Выбрать главу

Aquella mañana en que partí hacia Londres, en el pasado mes de julio, pareció extraída de un filme de los Tres Chiflados, Aunque tarde como siempre, Aliosha y yo tuvimos que cerrar una transacción de último momento relacionada con un sujetador de corbata. Después pasamos a buscar a una linda chica. Después corrimos a la Galería Tretiakov y nos hicimos franquear la entrada con un discurso delirante: habíamos dejado para el último minuto la inspección de iconos, planeada durante tanto tiempo, y ese resultó ser precisamente el «día de desinfección» del museo. Después fuimos a la calle Gorki, para buscar los ingredientes del blini, mi postrer antojo, pero los mostradores vacíos nos obligaron a sobornar al administrador del restaurante más próximo, donde compramos el salmón ahumado.

Durante la carrera de regreso a casa, volvimos a detenemos en una tienda de comestibles para comprar otras provisiones, e incorporamos a la fiesta a dos chicas que aguardaban en el patio. Los brindis nos hicieron reír a carcajadas. Engullimos los blinis mientras aún crepitaban, recién salidos de la sartén. ¿Partir sin un festejo apropiado? ¡Jamás! Mejor era devorar, chupar y reír corriendo contra el reloj.

De pronto pensamos que las maletas vacías —yo había vendido o regalado todo, excepto el traje que llevaba puesto— despertarían tantas sospechas en la aduana como si estuvieran llenas de iconos. Aliosha trepó sobre las sillas, desgarró viejas cajas y saqueó la habitación para suministrarme «prendas londinenses» —cualquier cosa que no se pudiera vender ni siquiera en las tiendas de artículos de segunda mano, por lo vieja o lo raída— mientras aprovechábamos la oportunidad para comunicarle al micrófono oculto que el pueblo soviético no le negaba nada al proletariado occidental desnudo. Llenó mis maletas con harapos, y remató el total, rumbosamente, con un suéter que yo mismo le había regalado y que ahora estaba lleno de agujeros. Lo mejor fueron las corbatas anchas de los años 40, que aún ostentaban rótulos occidentales. ¿Cómo podía probar el vista de aduanas que esas cosas no eran mías? «Elegancia que marca rumbos, señor; los imitadores marchan muchos años a la zaga». La cháchara de Aliosha, de doble sentido, escarnecía todo lo que éramos y procurábamos ser, y convertía la incongruencia del atuendo en una parodia hilarante, aunque trágica, de nuestro desgraciado desbarajuste. Nos desternillamos de risa.

Eso sucedió hace apenas seis meses, cuando el cáncer ya había comenzado el trayecto hacia sus pulmones.

Nos zampamos los últimos blinis en el coche. Un neumático se pinchó a la vista del aeropuerto y él trató de rechazar mi ayuda porque yo iba «allí» y debía conservar las manos limpias. Mientras llevábamos mi equipaje al mostrador, corriendo, me susurraba en el oído instrucciones jocosas para mi estancia en Londres. Sólo sus ojos traicionaban la esperanza de que el vuelo fuera cancelado.

La claridad del día invernal está menguando. Las últimas risas reverberan contra las nubes.

 

Se halla en el interior de la pequeña oficina de correos de la plaza de Octubre y es la fiel imagen de una chica siberiana que, hace un eón, me invitó a coger un tren y a instalarme con ella en Irkutsk. Su expresión delata que no tiene dónde dormir, ni dinero para gastar, nada que hacer hasta que oigo ponga fin a su hastío. Veo sus pezones cuando los exhibe dócilmente. Recuerdo la exultación del pasado desfile. Todas las chicas complacientes que ingresaban en la categoría de seres que jamás volvería a ver...

Una vez dentro, siento deseos de llenar mi vacío interior entregándole los rublos que ya no necesito. Me acerco a la ventanilla de telegramas y se los envío a Nina, mientras me pregunto si al firmar la remesa demoraré la cicatrización de sus heridas.

 

No pude sepultarlo en el cementerio donde habían enterrado a su madre, de modo que el funeral se celebró aquí, en este cementerio nuevo. Un vasto solar situado detrás de los esqueletos de una urbanización, pero le habría gustado su nombre —Vostiakovskoic— por su antigua connotación eslava. Quizá también le habrían conmovido las multitudes: los cuidadores dijeron que se trataba de uno de los entierros particulares más concurridos que podían recordar. Era una blanca mascarilla mortuoria en el ataúd de madera tosca, acompañado por colegas, delincuentes, ex amantes, troupes de amigos de diversas clases. La cola para depositar el beso ritual sobre la frente helada se extendía por el lodazal.

Luego los panegíricos: tiernos, graciosos, vehementemente personales y sin embargo universales. Sutiles y sinceramente sentimentales, según la tradición oral rusa: dignos de él. El presidente de su Oficina de Consultas Jurídicas alabó su lucidez profesional; un director de cine evocó los cafés de los años 50, donde la gente se divertía con Aliosha en persona o hablando sobre su talento... El viento que lanzaba nieve contra los ojos me ayudó a sumirme en mis recuerdos personales. Le vi encorvado debajo de la lámpara, zurciendo sus calzoncillos como lo hacía a veces al regresar de una velada de gala, tocado por la triste pantomima humana que es la esencia de los grandes payasos. Le recordé saliendo del apartamento, de espaldas, una noche, cuando una chica quiso quedarse a solas conmigo. Pensé que se había ido a pasear en el coche, pero más tarde, cuando entré en el aseo, lo encontré durmiendo en la bañera, exhausto después de toda una jomada de correrías. Me miró cariñosamente por encima del agua y se llevó un dedo a los labios.

—Shhh... —susurró, fingiendo que yo necesitaba que me lo recordara para no asustar a la muchacha.

«Los últimos momentos se fugan, uno a uno, irrecuperables.»

De pronto me di cuenta de que su primera esposa estaba sobre el montículo, denigrando su «comportamiento infantil». Explicando que ella había madurado, pero él no... y que ese había sido el problema de Aliosha. Todos se sobresaltaron más nadie contestó. Intenté pronunciar un discurso, pero mi dominio del idioma ruso se diluyó precisamente cuando debía ser más pulcro. Entre los centenares de pares de ojos que me miraban, reconocí los de Anastasia, que me manifestaba su gratitud porque ella entendía.

La invectiva de su esposa estuvo condimentada por un intercambio de regateos entre un grupo de deudos que se disputaban los lastimosos trofeos de su herencia. Luego, dos amigos de sus tiempos de petimetre bisbisearon, por separado, que durante todo el tiempo Aliosha había pasado informes sobre mi persona a la KGB. Sus fábulas y su fingida preocupación llevaban la marca de las tramoyas de Bastardo. Vaya país, donde la gente debe proceder así, incluso con los muertos. Y ellos ni siquiera debían proceder así: se habían vendido por algún insignificante privilegio.

Al día siguiente, Nina y yo estábamos solos junto a la tumba. Habían robado nuestras coronas de flores. Habían sido los adolescentes que las vendían a quienes llegaban una hora más tarde al cementerio: así ganaban más que en una fábrica. Eso, en el país que ha «eliminado las causas objetivas del crimen» y que lleva a prisión a quienes impugnan dicho axioma. A Aliosha le habían encantado las flores durante su estancia en el hospital. Para proteger éstas de la escarcha, habíamos construido pequeñas tiendas con ramas de abeto.

Pasará un año hasta que coloquen la lápida. Permanezco junto a la tumba hasta que ésta me da las fuerzas necesarias para partir. En el mundo no hay un lugar más apacible.

 

El icono está ahora en mí baúl, que a su vez descansa en el portamaletas del coche. El voluminoso Chaika me acuna como si fuera uno de los potentados para los que lo diseñaron. Damos una vuelta en torno del hotel Moscú, y la poderosa suspensión amortigua los baches. Aceleramos para adelantarnos a una luz roja en la Prospekt Marx, y el radiador se empina antes de que dejemos atrás a los vehículos menos potentes. El nuestro es de propiedad de Intourist: me han aconsejado que vaya al aeropuerto en el coche de Intourist en lugar de hacerlo por mi cuenta... y que esté allí tres horas antes de la partida del avión.