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Pronto nos acostumbramos a eso. Las fístulas reventadas canalizaban sangre, pus, humores endocrinos y líquidos inidentificables. Sobre la sustancia de los viejos tumores crecían otros rojo— azulados que luego se abrían para diseminar el veneno. Se estaba pudriendo en vida.

 

Mencionó a un destacado profesor de relaciones internacionales de Yale que había llegado a Moscú hacía dos semanas en misión de estudio. Ante comisiones legislativas y en periódicos de gran circulación, el profesor había exhortado a proceder con cautela en el campo de la distensión, porque, advertía, las intenciones soviéticas a largo plazo no habían cambiado. Y dos años atrás había procurado ayudar a un estudiante soviético que participaba en el programa de intercambio, y que después de pedir asilo en New Haven anunció que los diplomáticos soviéticos habían amenazado a su familia con tomar represalias. Bastardo sospechaba que el profesor había «desempeñado un papel turbio» en ese «asunto amañado».

—Y, en general, es un hombre corrompido, a quien le pagan para que difame al socialismo y emponzoñe las relaciones soviético-norteamericanas.

Pero no estaba «totalmente seguro» y quería que yo le ayudara a «desvelar la verdad».

—Por su propio bien, le aconsejo enfáticamente que vaya a verle. Lleve un par de chicas a su habitación. ¿Qué puede haber de extraño en que dos compatriotas se diviertan un poco juntos?

Sin embargo, la treta de fotografiar una orgía en un lecho de hotel era demasiado obvia, incluso para él. Bajó la puntería.

—Vaya a visitarlo, sencillamente, averigüe cómo ve las cosas en el mundo cambiante de hoy. Usted saldrá beneficiado de una conversación seria. Créame, no hay nada más noble que librar de sospechas a un inocente.

¿Las sospechas de quién, grandísimo canalla? Pero ése no era el momento oportuno para enredarle en sus propias contradicciones. El hecho mismo de que esa noche Bastardo no me hubiera amenazado me indicó que sus jefes habían tomado la decisión de ponerme a prueba. No podía seguir entreteniéndoles para ganar tiempo.

Casualmente, yo había conocido al circunspecto profesor en un seminario. Pero ni siquiera en Yale habría entendido muy bien por qué necesitaba visitarlo, y menos aún interrogarlo acerca de la distensión. Para colmo, no podría darle el informe de una entrevista inexistente: seguramente Bastardo nos hacía seguir a los dos.

Se alojaba en el nuevo hotel Rossiya. En el trayecto, me detuve en la Biblioteca Lenin, exhibí mi pasaporte y extraje de un archivo confidencial muchos ejemplares atrasados del Congressional Record. Después de una hora de búsqueda trémula encontré uno de sus artículos y copié algunos conceptos. A continuación fui a su cuarto, del cual tuve que sacarlo para que no grabaran nuestra conversación. Tragó amablemente el cebo —una invitación a catar la «auténtica» vida soviética tal como se reflejaba en una arenga sobre política internacional pronunciada en la Universidad— y pasamos dos horas juntos, ojalá vigilados pero no oídos.

Cuando entregué el resumen del artículo del profesor presentándolo como una versión de nuestra plática «multifacética, oficiosa», a Bastardo se le desencajaron los ojos. Su éxito le llenó de emoción, una emoción teñida de desconfianza colérica porque no entendió casi nada de mi inglés manuscrito. Mientras pasaba las horas, gruñó que no había «refinado suficientemente los detalles». Pero la superchería me dio un respiro: no volví a oír hablar de mi «informe» ni del profesor.

 

Aliosha echó al olvido la víspera de Año Nuevo: no mencionó la fiesta ni la fecha misma.

—Ocupémonos de temas más importantes.

Pero intuí que más que la comunicación a través de las palabras y los pensamientos, anhelaba el solaz del tacto: necesitaba la ratificación de que sus incontenibles secreciones no le habían tomado repugnante. Me metía en cama y yacía junto a sus huesos mientras algo, dentro de éstos, intentaba reivindicar la vida mediante la evocación de imágenes de su historia.

Divagaba, repetía, olvidaba. Rememoraba la visita de un cuarteto de cuerdas a unas atónitas legiones de tanquistas que descansaban después de la batalla, y enseguida se enfurecía porque no lograba recordar dónde se había desarrollado ese insólito concierto. Muchos recuerdos parecían agotar su facultad de narración: mientras me apretaba la mano en silencio, yo le sentía revivir literalmente episodios conmovedores. Reiteraba que quería dejar algo en claro acerca de los tiempos en que había hecho «diligencias galopantes» con el Abuelo en su carromato, pero incurría en digresiones menos trascendentes. Explicaba que diez años atrás se había desvinculado de la «sociedad» de Moscú porque no era otra cosa que un conglomerado deprimente de seres insignificantes que trataban de agrandarse con dachas, entradas al Club de Cine y los patéticos privilegios del régimen, pero yo sospechaba que omitía las reminiscencias realmente importantes sólo porque le faltaban fuerzas, y que le dolía no haber tratado de poner su vida en perspectiva antes de que fuera demasiado tarde.

Ocasionalmente, de la evocación de una persona o un lugar emergía un cuadro rutilante. Una esquina de Sujumi donde, en época de guerra, entre las estilográficas Parker y las afeitadoras Remington se podían comprar condecoraciones de guerra certificados impecables de exención del servicio militar y diplomas de cualquier universidad del país. Un cliente al que había defendido en una oportunidad, y que, después de abandonar el bachillerato, se hizo pasar por campeón de ajedrez, as de los pilotos de caza, campeón de paracaidismo e inspector de segunda enseñanza, ostentando medallas en los estadios, cobrando pensiones como Héroe del Trabajo Socialista y recorriendo el país suntuosamente como director de hotel, gerente de Aeroflot e inspector de finanzas. La cabeza tronchada que volvió a depositar sobre el torso de un amigo después de una batalla de tanques; los paquetes postales que había recogido en representación de un violinista que temía ir al correo porque se los enviaba una hermana asentada en París.

Aunque con esa jerigonza intentaba comunicar algo, se limitaba a comentar:

—Así eran las cosas en aquellos tiempos; así eran, alucinantes.

Había colocado nuevamente su lecho junto a la ventana. La miraba desde abajo, con la nariz ganchuda semejante al pico de una avutarda. A pesar de la nieve, unas pocas hojas habían brotado extravagantemente en el árbol del patio.

—Y eso es lo que queda. Siempre espero que sigan perseverando —luego se dirigía a Nina—: Debes encontrar a tu hombre, Ninochka. Tu salud me regocija.

 

Estudiaba su cráneo refulgente entre los párpados semicerrados, y me preguntaba si lo aborrecía tanto como para matarlo, si llegaba a acorralarme. La paradoja era que no sólo me exhortaba constantemente a madurar, sino que en verdad me ayudaba a hacerlo. Me sentía emerger de una prolongada infancia de necio optimismo, y entendía por primera vez que cuando menos la mitad del mundo está hecho de penurias y maldades... y que esto era lo que me había hecho sentir, desde las primeras semanas del año anterior, que en Rusia había encontrado mi hogar. Aprendía a aceptar el dolor como el país lo aceptaba, a poner en perspectiva mis propios defectos, a reconocer la verdad que se ocultaba detrás de mí compulsión norteamericana de ser —de simular ser— el hombre fuerte, sonriente y victorioso. Muchos siglos de tragedias insensatas les habían enseñado a los rusos que ni siquiera los fracasos más espantosos deben indignar o avergonzar a la persona humana. Ésta no era una lección despreciable para un estudiante de un programa de intercambio.

 

En el banco del patio estaban sentadas dos mujeres de la misma edad. La voz de la más locuaz, con un timbre nasal parecido al del Bronx neoyorquino, trepaba por la escala de la indignación.