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Vuelvo a marcar. Responde la misma mujer, que esta vez me injuria antes de colgar violentamente el auricular. ¿Qué nueva locura es ésta? Recuerdo su número en mis sueños más profundos. Los millones de averías mecánicas que se producen diariamente en Rusia te anonadan, aunque sepas ser hombre. Debo hacer la llamada de mi vida, y por supuesto no lo logro... porque existe un sistema de obstáculos encaminados a despojarte de tus derechos y tu dignidad, que te reduce a la insignificancia por procedimientos que nunca habías imaginado.

Pero antes de que mi indignación se desborde, una voz más prudente me dice que despotricar contra los defectos del teléfono es una vieja artimaña para no encarnizarme con los míos propios. Dejo mis cosas en el suelo y busco la agenda para descartar la remota posibilidad de que haya traspuesto los dígitos de su número. El chófer echa miradas periódicas al interior de la terminal, aguardando instrucciones, y su presencia es tan obvia como la de los observadores de la policía en las tiendas donde se paga en divisas fuertes. Anoche, para precaverme contra un desastre, arranqué las páginas de la libretita negra que identificaban a personas con las que tal vez la KGB no me ha asociado categóricamente. Pero la vieja anotación bajo el encabezamiento «Junquillo» está allí, y mi memoria no ha equivocado el número.

Desde los ventanales de la terminal la iluminación fluorescente proyecta un resplandor tétrico sobre la nieve crujiente y el silencio es extraordinario para el lugar en que me hallo. Es asombrosa la forma en que un nuevo peligro, que se antepone súbitamente a otro que te aterra desde hace mucho tiempo, puede cambiar tu perspectiva y neutralizar al segundo. Cuando tenía doce años, pasé varias semanas sin dormir porque el dueño de una tienda que me había sorprendido mientras hurtaba algunos de sus artículos, amenazó con venir a nuestra casa. Tanto miedo para nada: cuando al fin apareció mis padres acababan de anunciar su separación y nadie le hizo caso. Ahora la contingencia que me espera en la aduana, e incluso el castigo posterior, se diluyen de la misma manera. La pena máxima que se atreverán a imponerme será de un par de años, en tanto que es posible que todo nuestro futuro dependa de que me explaye claramente con Anastasia y conmigo.

Lo único que temo es que algo —¿un dispositivo de la KGB para impedir la comunicación desde el aeropuerto?— haya desquiciado este teléfono. Marco por tercera vez: la línea está ocupada. Entonces llevo a cabo una tentativa tras otra, sin interrupción. El rugido de un avión que carretea se desencadena en el peor momento, pues ahogará nuestras voces si se produce una mala conexión. El chófer, que no se ha movido de la entrada, indina la cabeza en dirección a mí. Pero yo no capitulo... y triunfo: el teléfono llama. Por algún motivo intuyo que Anastasia me atenderá personalmente.

Dios mío; ¡nuevamente la arpía enfurecida!

—¡Escuche, por favor, no corte! —Lanzo esta exclamación antes de que ella tenga tiempo de colgar violentamente el auricular. He recurrido instintivamente al medio más eficaz que existe para retener la atención de las telefonistas, los porteros y otros extraños—. No vuelva a cortar, por favor. Soy extranjero y no entiendo por qué siempre su número...

—¡Un extranjero!

El aullido aterrorizado de la mujer me hace saber que se trata de una oficinista de sesenta años, que enviudó durante las purgas y quedó acobardada por décadas de opresión. Aún se rige por las leyes de la era de Stalin, en virtud de las cuales la llamada de un extranjero es el beso de la Mafia. Arroja lejos el pérfido instrumentó que tiene en la mano y no vuelve a soltar el aliento hasta que ha pasado el peligro.

¿De modo que estoy vencido? ¿Sin saber por qué? Aguardo el solaz del nuevo plan que aflorará automáticamente al descalabrarse el anterior, pero no descubro nada sensato, y menos aún positivo, en la circunstancia que ha frustrado esta última conversación con Anastasia. Si hubiera querido apaciguarla realmente, la idea se me debería haber ocurrido cuando tenía tiempo suficiente para hacer algo más que una llamada dramática desde el aeropuerto. Tendré que comunicarme con ella de otra manera, sin la recompensa inmediata de su voz y su renovada amistad. Sea como fuere, por primera vez prefiero hacer algo por Anastasia, en lugar de conformarme con prometérselo.

La vida continúa. Me encasqueto el sombrero. Recuerdo el chiste que hizo Aliosha cuando cosió la copa, para achicarla, porque era demasiado holgada. Del fondo de su memoria exhumó la frase «cabeza hinchada», en inglés, adaptándola a la circunstancia inversa y satirizando simultáneamente a Malenkov. Pero la treta consiste en encauzar parte de esta energía generadora de nostalgia hacia la actividad física, pues mis ensueños no transportarán el baúl hasta el mostrador de equipajes.

Me extraña no haber visto antes esta escena final. Libre del deja vu, llevo el baúl hacia la entrada, cargando también el resto de mis maletas en una torpe gavota de brazos tensos y dedos estirados. Aunque ha refrescado, tengo la ropa interior sudada. No, no volveré a la cabina telefónica para buscar los guantes de vellón.

Llego a la entrada, consciente de los ojos que siguen mi marcha. El chófer conversa con un hombre más joven que se hace pasar por otro conductor, pero ninguno de los dos se mueve para ayudarme a abrir la puerta de dos hojas. Además son hojas pesadas: debo escribir ese ensayo. Aunque debería ser soberanamente indiferente a la opinión de los dos matones, algo me impulsa a desplegar mi fortaleza embistiendo la puerta y bregando sin descanso. La humillación de dejar caer las maletas me inspira más miedo que la posibilidad de que me arresten adentro.

El entumecimiento que aligera mis brazos también desenfoca placenteramente mí visión. Es el fenómeno archiconocido de la conciencia escindida que separa mi personalidad consciente de la actuante. Lo primero que descubro es que ése no es el edificio desde donde parten los vuelos internacionales sino un escenario de Mosfílm para una aventura de espionaje presuntamente situada en Occidente: una de ésas que tanto le gustaban a Viktor, mi antiguo compañero de cuarto. El buen y viejo Viktor, a quien aprendí a estimar sólo cuando lo reemplazaron por individuos más rústicos, así como los intelectuales de Moscú le tomaron cariño a Krushchev durante la época de dominio de Brezhnev.

Un destacamento de soldados atraviesa una vasta extensión dé baldosas nuevas, cuyos desniveles parecen ondular bajo el resplandor fluorescente. Una pareja de turistas busca nerviosamente el documento que refleja sus compras de rublos, documento que deben entregar para poder salir del país. Mi compañero de .viaje del Chaika me mira como si yo acabara de salir de un cruento accidente. Me pregunto qué ve en mi cara, qué es lo que le produce esa atónita preocupación. Cuánto lo admiro: es un norteamericano hecho y derecho, sin contrabandos ni ilusiones respecto de Rusia para defender o destruir.

Las encargadas de limpieza, las .rollizas mujeres qué montan guardia en los mostradores, unos pocos mozos de cordel que simulan trabajar. Un altavoz que grazna algo acerca de los problemas de transporté para los pasajeros que llegan. Pero así como los ojos de un ñu se clavarían en una leona en acecho, los míos gravitan hacia un elemento inmóvil dentro de este calidoscopio de desorden cotidiano. Bastardo se yergue como una estaca debajo del mugriento cartel que anuncia «Vuelo BE411, Moscú-Londres». Tiene los guantes doblados en su mano regordeta, como un colaboracionista empeñado en imitar a su jefe de la Gestapo.

¿Bastardo en el aeropuerto? Por supuesto, como tú lo habías previsto. Puesto que ambos sabíamos que las chicas de Intourist tenían instrucciones de alertarle antes de extender mi billete, sus. preguntas harto gastadas acerca de la fecha en que «podría partir» formaban parte de las habituales hipocresías con que procuraba vejarme. Ahora me siento seguro de que mi Nuevo Compañero de Habitación le habló hace mucho tiempo del icono,., otra prueba de que Aliosha procedió con tino al aconsejarme que nunca lo guardara en mi cuarto.,