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—Entonces le dije, ¿qué es lo que me has regalado? ¿Una simple caja de bombones, en una oportunidad; un par de medias? Unas flores... hasta que me enteré de que te las habían obsequiado tus propios alumnos en el día de la graduación. Te aseguro, dije, que deberías avergonzarte de mencionar esos «regalos»... Y entre nosotras dos, querida, lo que me costó, oi, arrancárselos.

La miré para verificar si hablaba en serio. Por supuesto. La vida continuaba. También, suponía, en Washington, donde Nixon se regocijaba con el triunfo de su reelección; en París, escenario de los preparativos de Kissinger para poner fin a la guerra de Vietnam; y en el mismo Moscú, donde los judíos aún lloraban la muerte de los atletas olímpicos israelíes. Pero mis pensamientos no podían ir más lejos. Desde una ventana que se abría sobre el patio, un hombre macilento que parecía un ex contable miraba hacia abajo con expresión vacía de jubilado. Hacía girar los pulgares... primero en esta dirección durante horas, y luego en la contraria. Lo cual lo ayudaba a pasar su invierno, y me ayudaba a mí a pasar el mío, observándolo, cuando salía a tomar aire.

Yo había bajado mientras Nina trajinaba con las sábanas pútridas. Sólo ella podía soportar día tras día los detritos de Aliosha sin el menor sentimiento de sacrificio y sin la necesidad de evadirse periódicamente, como lo hacía yo. Su acendrada fe ortodoxa la inmunizaba contra semejantes inmundicias terrenales. Nacida en un ambiente campesino, se había criado junto a una madre analfabeta que se ganaba la vida como lavaplatos, en una habitación donde los cirios ardían frente a los iconos y como símbolo de veneración a Stalin. Aliosha la había abordado cinco años atrás cuando ella salía de una iglesia. Su fe religiosa la había inducido a mantenerse pura para compartir su vida con un solo hombre. Cuando concluyeron los pocos días pasados junto a Aliosha, se sintió torturada por el remordimiento y por una angustiosa nostalgia, e intentó arrojarse bajo las ruedas de un coche. Aliosha la albergó durante otros quince días, y la adoctrinó pacientemente, hasta hacerle aceptar la vida tal cual era. Por fin Nina se resignó, pero a partir de entonces se dedicó a rezar constantemente por él, y nunca imaginó siquiera que podría amar a otro.

 

Me hizo una seña para que volviera a la cama, junto a él. Su voz era tan débil que tuve que acercar el oído a su boca. Algo reverberaba dentro de su tórax, con cada palabra, como las cuentas de una falda de abalorios.

—A veces no siento ninguna pena. ¿A quién puede importarle abandonar esta existencia insípida, infecta, sórdida? No tenemos arte, ni literatura, ni nada auténtico. Sólo propaganda para preservar nuestra estolidez... Y mi trabajo era una parodia. Todos los días defendía a asesinos, ladrones, sujetos que perpetraban violaciones en los zaguanes. En lugar de redimir a esa resaca humana mediante la educación, la flagelamos. Terminan convertidos en animales. No tuve una profesión, viví una vida inútil...

La trepidación de sus cuentas interiores concluyó con un acceso de tos convulsiva. Al cabo pudo continuar el discurso en un tono más suave, con largas interrupciones entre una oración y otra.

—Quise hablar de todo esto con mis amigos. ¿Por qué vivimos una existencia tan desprovista de sentido? Me miraron boquiabiertos... con recelo, con desconfianza. Como si no entendieran. Entonces me di cuenta: casi nadie entendía. Al fin yo aprendí... a cerrar el pico.

»Y a levantar faldas. En algunos sentidos te pareces mucho a mí; sin embargo, para ti esto ha sido una distracción, no un modo de vida. Ves una muchacha. La llevas a casa, miras cómo se desviste. La mimas... pero todo es una pose; en realidad no te interesa. Al día siguiente te mira, extrañada: ’¿Esto es todo?’ Sí, es todo. Y es entonces cuando lamentas no haber nacido un siglo atrás, antes de la profanación llamada régimen soviético. O dentro de un siglo, cuando tal vez el espectro de una civilización volverá a rondar por nuestra patria. Yo aparecí justo en el medio.

Esa noche:

—Santo cielo, te estoy abrumando con mi ira. Lo hago aún más difícil para ti, lo cual es demencial. No tienes motivos para amargarte. Pero lo habrías descubierto por ti mismo. Si te quedaras aquí, finalmente los bastardos te subyugarían. Te convertirían en su rufián... siempre lo intentaron conmigo...

¿Cuándo lo intentaron? Nuevamente no pude interrogarle.

 

Entre los visitantes de última hora se contaron ex amantes que habían sido demasiado tímidas para ir al hospital, y ex clientes que entraban con la gorra en la mano, como campesinos en el funeral de Tolstoi. Cuando Aliosha los reconocía, se complacía en pronunciar sus nombres.

Al comienzo, alimenté la esperanza de que Anastasia viniera un día, como Nina, para ayudarme a cuidarlo. Pero cuando apareció su rostro pálido, yo estaba muy cansado. La última vez que había estado en esa habitación se había frotado las manos mientras yo babeaba hablando de mi corazón. Pensé más en la primera vez, cuando había sucumbido a su ingenioso pretendiente, que ahora yacía en el lecho como un saco informe. Todo el auténtico dolor padecido desde entonces determinaba que incluso mi convicción acerca de nuestro futuro resultara intrascendente.

Se sentó junto a él, sin llantos ni poses. Me fui para dejarlos solos. Apareció más tarde. Su rostro reflejaba lo que había aprendido, y se sentó a mi lado en el banco del patio. Vimos cómo oscurecía, y conversamos.

—Depende de ti. Eres su hijo, y sus padres... eso debe consolarte un poco en medio de esta locura.

—Seis meses. ¿Es posible que sea verdad? Si vive hasta la víspera de Año Nuevo, serán siete. Y él supo desde el primer momento que estaba sentenciado.

—Tú has cambiado. Te necesita a ti cuando es más difícil. Eres distinto, ¿sabes?

Recordé cuánto había anhelado oírle decir esas palabras. Entonces comprendí cuál es la jugarreta de la vida: el mismo cambio, si así había que llamarlo, había diluido su importancia.

Anastasia dijo que el invierno estaba totalmente vacío. La medicina le interesaba menos aún que antes y tenía la sensación de que nada le saldría bien. Estaba hablando de pasar a un instituto de literatura cuando comprendí qué era lo que le debía.

—Si alguna vez quieres salir de aquí, lo haré por ti —1a interrumpí—. Sabes a qué me refiero.

—¿Y ahora puedo contar contigo? —sin embargo, sus palabras fueron más una afirmación que una pregunta, mientras me agradecía la oferta con la mirada.

—Sería lamentable que te cases con otra —dijo con la mayor naturalidad.

Me apretó la mano y se fue.

 

—Por favor, Aliosha, ¿en qué podría perjudicarte? Prueba una pumita.

Desde hacía varios días, Nina le insistía para que comiera una galleta especialmente consagrada en un monasterio, presuntamente capaz de absolver al moribundo de los pecados inconfesados. Aunque sólo era eficaz en la víspera de Pascua, Nina había convencido a un sacerdote compasivo de que hiciera una excepción en beneficio de un buen hombre que tal vez no sobreviviría hasta entonces.

—Te sentirás mucho mejor. Te quitarás un peso de encima.

Trémulo de dolor, Aliosha depuso su resistencia a la «magia negra» y dio un mordisco.

—¿Y bien? —preguntó Nina, estremeciéndose.

—Es cierto. Ya me siento mejor.

Su susurro fue demasiado débil para deducir si realmente la galleta había tenido un efecto psicológico, o si estaba tratando de reconfortar a Nina.

—Es difícil entender la Naturaleza. Le concede el discernimiento al Homo sapiens y le obliga a contemplar su no existencia durante toda la vida. De una manera u otra, todos esperamos la hora señalada, consciente de que estamos condenados... Quizá de allí proviene el exceso de iracundia de la naturaleza humana. La evolución debería haberse detenido una o dos etapas más atrás.