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Caigo nuevamente en un estado de ánimo familiar. La naranja me recuerda la obsesión del Trigorin de Chejov. «Noche y día, soy esclavo de un solo pensamiento ineludible —se quejaba—. Debo escribir. Debo escribir».

 

Veo allí esa nube, con forma de piano. Y pienso: tendré que decir en algún cuento que pasó flotando una nube, con forma de piano... Lo peor de todo es que soy presa de una especie de estupor, y a menudo no entiendo qué es lo que escribo... Siento que debo escribir acerca de todo.

 

Me pregunto por qué yo también me siento obligado a ver y grabar en mi memoria cada detalle. El chal parduzco de la mujer que chapotea delante de mí... uno entre diez millones exactamente iguales, con los que todas las mujeres de clase trabajadora mayores de cincuenta años se envuelven desde octubre hasta mayo. Sé que representa algo y debo fijarlo en mi memoria. En algún lugar debo registrar cómo la nieve se posa sobre la lana apelmazada y sucia. Cómo camina, esta mujerona, apretando su bolso de tela y abriéndose paso entre la multitud de palurdos que tiene delante.

Y ese canalón... un tubo de hojalata abollada desde donde el hielo derretido gotea sobre la acera de asfalto ondulado. Estoy obligado a estudiarlo para que no desaparezca de mi conciencia... porque eso lo equipararía con la muerte.

El canalón pertenece a un conglomerado de edificios amarillentos cuya sumisa resignación a su destino despierta compasión y amor por ellos, por mí, por la raza humana. Aquí se comban, reclamando sólo el derecho a compartir el mismo aire; y el inmenso mural de la bella Mujer Soviética que cosecha trigo y del impasible Cosmonauta Conquistador del Futuro deja intacta su humildad esencial. En la cafetería del subsuelo contiguo sirven una buena sopa de gallina. Este es mi último día, debo recordarlo. También debo recordar las historias que de lo contrario serán cartas del desván arrojadas al incinerador. Como la esquela que una ex amante, embarazada por un condiscípulo, le envió a Aliosha. «Querido Alioshik —escribió la joven desde la maternidad—, ojalá la pequeña Natastinka fuera tuya. La gente me sigue abochornando. Por favor ven a vemos si no estás ocupado.»

Quizás este episodio deba sobrevivir por los vestidos que les compró a la madre y la hija. Sin embargo, en la Rusia que voy a abandonar subyacen razones más profundas. Mientras caminaba por estas calles sin pretensiones, me he nutrido al comunicarme con el fuego, el agua, el aire y la tierra que constituyen el universo. Estas materias orgánicas; este planeta de confección casera. Los átomos de la empalizada corroída por la intemperie, que veo allí, están emparentados con los míos. He aprendido que pertenezco a esa totalidad exhausta, misericordiosa, que conocemos por el nombre de Madre Tierra.

 

Les reprocho a mis pies que me hayan traído aquí. La Plaza Roja es para los turistas. El Museo Histórico, castillo de la bruja de un cuento de hadas, que según se rumorea será arrasado muy pronto en el contexto del proyecto de reconstrucción total de Moscú para convertirla en una metrópoli «comunista» de acero y cristal. Un autobús cargado de elegantes turistas franceses que se dirigen al mausoleo. Y el Museo Central Lenin... donde, antes de conocer a Aliosha, llevaba a mis primeras conquistas para escapar del frío, y para magrearlas furtivamente oculto detrás de los corrillos de visitantes que escuchaban, apiñados, las loas al Líder.

Nunca he visto tanta gente en la plaza, excepto durante los desfiles oficiales. Los visitantes de provincias, que no sueltan a sus niños, contemplan estupefactos los monumentos o disfrutan de un respiro después de la locura de las tiendas GUM. Inmediatamente antes de las dos, millares de personas se agolpan para asistir al cambio de guardia del mausoleo, ese homenaje a la existencia del país que se celebra hora tras hora, y que combina la idolatría religiosa del estado policiaco con su veneración por las armas. El reloj repica sus famosas campanadas; los soldados marchan con paso de ganso hacia sus puestos, con la bayoneta calada, con una devoción fanática estampada en sus rostros campesinos. La multitud mira hastiada o reverente, pero aparentemente nadie siente náuseas como yo. Me pregunto qué piensan en verdad acerca de la momia-icono que descansa sobre el catafalco interior.

—¿No se les helarán los pies? —le pregunta una niña a su madre, refiriéndose a los soldados que están rígidos como estatuas en la entrada de la cripta.

—Hoy no hace frío.

—¿Y los otros días?

—Sí, a esos muchachos les resulta difícil montar guardia allí, sin moverse.

Detrás de ellas, un provinciano ilustra a otro:

—Antes Stalin también estaba aquí. Ahora Lenin está solo. Las cosas cambian.

Una madre madura consuela a su hija con trenzas:

—¿Tienes hambre, Taniechka? Iremos a casa y te prepararé una rica sopita.

De modo que también aquí, en el sanctasanctórum del leninismo, interviene el elemento humano. Lo que echaré de menos amargamente será esta inocencia infanticlass="underline" el pueblo ruso, largamente explotado y siempre engañado, vulnerable a colosales estafas religiosas y políticas, conserva empero la pureza y la naturalidad que puede hacer al hombre sentirse limpio. Aún no es demasiado tarde: quizá debería quedarme aquí como traductor, eternamente servil pero donde podría alcanzar este don.

La estridencia de un alboroto interrumpe estas cavilaciones familiares. Me abro paso para ver a un mayor de rostro escarlata que vitupera a una joven pareja —él ataviado con un traje negro, ella con un vestido blanco— que celebra su boda con la tradicional visita a la Plaza Roja. El oficial controla la atalaya oculta desde donde se vigila constantemente el lugar sagrado.

—¿De modo que os gustan las bromas? —ruge—. Esta no pasará inadvertida. Mostrad vuestros documentos.

La mortificada pareja suplica perdón. Su crimen consistió en fotografiarse recíprocamente con un armario de baño, un regalo de bodas que acababan de recoger en GUM, teniendo como fondo el mausoleo del maestro, «allí mismo». Las amenazas de castigo por el sacrilegio, que continúa profiriendo el mayor, llegan a mis oídos apagadas por una nueva precipitación de nieve húmeda, en el preciso momento en que abandono por última ver la Plaza Roja. Lenin está en verdad «más vivo que los vivos».

 

La claridad del día invernal está menguando. Expira mi plazo. La trivialidad del simbolismo no me avergüenza: los movimientos de la Rusia impoluta son determinados aún, de mil maneras, por el ángulo del sol. Pero mi compulsión a exagerar se ha salido con la suya. Marcho por la Kalinin Prospekt y paso frente a la Biblioteca Lenin, recordando a Ilia Alexandrovich, el anciano príncipe. Una mirada a la bibliografía reunida en el Museo Británico sobre el almirante Kolchak me bastó para comprender que Ilia nunca podrá componer más que una reseña de los archivos rusos blancos que se conservan en el exterior. La arriesgada y combativa investigación de ese hombre valeroso ya ha sido escrita hace mucho tiempo, y mejor. Sus afanes secretos sólo parecen originales e importantes en este mundo cerrado... y yo me sentí muy propenso a dejarme engañar.

¿He demolido también a Aliosha en esta conspiración para levantar mi ánimo? Pero la verdad es que Moscú se marchitó después de su muerte. La chispa se ha extinguido, el toque común.

Incluso las personas que sólo le conocían superficialmente quedaron a la deriva. Y ciertas frases que ya parecían atrofiadas por el uso excesivo que la propaganda hace de ellas, siguen circulando, referidas a él, entre la intelligentsia. Aliosha era un «enamorado de la vida», «bullente de vida», «irreemplazable».