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Ciertamente, son estos fantasmas los que distorsionan mis propias depresiones hasta un extremo grotesco. A veces me siento tan abrumado que sólo me levanto para arrastrarme hasta el retrete. Un temor que hasta ahora nunca había conocido se suma a mi sentimiento habitual de ser inútil y de estar atrapado por rencores minúsculos, y me mantiene postrado entre las sábanas sucias, agradecido, al fin, de que los espesos nubarrones me ayuden a remediar el sueño. Vivo rodeado por aventuras, nuevas impresiones, amigos anhelantes. Me bastaría aguzar mis sentidos para absorber la singular emoción de residir en Moscú. Pero cuando me acometen las dudas acerca de mí mismo, me siento tan débil que ni siquiera soy capaz de atarme los cordones de los zapatos.

¿Qué hago aquí, aislado de todo lo que sé y de todo lo que soy? ¿Privado de mis costumbres burguesas y de las comodidades de Nueva York? Durante toda mi existencia he rehuido los caminos trillados para demostrar que tengo iniciativa, y que no soy únicamente el hijo de un vendedor de zona de prendas de vestir, con buenas calificaciones académicas. He jugado al fútbol contra irlandeses violentos, he criado cerdos en el Canadá, he sido salvavidas en Palm Beach en lugar de encerrarme en un campamento de verano. Mis incursiones en lo que mi familia definía como territorio enemigo respondían a mi deseo de demostrar que tengo valor suficiente como para triunfar sobre la mala vida y el peligro. Algunas batallas me arrancaron lágrimas humillantes, y esta vez temo otra hecatombe. Ruego que me saquen de este sórdido cuarto, y que me salven de la simulación que me hizo dar la vuelta al mundo hasta la nada.

Mi auténtica personalidad no es la de un explorador intrépido sino la de un chiquillo desconcertado que casualmente creció y cobró fuerza... y que en el fondo se sentía tan pequeño que necesitaba materializar las fantasías aventureras de todos los niños judíos. Mi verdadero yo se imaginaba a sí mismo escuchando a Mendelssohn en el Carnegie Hall cuando lo que hacía realmente era trabajar en un aserradero de Oregón, y cuando la melancolía me acomete ahora, mi verdadero yo clama por un comed beef con pan de centeno en alguna cafetería de la Sexta Avenida, en lugar de una ensalada rusa de angustia y visiones delirantes. En una oportunidad soñé despierto que mis padres venían a buscarme, para llevarme a casa.

Aunque parezca demencial, me atrapa parcialmente la pasión por el socialismo. Cualquiera pensaría que el contacto directo con la hipocresía que proclaman cínicamente en su nombre bastaría para inmunizarme contra sus falsas promesas, y casi siempre es así: odio tanto a los gangsters que me gobiernan que rezo porque se produzca el colapso económico. Imagino que una guerra con China generará explosiones de nacionalismo en las repúblicas no rusas, y brotes de sublevación popular, en los cuales yo desempeñaré un audaz papel como orador, como un John Reed a la inversa. Pero en otros momentos, no puedo por menos que capitular ante las verdades esenciales del socialismo y clamo por su triunfo. ¿Ciento setenta y dos millones de toneladas anuales de acero al concluir el Plan Quinquenal? Magnífico, camaradas, ¿cómo puedo colaborar? ¿Dos veces más pares de zapatos per cápita, tres veces más huevos? Sí, este país marcha hacia la abundancia para todos, mientras nosotros rapiñamos y contaminamos, y mientras nuestros negros aún se arrastran por el fango. ¿El representante soviético ha solicitado perseverantemente un desarme total e incondicional en el curso de las negociaciones de Ginebra? Bien, no conozco la respuesta de Kissinger, porque nunca la han publicado. Pero me parece una idea correcta, y me pregunto por qué nuestros militaristas no la aceptan. Entiendo, como jamás lo entendí antes, que el capitalismo, impulsado por el egoísmo, es degradante por su misma naturaleza, en tanto que el socialismo apela cuando menos a los instintos más nobles y en consecuencia representa una etapa más avanzada de la civilización.

Es infame, chocante, que unos individuos poderosos sean dueños del petróleo producido por los procesos geológicos a lo largo de milenios, petróleo que ciertamente es patrimonio común de la nación. Esas manos rapaces determinan la distribución de la riqueza, hacen que la buena gente padezca pobreza mientras unos seres vulgares se hartan por medio del consumo obsceno. Sólo el socialismo puede eliminar las anomalías y las crueles injusticias de la empresa privada, a la cual, antes de que este prolongado contacto con el marxismo, aún pervertido, me abriera los ojos, yo le atribuía origen divino. Sólo el socialismo nos ofrece a todos los medios para amamos y respetarnos a nosotros mismos, trabajando por el bien común y no por nuestros apetitos más despreciables. Aunque todo esto sea utópico, aunque el capitalismo de Estado de la Unión Soviética sea más explotador que nuestra versión empresarial, sé que nunca volveré a ser feliz viviendo y trabajando bajo el sistema norteamericano de codicia legalizada. Los artículos periodísticos que se publican aquí acerca de las tiendas de animales domésticos donde se gasta, en el peinado de un caniche, más dinero del que algunas familias negras pueden invertir en comida, me llenan de vergüenza, a pesar de su hipocresía. Pravda me hace sentir escalofríos frente a problemas de los que antes no había tomado conciencia.

Pero la mayoría de mis depresiones son de índole más personal. Estas breves crisis son expresión de mi crisis profesional. No alcanzo a imaginar cuál es el puesto que me corresponde en los Estados Unidos que he aprendido a menospreciar. No habrá nada para el eterno estudiante que —ahora estoy absolutamente seguro de ello— nunca concretará su promesa.

Ya tengo perfectamente claro que nunca me dedicaré a la enseñanza. Este encuentro con la vida rusa, que teóricamente debería haber completado mi educación, me ha dejado inutilizado para la docencia. Así como los pintores aficionados que viajan a Florencia en busca de inspiración se sienten disuadidos de continuar con sus magros esfuerzos, así también este choque con el espíritu desquiciante de Rusia socava el trabajo académico. Ya no puedo ver al país en términos de paradigmas, infraestructura del Partido y presiones de grupos, que son los conceptos básicos en mi profesión. Al igual que mis amigos rusos, vivo demasiado confundido y oprimido para poder escribir monografías serenas. Me han enseñado a excluir todo lo que no guarda relación con los seres individuales que influyen directamente sobre mi existencia; a trocar la objetividad y la racionalidad —esas concepciones extrañas— por las sensaciones subjetivas. Después de aprender la verdad eslavófila, ¿cómo podré consagrarme a la sabiduría? «A Rusia no se la puede entender mediante procesos intelectuales —dijo Tiutchev—. No es posible tomar sus medidas con un patrón normal. Tiene una forma y una estatura propias».

Ni empleo, ni futuro. Nada para forjar el éxito que aguardan de mí desde hace tanto tiempo. A esta edad, no me quedan esperanzas de aprender otra profesión. Este año que no volverá a repetirse pasa de largo y lo estoy desperdiciando. Nunca viviré otro igual. Es intolerablemente bochornoso no ser nadie manda presuntamente se está en la flor de la edad viril. Me zambullo simultáneamente en un abismo de envilecimiento, como cuando me masturbaba para aliviar la culpa de la masturbación, y me aferro a la dura fachada de la existencia con fantasías en las cuales me veo rescatado mediante la confesión y la autoesclavización. Proclamaré ante el mundo cuán inútil soy. Trabajaré para cualquiera que me suministre el pan cotidiano. ¡Si por lo menos tuviera una aptitud auténtica, la preparación para cualquier oficio honesto, en lugar de las pomposidades de mi educación liberal!

Esta angustia y yo fuimos compañeros hace quince años, durante mi adolescencia normalmente anormal. Y la resurrección de la angustia me sorprende mucho. Cuando no soy capaz de reír, me aborrezco por ella. Hay días en que la idea de enfrentar la melopea de mi fracaso en Nueva York me espanta más aún que la soledad del exilio. Puesto que lo que me sucede aquí me ha incapacitado para ser el triunfador que debería ser allí, quizá será mejor que tome las medidas oportunas para quedarme en Moscú. Me convertiré en traductor, en secretario, en cualquier cosa que me permita sobrevivir.