Выбрать главу

Más tarde:

—Así disfrutaríamos más de la vida, porque ignoraríamos las connotaciones del tiempo. Lo he estado elucidando: tú eres un gato montés; Nina es una llama. Yo soy un ornitorrinco... eligieron el clima justo. Y Anastasia también pertenece a la familia del lince, de modo que a vuestros descendientes no les brotará la cola donde deban tener orejas.

Esa noche:

—Mi mayor error consistió en no tener hijos. Echo de menos a mi niña y mi niño... Recuerdo que mi madre se inclinó sobre mí para mirarme la noche antes de partir. Muy tierna, muy bella. Pensaba que yo dormía. El manjar prohibido de mi vida. Ni siquiera sé si recuerdo esa escena o si la soñé...

El esfuerzo le hizo palpitar furiosamente el corazón.

 

El jadeo de Bastardo en el auricular, cuando entré corriendo a la residencia para mudarme de ropa, me hizo abandonar la ilusión de que había dejado de llamarme por respeto.

—Y hay otras actividades apremiantes a las que deberé dedicarme más o menos una semana. Algunos de sus compatriotas me tienen atareado, eh. Pero cuando vuelva recuperaremos el tiempo perdido.

De alguna manera, sus amenazas eran menos concretas y él mismo parecía menos repulsivo. Pero era la Providencia la que le alejaba en ese preciso momento. Distraído por este pensamiento, me oí a mí mismo deseándole buen viaje.

—¿Qué?

Exigió una explicación por mi ligereza.

Cuando la médico residente que le visitaba cada dos días durante su gira en la ambulancia vio que su sufrimiento era intolerable, recetó morfina. Me explicó cómo debería inyectarla y dejó la dosis necesaria para tratarle hasta su próxima visita. Bastardo continuaba urdiendo su chantaje y en otros ámbitos la burocracia seguía siendo tan estúpidamente rígida como de costumbre. Pero en mi condición de miembro de la pequeña familia médica que atendía a Aliosha, me confiaban una partida de alcaloides.

Él había esperado esa etapa con la misma impaciencia con que un paciente con una pierna fracturada aguarda el momento en que le quitarán la escayola. Feliz de pasar sus días postreros en medio de un «confort moderno», se animó en la medida suficiente para pergeñar sus últimos planes. Para pagar la deuda contraída con Nina, quería que ella heredara el derecho a residir en el apartamento... y esto sólo sería posible si la desposaba.

—Usa tu dura mollera, Ninochka. ¿No entiendes que la única forma de hacerme un favor a mí consiste en hacértelo a ti?

Pero Nina pensaba que puesto que cuando estaba sano él no la había necesitado, casarse ahora significaría la complicidad con su muerte. Le rogó que se retractara de su deseo.

Aliosha se volvió hacia mí.

—Gracias a Dios tú no necesitas ayuda —dijo, olvidando nuestras antiguas conversaciones en torno de los iconos. Me aseguró que progresaría por mis propios medios... hasta la cúspide. Pero Maxi .debería viajar conmigo. Si comía hamburguesas norteamericanas viviría hasta los veinte años, como símbolo material de nuestra amistad.

No se conformó con que un notario legalizara su donación. Quiso ver con sus propios ojos el documento donde constaba que abandonaría el país conmigo. Mientras Aliosha dormitaba, yo recorrí media docena de oficinas con el Volga, que también agonizaba por falta de reparaciones. Todos esos organismos estaban facultados, según los anteriores, para autorizar la emigración de un animal doméstico. Llené apresuradamente los formularios, redacté actas, conté la historia en la Asociación Central de Criadores de Perros, en la Oficina Central de Aduanas, en el ministerio de Deportes. Aliosha se despertaba y señalaba la medalla de oro como prueba de que finalmente el éxito me sonreiría.

No había reglamentos que prohibieran la salida de Maxi: sencillamente era imposible obtener el permiso. Nadie había oído hablar de un caso semejante, y por tanto todos contestaban espontáneamente con una negativa. Un esbirro observó que Maxi había sido galardonada con una medalla de una institución oficial que era simultáneamente una asociación deportiva y un cuerpo voluntario auxiliar. En otras palabras, podrían necesitarla en caso de emergencia nacional y por esa razón pertenecía al Pueblo. Al fin, un alto funcionario de aduanas exigió que pagara un impuesto equivalente al trescientos por ciento de su valor estimado: una descarada extorsión de quinientos rublos para el tesoro soviético. Antes de que pudiera pagar esa suma, un funcionario del ministerio de Comercio Exterior puso el veto a tal operación.

Esa tenebrosa obstinación patriótica volvió a estimular las reflexiones de Aliosha acerca de lo que era un país «normal». Maldije a Rusia por negarle a un moribundo su última voluntad de legar un perro. La materialización de este proyecto no tardó en parecerme tan importante como antes lo había sido la recuperación de Aliosha. Cuanto más tiempo perdía lejos de él tanto más obligado me sentía a triunfar. Corría de un imponente edificio a otro, abriéndome paso entre el público suplicante, gritando a los rostros estólidos que me miraban desde detrás de las ventanillas donde se realizaban las solicitudes. Necesitaba obtener la victoria final... y demostrarle a Aliosha que tenía cojones para apañarme solo.

Toqué su frente, frágil como una cáscara de huevo, y le aseguré que triunfaríamos. Pero su interés menguaba a medida que aumentaba mi obstinación. Maxi empezaba a fastidiarlo. Los meneos de cola y la conversación acerca de la necesidad de pasearla le resultaban insoportables: me pidió que le buscara otro hogar. Oscurecí el cuarto con mantas colgadas sobre las ventanas, para que no tuviera que forzar los ojos. Anastasia volvió a visitarlo, pero él no se dio por enterado.

Ahora sólo le interesaba la morfina, que le inyectaba cada tres horas... en los brazos, no obstante todos los pinchazos anteriores, porque el resto de su cuerpo era una llaga purulenta. La doctora me suministró dos analgésicos complementarios. Yo empleaba los tres juntos, aumentando progresivamente las dosis para satisfacer sus súplicas cada vez más desesperadas. Saturado de drogas, con la boca abierta como los pacientes de las clínicas geriátricas, se sumergía en el limbo.

 

Miramos el bulto tapado por el cobertor. Se había movido.

—No ha muerto. Aún piensa.

Al cabo de una hora, otro movimiento.

—Tenía tan pocos amigos... nos conocimos tan tarde.

Al día siguiente, intentó recuperarse.

—Siempre me siento bien cuando pienso en ti. Y dado que esto ocurre a menudo, puedo decir que soy feliz...

 

Nina no fue a trabajar y se estiró sobre el diván. Yo utilicé el colchón del Mar Negro. Apenas nos miraba con sus ojos drogados, y a veces lo hacía como si fuéramos extraños.

Un día tomó una cucharada de huevo, al siguiente un vaso de té. Un día más tarde bebió unos pocos sorbos de té que no pudo tragar. Transcurrieron treinta y seis horas en las que sólo pronunció cuatro palabras: «amargo» y «absurdo, aún aquí». Cada resuello pasaba por sus labios apergaminados y su garganta reseca con un ruido semejante al de un crótalo funerario. Incapaz de seguir soportando esa crepitación durante más tiempo, Nina le metió una cucharadita de agua en la boca. El líquido permaneció allí, oscilando en una y otra dirección hasta que terminó de chorrear hacia afuera.

La doctora dijo que no se podía hacer nada. Aliosha cayó en algo que pasaba por ser un sopor y convencí a Nina para que fuese a buscar pan. Ella comía apenas más que él. El tenebroso bamboleo de la habitación se parecía al de un submarino varado y desprovisto de corriente eléctrica. Cuando se despertó, comprobé que había tenido una nueva recaída, aun desde el bajo nivel anterior. El menor cociente posible de vida seguía aleteando en él. Le cogí la mano y las palabras brotaron atropelladamente entre mis labios.

Le dije que me sucediera lo que me sucediere, estuviera donde estuviere, nunca tendría un amigo como él, con cuya sola compañía me sentía tan profundamente dichoso. Me bastaba estar sentado junto a él y charlar... o no charlar, como ahora.