo.

Le ayudé a recorrer los últimos metros que le separaban de la cama.

 

Me ofreció un cigarrillo... en parte como sucedáneo de la zanahoria de la tarde, porque había decidido prescindir de la vara. Pero también lo hizo para demostrar que tenía acceso a los cigarrillos norteamericanos que se vendían en las tiendas especiales para su Servicio. Su tentativa de comportarse con naturalidad, para convencerme de que no veía nada de extraordinario en un paquete de Marlboro, sólo sirvió para acentuar su servil respeto por la caja roja y blanca.

—¿Por qué vacila? ¿Por qué no confía en nosotros? No piense que le chantajearemos algún día. Eso sería lo último que haríamos.

El regreso a casa fue una inyección estimulante. Volví a concebir esperanzas. El mismo Aliosha describió su condición como «estabilizada» y admitió que después de todo la quimioterapia le había mejorado. Nuevamente pareció leer mis pensamientos.

—Está bien, creo en los milagros. Seguiré creyendo hasta el último día. Pero eso es delirantemente futurista, de modo que, ¿quieres tener la gentileza de ejecutar un portento comercial menor para santificar con carne y patatas la nueva cocina?

Sin hacer caso de mis admoniciones, se consagró a algo aproximado a su antigua actividad. Debí colocar la cama más cerca del teléfono, que utilizaba constantemente: llamadas a sus antiguos contactos comerciales para reunir dinero, impartía consejos legales y personales a viejos amigos y suministraba partes médicos acerca de su propia persona. Estos exageraban desmedidamente su mejoría. Aliosha tenía la sensatez de no alentar la aparición de una avalancha interminable de visitantes que vendrían a expresarle sus buenos deseos.

Además, planeaba reunirse con todos ellos en la víspera de Año Nuevo. Después de cambiar de idea acerca de la fiesta —ahora sería la «saturnal de un recluso», a celebrarse en su apartamento— me envió a buscar los discos de larga duración que servirían para financiarla. El hecho de que Bastardo supiera que yo no tenía carnet de conductor le daba otra arma para chantajearme, pero también me protegía en buena medida de los policías de tráfico.

Un día, al regresar, descubrí a una muchacha fregando la cocina, con una boina de confección casera encasquetada hasta las orejas a pesar del calor interior que yo conservaba con calefactores adicionales. Como una criada veterana, pasó al cuarto de baño, y sólo se detuvo para hacer un comentario acerca de un desconchado que había visto en el lavadero nuevo. Ese fue mi primer encuentro con Nina, una antigua ex amante. De notable estatura, y probablemente atractiva en otra época, a los veintitrés años ya se estaba poniendo rolliza como una campesina. Pero su misma discreción le daba dignidad. Y su ancha sonrisa, que aparecía en los momentos más inesperados, era el testimonio visible de un original sentido del humor.

A partir de entonces estuvo todos los días con nosotros, ocupándose de casi todas las tareas domésticas. Y cuando no tenía nada que hacer, tejía en un rincón. Venía al amanecer, directamente de la central telefónica donde trabajaba, y se iba por la noche para cumplir con su horario nocturno. Al principio no dijo nada acerca de su afinidad con Aliosha. Pensé que se trataba sencillamente de una chica generosa que, siguiendo la mejor tradición rusa, ofrecía sus grandes manos enrojecidas para barrer y fregar en una circunstancia trágica.