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Me imagino al ambicioso académico ocultando frenéticamente el paquete de libros prohibidos para que no los vean sus colegas, y esa idea me hace sonreír. Luego pienso en Heathrow, adonde mi vuelo llegará dentro de exactamente doce horas. Quizás haré un trasbordo inmediato para seguir viaje, hacia Nueva York: tal vez lo mejor será pasar la víspera de Año Nuevo en el avión, simulando que Aliosha está a mi lado para celebrar su última fiesta. O me quedaré unos días y recorreré las calles de Londres por las que transité cuando él aún vivía.

Pero ahora debo terminar de hacer mi equipaje antes de que aparezca mi Nuevo Compañero de Cuarto. Cuán pequeña es esta habitación cuando la miras; cuán desnuda, comparada con la del año pasado. Un último cigarrillo, y después saldré a recoger los documentos para la partida. Desde que empecé a planear este día, resolví que la primerísima prioridad le correspondía a una salida temprana para dar un largo paseo a pie por la ciudad.

Vuelvo a abrir las cortinas. Los fanáticos vestidos con buzos deportivos trotan en la aurora invernal. Pronto transmitirán el noticiario de las nueve, con locutores a los que conozco mejor que a Walter Cronkite. El programa de este momento se titula «Sobre la Vigilancia del Pueblo Soviético contra las Actividades Subversivas del Imperialismo». El comentarista explica que Occidente es una gran escuela de espías. Aprovechan la distensión para adiestrar a miles de personas que visitarán la patria de Lenin, inculcándoles técnicas de espionaje y psicológicas encaminadas a hacer bajar tu guardia ideológica... La cocina comunitaria es una babel de cacerolas y voces enronquecidas por el sueño. Alguien insulta a la encargada de la cantina porque la noche anterior no abrió el local y le dejó sin pan. Qué familiar me resulta todo, y cuánto más hueco que antes. Mi antiguo dolor «cósmico» sólo me llena parcialmente.

 

La nieve matutina es pesada y húmeda. Una mujer que empuña un bastón me pregunta cómo se llega a la «oficina de peticiones» del Soviet Supremo, y luego se lamenta ante mí por la detención de su marido como si yo fuera un vecino de su aldea. Le señalo hacia dónde debe encaminarse y desabrocho mi abrigo, a pesar de la humedad. Los trabajadores gruñen que ese empeoramiento de los inviernos soviéticos empezó hace diez años. «El artero Krushchev no se traía nada bueno entre manos.»

En el fondo de la plaza del Soviet me interno por una calle descendente. ¿Quiénes viven en estos edificios? Oh, sí, el «Tío Grisha», el viejo remendón que gasta sus suculentos ingresos en los restaurantes, con chicas bonitas. ¿Quién me llevó allí? Sí, la morena Masha del semestre anterior. Este año se aloja en otro pabellón de la residencia y la he visto pocas veces, excepto cuando ha venido a pedirme los Tampax. Un día dormimos juntos, para echar una cana al aire, y descubrí que había superado mi torpeza, de modo que quizás he progresado un poco. También he perdido algo: me pareció menos saludable, y sus anécdotas sobre la vida en Perm me parecieron rancias.

Masha me contó que Chinguiz le había escrito desde su exilio en Siberia, enviando saludos a su «vecino». Esa era la palabra en clave que utilizaba para referirse a mí. Se apaña, pero nunca volveré a verlo. Ni al voraz pedigüeño de libros, Semion, quien me elude. Ni al Ilia de Aliosha, quien pasa unas «vacaciones de trabajo» en Odesa, lo cual significa que está realizando una última tentativa encaminada a recuperar el oro de su familia. La mitad de mis amigos han desaparecido. Cuando tropecé con el sujeto más simpático de la camarilla del año pasado, me dijo que le gustaría hablar ahora que ha aprendido algunas cosas en la radio de provincia donde trabaja, pero que sería mejor que no lo hiciera. Y cuando visité a Lev Davidovich, el de la vieja Oficina de Consultas de Aliosha, me suplicó que no volviera a ponerme en contacto con él. Nos separamos como espectros culpables.

¿Por qué algunas personas se alegran de verme, cuando a otras les han ordenado explícitamente que rompan conmigo? Leonid me dijo que si seguían nuestros contactos nunca conseguiría el empleo periodístico con el que soñaba. Esta fue la gota que colmó el vaso y le indujo a solicitar el visado de emigración, no obstante sus juramentos de que nunca trocaría a Rusia por Israel. Su principal motivación fue el clima político, que le parecía peor que nunca. Convencido de que el comercio con los Estados Unidos no es más que un nuevo recurso para preservar el antiguo poder dictatorial, se sumergió en un pesimismo morboso.

Cuando hubo solicitado el visado, el jefe de redacción al que visitaba asiduamente —y que como él bien sabía era además capitán de la KGB— lo convocó a su despacho. Ese hombre ya maduro, amigo de su familia, hizo un comentario sobre «ustedes los judíos». Leonid, que había soportado durante años los insultos de la camarilla, le escupió en la cara.

El jefe de redacción guardó el pañuelo y llamó rápidamente a la policía mientras la prueba material de la «Falta de Respeto a un Funcionario Oficial» estaba aún fresca sobre su mejilla. Lo primero que la policía le ordenó a Leonid fue que expectorara sobre una hoja de papel para practicar un análisis químico de su saliva. Pasó dos semanas en la cárcel por gamberrismo le redujeron la sentencia porque el jefe de redacción-policía se apiadó de sus padres— y durante ese lapso se robusteció su decisión, sobre todo cuando le afeitaron la cabeza.

Poco tiempo después de ese episodio recibió una carta de Yenia, cuya hermana le ayuda a vender cuadros al por mayor a los turistas norteamericanos que pasan por Tel-Aviv. El Gigante Barbado le tiene menos inquina a Israel, pero la expresa con más desparpajo que en Rusia, porque ha abandonado toda cautela para criticar en público, y pasa buena parte de su tiempo realizando gestiones para emigrar a Nueva York. Bendice al «humanismo soviético» que le aguzó el ingenio para obtener un visado de salida de una «burocracia miserable»... y este flamante despliegue de impertinencia en un medio seguro irrita a Leonid, el nuevo sionista.

Así cambian las actitudes a medida que el país busca obstinadamente soluciones inexistentes. Pero, como siempre, sus lecciones personales son más importantes que el refrito social y político de nuevos sueños —extraídos de otros viejos— que intenta ofrecer. No sólo Aliosha ha partido para siempre, sino también otro puñado de seres próximos. La lección del país dónele la gente desaparece de un día para otro no consiste simplemente en que la vida continúa porque debe continuar. Intuyo que me han prestado unos pocos amigos a los que hube de amar... y que me han sido arrebatados nuevamente para que sepa cómo deberé comportarme con los demás en el futuro.

En la antigua calle Stoleshnikov, un hombre vestido con un abrigo que le llega hasta los tobillos me arrastra hacia una cabina telefónica. Es muy importante, no ve bien y me pide que le ayude a marcar. Hago tres intentos seguidos en los que obtengo el mismo número equivocado y se aleja sin decir palabra.

Hoy la calle Stoleshnikov está más concurrida que nunca. Cien mil parroquianos andan en pos de los obsequios de vísperas de Año Nuevo, coleando como espermatozoides. Los departamentos de joyería y licores están atestados de clientes boquiabiertos, congestionados, que se miran los unos a los otros como si no se reconocieran en su condición de miembros de la misma especie, lo cual es inusitado incluso en Moscú. Treinta rublos por un Lenin laqueado, con su indumentaria de empleado de banco; cuarenta por un tosco plato de arcilla. ¿De dónde sacan dinero estos trabajadores para semejantes derroches?

Los quioscos callejeros más humildes han perdido momentáneamente su atractivo. Las gordas que venden folletos políticos tienen tiempo para chismorrear con las gordas que venden sellos postales. Una cola se extiende alrededor de la manzana hasta la calle Petrovka, desde la puerta de una tienda que exhibe un surtido de sombreros de fieltro. Cerca del final, una madre monda una naranja para su hijo con toda la emoción generada por un país donde cada fruto, donde cada toque de la mano materna, es un vínculo tangible con la existencia humana.