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La Exposición de Perros de Servicios Auxiliares de Moscú se celebraba, con toda la confusión propia de un festejo soviético de naturaleza no militar, en una casa solariega de las afueras. El «pasaporte» de Maxi, o sea la autorización avalada por un notario público en virtud de la cual Aliosha me delegaba la potestad de actuar como su cuidador en la exposición, convenció a los dubitativos funcionarios de que yo tenía derecho a inscribirla. También aceptaron los certificados médicos de Maxi, aunque en ese momento ésta parecía más enferma que nunca. El primer encuentro con los millares de competidores y espectadores —gentes aburridas en busca de pasatiempo y entusiastas fanáticos, el habitual mosaico ruso de absoluta improvisación y especialización pedante— la espantó. Y después de la primera hora de ladridos, rugidos y vociferaciones, quedó intimidada.

Yo tenía más ganas que ella de volver a casa, pero temía regresar con las manos vacías. Las bromas de Aliosha sobre el premio habían sido demasiado serias. A medida que se aproximaba la hora de la verdad aumentaba mi abatimiento, puesto que no sabía cómo satisfacer las fantasías de Aliosha, y llegué a pensar en la posibilidad de canjear mi chaqueta de piel de ante por un primer premio ajeno. Esa empresa —como la estrategia para tratar con Bastardo— pedía a gritos la sutileza del mismo Aliosha.

Pastores alemanes, grandes daneses, spaniels. La mañana se arrastró hasta confluir con la tarde, mientras los discursos patrióticos sustituían a los veredictos postergados. La casa solariega era un conglomerado de cachorros y niños gimientes, azuzados por el cansancio y la sed. Por fin tocó el tumo a los caniches, y cientos de ellos con predominio de los marrones y negros, salieron a desfilar, todos con más garbo que la desconcertada e irritable Maxi, conspicua por su flamante blancura.

Entonces cobró vida. Alzando la cabeza, pareció comprender que las horas de espera habían sido triviales. Había llegado el momento del Gran Espectáculo. Su gallardía aumentaba cada vez que saltaba una de las vallas reglamentarias, subía una escalera como le habíamos enseñado a hacerlo, daba la pata y —como un número de circo— ladraba obedeciendo mis instrucciones. Su esfuerzo de principiante resultó súbitamente tan conmovedor que un sector de admiradores próximos empezó a vitorearla. La quise por esto como no la había querido nunca: podría decirle sinceramente a Aliosha que no había hecho el ridículo.

Había oído decir que los jurados eran sobornables, pero cuando iniciamos nuestro desfile en torno de ellos —siete u ocho hombres relativamente acicalados, en el centro de una pista de tierra— parecieron desmentir esta versión, porque nos hicieron avanzar constantemente desde los últimos lugares de la columna de cuatro en fondo donde habíamos estado inicialmente, hacia la parte delantera, donde se colocarían los ganadores, como si quisieran jugar con la esperanza que yo alimentaba contra toda lógica. Maxi irguió la testuz como nunca lo había hecho antes, y se mostró más refulgente qué la nieve campesina de la intemperie.

—Eres una magnífica dama —repetía yo incesantemente, imitando el graznido de Aliosha, y ella asentía con sus ojos radiantes. Nos hicieron adelantar del decimonoveno lugar al octavo, al quinto, al tercero. Eso era más de lo que yo me atrevía a pensar, en voz alta, pero sólo la medalla de oro conformaría a Maxi, que empezó a brincar, sonriendo incluso a los jurados. Estos se dejaron subyugar por tanta simpatía. ¡La declararon

Enfervorizados, nos precipitamos hacia la mesa, ignoramos las instrucciones según las cuales debíamos quedarnos para el desfile de los campeones de las diversas razas y corrimos hada la salida. En el trayecto hada el apartamento:, aceleré el Volga casi tanto como Aliosha acostumbraba a hacerlo. Mi llave apenas había rozado la cerradura cuando gritó desde la cama:

—¿Dónde está la medalla, chico? Deprisa, te dije que quiero verla.

Maxi saltó para lamerle la cara furiosamente. Para aderezar la gratificación con un poco dé suspense, le dije que los jueces habían sido ciegos.

—¿Cómo es posible, muchacho? —aulló, apartando bruscamente a Maxi—. ¿Ni siquiera la de plata? ¿Porque, para qué, nos has deshonrado tan cruelmente?

Volví a depositar a Maxi junto a él, me excusé por la broma de mal gusto y le mostré la medalla de oro. Quedó tan satisfecho como si le hubieran reivindicado de una injusticia semejante a la que había padecido Dreyfus.

—Aja, ¿qué te había dicho'?

Bebió un sorbo de coñac con nosotros para celebrarlo. La jornada se había parecido al episodio «feliz» de un filme muy triste que ya había visto. Si por lo menos su misteriosa premonición sobre el premio hubiera sido un símbolo de algo.

 

—No le pido que robe los códigos secretos de su embajada. Alístese en la CIA y entrégueme una nómina de sus espías. Le doy la oportunidad de demostrar su lealtad a sus propios principios y de forjarse una vida auténtica.

 

El colapso que puso fin a su euforia pareció primordialmente psicológico. Su estado de ánimo volvió a cambiar: se apartaba de toda realidad, excepto la de su entorno inmediato y la de sus ensueños, que no divulgaba. Me pregunté si el tumor le había alcanzado el cerebro.

En el terreno intermedio del mundo exterior, su inteligencia se comprimía. Privado del poder de concentración necesario pata leer libros, se consagró a los periódicos —lo cual era de por sí una regresión desoladora— en los cuales buscaba los temas de interés humano que luego nos relataba con la misma fruición con que una criada narra argumentos de filmes. El ciudadano de Irkutsk que había sido condenado reiteradamente por embriaguez hasta que se descubrió qué su páncreas enfermo segregaba alcohol en la sangre. La dependienta de una tienda de Moscú que había ganado un— galardón público por ser realmente amable. Un grupo de fábricas de Rostov que recibían quince mil vagones anuales de grava de Stavropol, situada a trescientos kilómetros, en tanto que las canteras de Rostov enviaban la misma cantidad de idéntico material a las fábricas de Stavropol... No sabíamos si debíamos frenar o estimular este risueño apetito por semejante bazofia.

Su temperatura bajó y la tos torturante desapareció virtualmente, pero fue reemplazada por accesos de ahogos agónicos, durante los cuales los ojos amenazaban con saltársele de las órbitas en sus esfuerzos por respirar. Si debía morir ahogado, pensé, ojalá fuera pronto para terminar con esos horribles jadeos. El espectáculo que brindaba ese ser demacrado que se retorcía víctima del dolor era a veces tan atroz que se me hacía insoportable.

Ocasionalmente buscaba la mano de Nina o la mía. En otras oportunidades nos suplicaba que nos fuéramos, y que yo regresara a los Estados Unidos. ¿Por qué debíamos sufrir sus «exhibiciones»? Pero apretaba los dientes amarillos y ni siquiera entonces lloraba.

A veces las noches eran mejores, aunque Nina se iba y Aliosha no tenía más de tres horas seguidas de paz, a pesar de las píldoras que le suministraba el hospital. Yo dormía en el diván, que colocaba cerca de la cama. Una mañana, antes de la madrugada, me despertó un presentimiento. La lámpara estaba encendida, como siempre. Aliosha, con sus hombros de biafreño famélico, se hallaba sentado en la cama. Se había quitado la chaqueta del pijama y la apretaba contra su vientre.

Antes de que mis ojos pudieran enfocar me sobresaltó el hedor... el mismo que había percibido semanas antes en el cuarto de baño del hospital, pero concentrado en un nuevo paroxismo de abyección pútrida. Me disponía a acercarme a él cuando lo vi. La secreción de una fisura abierta debajo de su caja torácica le empapaba el pijama. Se apañaba solo, buscando algo seco, y fue entonces cuando su mirada se cruzó con la mía y volvió la cabeza. Conteniendo el deseo de vomitar, le higienicé con una toalla limpia y sostuve su cara entre mis manos para borrarle el horror que se inspiraba a sí mismo. Luego apagué la lámpara para acabar con la luz y las sombras espectrales.