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Bastardo reanudó su adoctrinamiento después de una breve pausa destinada a impresionarme. Al regresar a los Estados Unidos, explicó, tomaría conocimiento de la existencia de conspiraciones antisoviéticas. Proyectos de artículos abominables, agentes «nefastos» que se disponían a hacerse pasar por diplomáticos o turistas. Pero antes tendría que colocarme en un lugar al que llegaran esas informaciones.

—Viaje un poco. Usted es un hombre activo y no le gusta quedarse quieto. Vaya a Washington, por ejemplo. De todos modos debe conocer su propia capital, y también a los expertos del Estado. Siente curiosidad por saber qué es lo que mueve a la gente.

»Y cuando descubra algo sucio, coja el primer avión para Moscú. No se preocupe por los gastos. El pueblo soviético no es tacaño cuando se trata de defender la paz... o de recompensar a quienes luchan por ella.

Envidiaba a los norteamericanos residentes en Moscú que vivían «limpiamente» y . no estaban sometidos a tales extorsiones. Les envidiaba tanto que de sólo pensarlo me dolía la cabeza. Y necesitaba tenerla despejada para derrochar mi tiempo en alguna trivialidad novedosa.

—Muy bien, Evgueni Ivanovich, estoy en Washington. Y escucho algo que exige un trámite perentorio pero no llevo encima dinero suficiente para comprar un billete. Sólo puedo ponerme en contacto con usted. ¿Debo utilizar el número telefónico que usted me dio?

Su sonrisa se transformó en una mueca. Migas de rábano picante salpicaron mi americana, despedidas por su grito.

—No. Se lo prohíbo. No desde el extranjero.

La sed de venganza le inflamó los ojos frente a esta tentativa de quitarle la iniciativa a él, el experto en contraespionaje. Pero no se dejaría engañar. Él sabía que sólo a alguien adiestrado por la CIA sé le habría ocurrido solicitar semejante información. De todos modos, la rápida respuesta no bastó para apaciguar su furia interior. Serían sus superiores, y no él, quienes deberían tomar cualquier decisión acerca de los contactos en los Estados Unidos... y Bastardo me odiaba por haber puesto al descubierto su insignificancia;

La pregunta se tornaba más irritante a medida, que él demoraba enigmáticamente la respuesta. ¿Acaso la KGB no tenía docenas de fachadas apropiadas? Pero durante las entrevistas ulteriores, su afirmación de que me exploraría en el momento) oportuno cuál era el procedimiento para tomar contacto dejaba cada vez más en claro que aún no le habían dado instrucciones.

Finalmente, me entregó la dirección y el número telefónico de un apartamento y me ordenó, como si la idea se le hubiera ocurrido a él, que telefoneara o cablegrafiara allí si debía ponerme en contacto con urgencia. Esa misma noche, al pasar frente a una cabina telefónica, me pregunté si me había dado las señas de su propia casa. El método para comprobarlo era muy sencilla: colgaría cuando alguien me atendiera. Nadie contestó a mi llamada. Ése número no existía y, cómo lo demostró un rápido viaje en taxi, en la dirección que me había dado no había ningún edificio.

 

Él postrado Aliosha se mofaba dé la muerte: apoyado contra las almohadas, decía que creía haber triunfado sobre él dolor y escuchaba complacido el constante repicar del teléfono. Conversaba acerca de las entradas para la próxima visita de Duke Ellington y acerca de la exposición canina del fin de semana, para la cual los miembros de la «sociedad» moscovita ya estaban acicalando a sus ejemplares. De pronto cubrió el teléfono con la mano y anunció que Maxi iba a obtener el primer premio.

Tuve un acceso de compasión y desaliento. Ese era el signo que yo temía: su anormal euforia se empezaba a transformar en manía, y el inevitable derrumbamiento posterior le dejaría sumido en una depresión insondable. La fantasía dé Maxi era un síntoma inequívoco: por muy impecable que fuera su linaje, era ridículo pretender que ese cachorro desaliñado obtuviese siquiera una mención en una primera exhibición. Pero Aliosha siguió divagando sobre la necesidad de pintar de blanco uña pared para poder exhibir mejor la medalla de oro, y faltó poco para que rugiera cuando traté de hacerle entrar en razón.

Deprimido por la futilidad del plan y de todo lo que representaba, pasé el resto del día recorriendo la dudad en busca de un nuevo cabezal para la máquina de esquilar alemana de preguerra que había comprado junto con la misma Maxi, pero que nunca había utilizado. Existía una probabilidad sobre diez mil de que sus contactos pudieran conseguirle la pieza codiciada, y mientras continuaba mecánicamente la búsqueda traté de imaginar otra distracción más digna que sustituyera a ésta. La flamante ambición de refinar su estilo de vida, que la semana anterior Se había traducido en la insistencia para que comprara toallas dé baño de «grosor californiano» para sustituir a las suyas, ya desfilachadas, le inmovilizaba en trivialidades patéticas, totalmente desvinculadas de su futuro.

Pero en verdad encontré un cabezal adecuado. Cogiéndolo entre los dedos, experimenté momentáneamente la trémula exultación de una coincidencia poderosa, como si me estuviera guiando el destino y todo fuese posible.

Cuando volví, Aliosha estiró la mano como si le estuviera entregando algo tan vulgar como un vaso de agua mineral. Inmediatamente volvió a enviarme a las bibliotecas y a la Asociación Central de Criadores dé Perros en busca de todos los folletos que trataran del cuidado y el adiestramiento de los caniches. Esa misma tarde, retenía sobre la cama a Maxi, después de haberla bañado y secado escrupulosamente, mientras el Amo y Nina la colocaban en las posiciones que mostraban las fotos de los libros.

Aliosha abordaba ese nuevo e improbable proyecto con un atisbo de su antiguo ingenio yanqui, pero también con un ápice de histeria. El año anterior no había tenido, para las exposiciones caninas, más que un comentario irónico. Ahora, la esquila le ponía alucinadamente tenso, y aunque estaba desfalleciente reaccionó enfurecido cuando intenté hacerle descansar. En el último minuto oyó decir que alguien tenía un nuevo cabezal para «campeones», y amenazó con «cancelar» nuestra amistad si no le prometía que a la mañana siguiente emprendería una nueva búsqueda.

Recurriendo a una nueva fuente de energía empezó a entrenarla: su voz y mi cuerpo realizaban la labor. Durante cuatro días la habitación se convirtió en una perrera. Había aprendido de memoria el contenido de los folletos y había tomado notas durante una inquisitiva consulta con el criador mientras yo sostenía el auricular junto a su oído. La inteligencia de Maxi, que asimilaba perfectamente las órdenes y los movimientos, nos asombró. Habría jurado que entendía lo que estaba en juego y que quería darle una gran satisfacción. Maxi, como su amo, trabajaba concienzudamente.

Pero lo que más nos cautivó fue el amor de Maxi por la vida, estimulado por esas nuevas manifestaciones de interés. Y su encanto, que Aliosha acicateaba.

—Eres una magnífica dama —graznaba Aliosha constantemente—. La más pura representante de tu sexo y tu raza... Recuérdalo, querida.

A medida que Aliosha se debilitaba, su táctica de alentar a los demás se hacía más desafiante.

—El hecho de que yo esté condenado no significa que tú también lo estés —decía—. Tú desbordas belleza y salud, has nacido para triunfar.

El domingo de la exhibición, el dolor recrudeció con toda su fuerza. Comprendí que no debía dejarlo solo, pero él insistió en que yo concurriera, con una combinación de fingido enojo y frágil provocación.

—Y no te molestes en venir sin la medalla de oro. Ni tú ni Maxi: la belleza se mide por la admiración que despierta.