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Mi angustia brotó como si quisiera compensar todos los sentimientos que tan a menudo había reprimido.

—Queridísimo Aliosha, ¿por qué hay tan poca gente buena? ¿Por qué hay tan pocas amistades auténticas? Siempre me acordaré de ti. Del hombre que cambió tantas cosas para mí... Alioshinka mío, tú eres la rara presencia que permite disfrutar del resto de lo que vivimos. El don que tienes es el don que das.

Reunió todas sus fuerzas para mirarme. Creo que entendió.

Inmediatamente me sentí culpable por haberle cansado, y le exhorté a relajarse. Pero mis palabras empezaron a atormentarme aun antes de que hubiera concluido la frase. Descubrí, espantado, que al aconsejarle que durmiera tranquilo casi había reproducido el remate de nuestro viejo chiste acerca del funeral del director de fábrica.

—Queridísimo amigo, descansa en paz.

Una vaga mueca se dibujó en su cara. Quizás expresaba enojo por mi desliz o satisfacción por el humor negro. Anhelaba explicarle que no había sido intencional, y retomar el espíritu de mi panegírico, pero habría sido inhumano pedirle que me siguiera escuchando. Lo más importante, en ese momento, no era aligerar mi conciencia, ni tampoco saber qué opinaba él de mí. Tendría que vivir con la inexplicable carga de que las últimas palabras que le había dirigido —las últimas que habría de entender en su vida— hubieran sido producto de un lapsus. El abismo que se abría entre nosotros era insalvable. El mundo estaba tan desprovisto de sentido como las tablas del piso. Me dejé caer de hinojos sobre ellas porque esa noche no podía soportar el uso de una silla...

Después de medianoche su respiración se convirtió en un ronquido tétricamente convulsivo. Llamé nuevamente al servicio de urgencia. Un médico joven le sometió a un examen misericordiosamente breve y le aplicó una inyección. Miré fijamente a Aliosha, tratando de establecer contacto. Seguramente sabía que esos eran sus últimos minutos. Pero no vi más que el vado y la descomposición. Una hora más tarde, aspiró una bocanada de aire que me desgarró los oídos. Luego el cuarto quedó sumido en el silencio. Quizá lo inimaginable no se materializaría si me quedaba quieto. Aliosha ya no existía, nunca volvería a existir.

Por el hecho de yacer sin vida, el envejecido muñeco de trapo que descansaba sobre la cama sumaba el miedo a la congoja paralizante. Nina le habló como si fuera un Aliosha más joven. Le contó que tenía pan fresco y le estiró las sábanas. De pronto se arrojó al suelo y se golpeó la frente contra una pata de la cama.

Atragantándose con sus palabras, abrazándose al cadáver, le preguntó por qué privaba a sus amigos de su bondad, por qué nos abandonaba en las tinieblas. Lanzaba aullidos de angustia... y yo rogué que tuviera fuerzas suficientes para continuar, porque a mí no me bastarían para enfrentar el próximo entumecimiento.

Cuando amaneció, lavamos el cuerpo, lentamente, para prolongar nuestro contacto con él. Nina ya se alejaba de mí. El gran vacío había empezado.

9

 

¿Volver?

APAGO la luz y corro la inedia cortina por si me vigilan desde otra ventana de la residencia estudiantil. Si la KGB interviene, pienso con asombrosa serenidad, lo hará en las próximas horas. La oscuridad prematinal de diciembre suministra un margen de seguridad, y de todos modos es mejor que sea ahora y no nunca. Allí abandonado, el icono sería una pista delatora.

Ayudado por el reflejo de la luz de los faroles nocturnos sobre la nieve, extraigo de su escondite los nueve decímetros cuadrados de barniz resquebrajado y madera y los guardo cerca del fondo de mi baúl, entre revistas de jurisprudencia y discos de balalaikas. Aunque todo marcha aún de acuerdo a lo planeado —mi Nuevo Compañero de Cuarto necesitará otros diez minutos para freír su desayuno en la cocina comunitaria— el suspense respecto de lo que probablemente nos espera a La Madonna y a mí produce una descarga de adrenalina en mi sangre.

De modo que me voy de Moscú tal como llegué: nervioso en razón de las rígidas leyes del país y de mi proclividad a transgredirlas. Delito de contrabando. Un día —si consigo pasar por el aeropuerto— sin duda atribuiré estas palpitaciones al totalitarismo. Me imagino disertando ante los auditorios universitarios acerca de los terrores subliminales del ciudadano soviético. Sólo yo sabré que las vociferaciones contra la perfidia del Kremlin me ayudan a ahogar los murmullos interiores que me reprochan mi corrupción. Y siento la tentación egoísta de denunciar diligentemente —y usufructuar— los crímenes del sistema.

 

El descubrimiento del icono enardecerá a los vistas de aduanas y les inducirá a buscar más material. El verdadero escándalo se armará cuando descubran un sobre con las notas autobiográficas de Aliosha, que encontré en su guardarropas, y que incluyen escritos sobre los casos que defendió. Este delito, catalogado como robo de documentos estatales, podría hacerme aprender durante cinco años lo que es pasar hambre en un campo de trabajo. Y podría privarme de la posibilidad de volver a visitar Rusia: otra sentencia rigurosa, aunque la idea de partir —¡sí, rumbo a la libertad de pacotilla!— me ha convertido, durante esta última semana, en un cachorro que gime pidiendo que lo saquen a pasear.

Ahora no tengo tiempo para semejante estado de ánimo. Para el sueño de salir, de zafarme, de escapar. De liberarme del miedo envilecedor a que unos caprichosos «ellos» me pillen tarde o temprano... por dudar del comunismo, por gustar de las mujeres, por ser yo mismo. Después del funeral, a veces tuve que refrenarme para no echar a correr por el pasillo, gritando que estaba orgulloso de ser un perro servil del capitalismo imperialista.

Para aplacar el ansia de manumisión, pasaba días enteros en las oficinas de KLM y Air France estudiando los horarios, modificando las rutas... todo para convencerme a mí mismo de que podría partir cuando se cumpliera mi plazo. El sólo hecho de estar en las oficinas de una compañía occidental me levantaba el ánimo. Como sucedía con todo lo demás, necesité cuatro veces más tiempo que en un país normal para conseguir un billete, pero mientras bramaba contra la burocracia y la manía de seguridad, me sentía secretamente complacido. Porque podía derrochar más tiempo en una actividad que pasaba por ser importante y no exigía ningún esfuerzo intelectual.

Sin embargo, el icono es una señal electrónica para alertar a los funcionarios que me desenmascararán y me retendrán aquí, pisoteando mi afán de partir. Una Virgen y un Niño con una cubierta de bronce deslucido y con los olores de muchas generaciones de mugre acumulada en una cabaña campesina, algo por lo que no obtendría más de doscientos dólares si alguna vez se me ocurriera venderlo. Pero necesito coquetear con el peligro por él. Tantas riquezas rusas —poco importa que sean las riquezas de la pobreza— y yo me voy con las manos vacías después de estos febriles dieciséis meses. Un icono de contrabando: compensación simbólica.

Además, es el último sobreviviente del lote que Aliosha estaba reuniendo con vistas a lograr nuestra riqueza. Vendimos la mayoría de los otros durante el otoño para pagar el sustento, y alguien —probablemente un amigo que había venido a aliviarle el dolor— se alzó con varios de ellos mientras yo estaba fuera haciendo una diligencia. Sólo éste, verdoso, con su toque de Cristo de tienda de baratijas, llegó a mis manos. Y la camisa de franela para envolverlo, la misma que Aliosha se ponía para engrasar el Volga.

Cuando termino de cerrar el baúl, miro las cosas que dejo atrás. Gracias a Dios me he desprendido de mis últimos libros peligrosos: las memorias de Krushchev y las obras del Samizdat editadas por emigrados. Después del funeral, un desconocido parado en la cola del autobús me susurró angustiosamente que mi cuarto había sido registrado para prepararme una trampa. Aunque quizá tenía instrucciones de mostrarse asustado, preferí no correr riesgos, y distribuí rápidamente unos pocos ejemplares entre personas dignas de confianza y envié el resto por correo a un profesor que acostumbraba a arengarnos a Joe Sourian y a mí acerca de la perversidad de Truman.