Выбрать главу

Esa verdad me dejó mudo. Sólo los seres trastornados se dedican a auscultar los trillados misterios y enigmas de este país. Los moscovitas se hurgan las narices, regatean precios, roban todo lo que no está clavado. En las veladas, los sedicentes intelectuales se indignan por cuestiones de «principio» —la auténtica naturaleza de Gorki, las motivaciones de Dalí— acerca de las cuales no saben casi nada. Discuten hoscamente o lanzan palos de ciego.

Estoy harto de esto, y de «introspecciones». Al pueblo ruso no le importa realmente. La interminable contemplación de los Grandes Interrogantes —¿Quién soy? ¿Qué es la Sociedad? ¿Qué es Rusia, y por tanto el mundo?— sólo sirve para disfrazar su indolencia. Y su incapacidad para brindar las pequeñas soluciones —retretes incontaminados, cierres de cremallera en las braguetas— que anhela la mayoría del país. Lo cierto es que mi exploración espiritual sólo pudo parecerme gratificante por contraposición a la pobreza de mis propias emociones, contrapuesta a su vez a la de la vida rusa cotidiana. Y esta última descarga de trivialidades me ha privado de echar una mirada final al hipódromo y al conglomerado de hospitales donde estuvo internado Aliosha.

Hemos dejado atrás la calle Gorki, y con la inmunidad del Chaika a los silbatos policiales aceleramos por la autopista Leningradski. Pasamos por la rada del embalse, donde puedes embarcarte en un crucero fluvial para pasar un día disfrutando de la magia de la campiña rusa. Trasponemos la carretera de circunvalación, por donde el viejo Volga podía dar la vuelta a la ciudad en una hora, en una noche despejada de primavera. Los límites urbanos. La autopista del aeropuerto, una cinta de asfalto por donde transitan los habituales camiones de aspecto militar, y de la cual guardo un solo recuerdo: el de una noche de invierno en que un grupo de jóvenes que encontré celebrando un cumpleaños en un restaurante me condujo hasta allí, para participar en una orgía alcohólica en un chalet próximo a la carretera. Al promediar el día siguiente descubrimos que habíamos gastado en el viaje en taxi nuestros últimos kopeks, literalmente, y saqueamos la habitación en busca de algo para venderle al vecino a cambio del dinero para los billetes de autobús. Luego las chicas espiaron a través de los deshilachados visillos y salieron a explorar el terreno antes de que yo me asomara, aunque todas esas precauciones habrían sido inútiles si la policía o la KGB nos hubiera seguido desde el restaurante. ¡Oh, aquellos tiempos de placeres sencillos!

Los ojos del chófer, que me vigilaban por el espejo retrovisor, interrumpen el fluir de los recuerdos. Me controla con la misma pericia con que guía el automóvil, porque aunque ambos conocemos su misión, tiene suficiente confianza en sí mismo para no sentirse obligado a hablar de trivialidades. Las notas autobiográficas de Aliosha consisten, principalmente, en breves descripciones de circunstancias y lugares, pero el material jurídico es realmente incriminatorio. Su expediente más reciente documenta los procedimientos increíblemente torpes de un investigador, un fiscal y un juez en un caso de asesinato. El tribunal de apelación confirmó, posteriormente, el veredicto, porque le repugnaba complacer a un hombre ya condenado. El cliente inocente de Aliosha fue sentenciado a diez años de cárcel, y un funcionario le ¿lijo que «dejara de lloriquear, porque no lo fusilarían».

¡Zura! Pasamos a un Volga negro del Gobierno, con chófer oficial, cuyo pasajero entreabre los visillos para miramos mientras mi compañero de viaje y yo intercambiamos débiles sonrisas. Luego dejamos atrás a un camión cisterna que hace las veces de quitanieves, y cuya conductora tocada con un pañuelo parece extraída de un filme de la Segunda Guerra Mundial. Todo es muy bonito, pero en mi papel de rehén que viaja hada la guarida de los facinerosos, yo también soy un personaje de cine estereotipado.

Preferiría pensar en el verano, cuando todo cambia. Cuando el sol es bochornoso incluso en estos campos, y m las mejores noches Moscú— se puebla de aire fragante y de jóvenes que pasean con vestidos veraniegos. En los estadios de fútbol de la Universidad aparecen los guantes de béisbol, blandidos por parlanchines estudiantes cubanos: los imperialistas yanquis le impusieron inteligentemente el juego a la explotada Cuba, décadas atrás, para que los cubanos infectaran con él a la patria soviética. El chasquido de la pelota contra el palo, el murmullo de los insectos y ruiseñores, la profusión de flores silvestres rusas y de aromas embriagantes...

La curva del camino de acceso. Otros dos minutos atravesando una tarjeta postal de Vermont, con una capa ininterrumpida de nieve y abetos esculturales, cada una de cuyas ramas está maravillosamente tapizada. Pasamos por el viejo aeropuerto e ingresamos en el internacional de Sheremetievo... directamente hasta la puerta principal, porque éste no es el Kennedy con su fragor de bocinazos. La nueva terminal está llena de las habituales combaduras, fisuras y grietas. Aquí construyen tan mal, alardeando tan bulliciosamente de los resultados... y me alegro de que sea así: tal vez esta misma debilidad jactanciosa me facilitará las cosas adentro.

Además, es víspera de Año Nuevo: quizás el personal de Ja aduana estará muy ocupado en la tarea de encubrirse mutuamente mientras lleva a cabo los brindis a hurtadillas, y no tendrá tiempo de organizar registros minuciosos. Es posible que me salve la vieja ineptitud rusa, y la entrada desierta de la terminal parece confirmar que no planean nada siniestro. Controlo mi palpitante impulso de echar a correr y arrojar el icono en un retrete.

El apacible norteamericano recupera su maleta aerodinámica y desaparece con evidente alivio. El chófer me ayuda a descargar metódicamente mis bultos más pesados, pero ni siquiera acepta un bolígrafo como propina... lo cual me convence definitivamente de que no es un chófer común.

Me mira con expresión incrédula, y está a punto de detenerme porque no entro en el edificio como debería hacerlo sino que me encamino hacia una cabina telefónica situada en una esquina. Sé que está convencido de que voy a delatarlo a la embajada norteamericana o a algún otro organismo. Al diablo con él. He escuchado la señal que esperaba. Voy a despedirme nuevamente de Anastasia.

En realidad no será una despedida, sino un auténtico saludo. Algún día, de alguna manera, volveré a ella. No puedo imaginar cómo, pero sé que ella será mi vínculo con esta tierra... porque simboliza su belleza y su verdad.

Corro peligro de reincidir en mi viejo autoengaño, pero me siento fortalecido por una certidumbre que me transmiten súbitamente todos los grandes escritores rusos. Es posible que el gobierno del momento sea cruel, que los mujiks sean borrachos, que la clase acomodada o los intelectuales sean serviles, pero las mujeres son nobles. Ellas presiden la novela rusa porque su entrega innata a la virtud las eleva por encima de la inmundicia cotidiana. Mis propios pensamientos acerca de Anastasia se encaminaban torpemente hacia esa comprensión psicológica de la literatura rusa. Hace meses que intuyo esto.

No la abrumaré con semejantes ideas sino que me limitaré a recordarle la conversación que mantuvimos después del funeral, conversación que, bien lo sabe, excluye las falsas promesas. Necesita un poco más de seguridad, y yo puedo dársela. Le diré que una de las razones por las cuales deseo volver a casa consiste en que así descubriremos dónde encajamos... en una analogía con las «cosa reales» de nuestro poema de Esenin, y no sólo con los idilios estivales en Noruega. Nunca deberá dudar de esto, aunque no le escriba por las vías normales. Cuando llegue la hora, encontraré la forma de comunicarme con ella.

Y quiero saber dónde estará, para poder levantar mi copa a medianoche. Afortunadamente, aún tengo una reserva de monedas de dos kopeks para el teléfono: último fruto de las lecciones de Aliosha. Mis dedos marcan espontáneamente su número. Entre la oscuridad y la luz diurna: a esta hora estará en casa. Maldición, en su residencia siempre tardan una infinitud en contestar. Por fin alguien me atiende... número equivocado.