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Recuerdo haber pensado que el afán de castigar que desplegaba Bastardo lo identificaba como el sujeto que supervisaba el mecanismo de las purgas. Tenía una sed de venganza general, y en mi caso específico yo siempre había sabido que tendría que pagar las ocasiones en que le había «despreciado». Me pregunto si sabe que soy judío, si se traga las historias de los periódicos acerca de la «conspiración sionista» encaminada a subyugar a cien millones de árabes y a sabotear la distención soviético-norteamericana mediante la «destrucción de la integridad del presidente Nixon». Es un sujeto capaz de creer que está sobre la pista de un agenté que trabaja simultáneamente para Tel-Aviv y el Pentágono.

Aun desde aquí alcanzo a divisar las verrugas de su rostro: espitas para derramar el vinagre de sus facciones. Consulta él reloj y en mis oídos suena la más necia de las palabras: ¡faga! ¿Pero a dónde, podría escapar, o dónde podría esconderme? Suponiendo que logre escabullirme de algún modo dé este edificio, ¿deberé enfilar hacia la frontera turca? La idea me hace sonreír... craso error, porque Bastardo me ve en ese mismo momento, y él quiere que mi rostro refleje la humilde sujeción a su autoridad. Mientras me inspecciona, la sonrisa, para mi desazón, se transforma en la que fuerzas al pisar un excremento en el metro y al simular complacencia para disimular tu bochorno. La vulgaridad del papel que voy a desempeñar con él me amedrenta.

Esboza una mueca y les hace una seña a sus guardaespaldas, siete u ocho detectives ataviados con uniformes dé vistas de aduana o con el no menos identificable traje de paisano dé U KGB. El anuncio dé. la llegada de un vuelo, en un delicioso inglés digno de Mata Hari, rompe mi concentración. Una mujer salé con paso inseguro de la garita de cambio de moneda extranjera y le susurra algo a una azafata que pasa por ahí, ajena a lo que los demás opinen de su decoro. He aquí lo que me encanta en esta gente. Los rusos riñen, si quieren, en un autobús atestado de pasajeros; sorben estrepitosamente la sopa en un restaurante repleto... sencillamente porque no son engreídos...

Yo contemplo él carácter ruso aun ahora, lo cual me demuestra que esta actitud ha interferido en todo lo que he hecho aquí. Me ha impedido pensar cabalmente en Anastasia como persona en lugar de como mero arquetipo... y me ha impedido pensar en mí. Por alguna razón, he buscado en el ambiente de este país las claves perdidas de lo que quise ser y no fui.

La broma es que una de las necesidades que prometí satisfacer es la de castigo, muy antigua. No se trata sencillamente, como acostumbraba a cavilar en mi ventana, de que Rusia alivie las neurosis porque suministra adversidades objetivas, ni de que te recuerde diariamente la esencia trágica de la vida. Su don más sutil consiste en un sentimiento de mortificación destinado a llenar el morral primordialmente humano del remordimiento. Y si existe una contradicción radical entre la melancolía subyacente que recibí con beneplácito y la feliz infancia rusa que también busqué —como la hay asimismo en el hecho de alabar la espontaneidad de los rusos precisamente cuando Bastardo adopta su pose ridícula a veinte metros de distancia— sólo atino a aventurar que la contradicción es la materia prima de la naturaleza humana. Al poner al descubierto algunas de las mías, Rusia me ha dado vida. Me siento más próximo a mis propias paradojas, más lúcido porque lo que no entiendo acerca de mí mismo ya está más cerca de la superficie: quizás un día lo descifraré. La última ironía consiste en que probablemente es ahora cuando conoceré por primera vez la persecución auténtica, ahora, cuando menos lo necesitó porque quiero volver a mi país, plantar los pies sobre la tierra, dejar de engañarme con ilusiones.

Mientras arrastro el baúl hada el mostrador, Bastardo pone en movimiento a uno de sus policías de paisano. ¿Para explorar el terreno? El secuaz procura colocarse donde yo no lo vea, alerta como sí esperara que desenfunde un revólver, y al mismo tiempo trate de pasar inadvertido, sin duda porque eso es lo que le han enseñado. El sujeto está literalmente de puntillas, y cuando le miro directamente continúa reptando por el césped inexistente, como si no lo hubiera descubierto. Entre tanto, los vistas de aduanas despejan el mostrador para hurgar mi equipaje.

La vida continúa al margen de esta farsa. Una turista de edad intermedia queda prendada del pueblo soviético porque un mecánico de la banda trasportadora de maletas le devuelve un guante que se le ha caído. En un mostrador contiguo al mío, le ordenan sotto voce a un posible pasajero ruso, indudablemente un técnico que parte hacia el extranjero, que se haga inmediatamente a un lado y les dé prioridad de paso a los extranjeros. Aparece un piloto de Aeroflot, con el uniforme arrugado y escarbándole los dientes: seguramente es la fiel imagen del que tripulaba el avión con el que se estrelló Joe Sourian.

Se adelanta otro lugarteniente. Sin duda el personal del aeropuerto sabe lo que se proponen hacer conmigo: para ellos esto es historia antigua. Pero me asombra que ninguno de los extranjeros desconfíe. De modo que así fue como realizaron los arrestos masivos de los años 30. No hubo oposición porque cada uno de los hombres marcados estaba solo. Aislado de toda solidaridad humana, aún aquí, en nuestro aeropuerto internacional. Podría gritar, ¿pero para qué asustar a turistas inocentes? Tal como están las cosas, incluso los que vienen como peregrinos a la Meca del socialismo están ansiosos por marcharse. Además, soy culpable. Si llamara la atención sobre el descubrimiento del icono, les haría un favor a mis captores.

Será mejor que apechugue solo. Este no es el desafío que eligiría si se me presentara una nueva oportunidad, pero es el que me ha tocado en suerte. Bastardo coge un teléfono y anuncia algo, como si ésta fuese su hora en la historia del marxismo-leninismo—. No quiero oír la voz arrastrada que él misma odia. Ni mirarle a los ojos;

Estornuda y se encoleriza aún más. Esa expresión es la misma de una noche cuando él repetía algo que no alcanzaba a entender y yo insistía con mi apocado «¿Cómo dice?» Con su frágil amor propio corroído, repitió tercamente la palabra. De pronto descifré «el liderazgo de Spiro Agnew» en medio de su acento de cómico de televisión, y lancé una carcajada tan violenta que le rodé con vino. Tinto de Georgia sobre púrpura ruso: ¡formidable!

Ahora sus secuaces están muy pálidos. Locos, ¿qué pueden temer de la presa? Pero no me engaño, ni siquiera en medio de mi propio nerviosismo. Quizá tienen miedo de hacer el ridículo, como Bastardo con su falsa dirección para enviar los cables.

Lo gracioso es que estoy metido en este berenjenal a pesar de que prácticamente no he tenido contacto con los disidentes que son tan importantes para la mayoría de los otros norteamericanos que visitan Rusia. A veces pensé que los nombres que figuraban en los titulares de la prensa occidental eran los de los rusos menos representativos, pero la razón por la cual no trabé contacto fue sencillamente que la suerte no quiso que me encontrara con ellos. El único escritor célebre de la «oposición» con quien me crucé en una oportunidad desertó más tarde durante un viaje a Londres, se ganó muchas páginas de publicidad lisonjera... y me hizo una jugada sucia a la que en esa oportunidad no pude dar crédito. Para demostrar su lealtad y evitar que le cancelaran el visado en el último momento, inventó información acerca de un norteamericano que presuntamente había intentado venderle dólares, y para darle a su historia más verosimilitud eligió un nombre auténtico... el mío. Mientras la prensa mundial alababa su gallarda honestidad, dos hombres me interrogaban arteramente en la Universidad, y esa fue una de las razones por las cuales Bastardo quiso conocerme ya antes de que se enfermara Aliosha. Pero aunque en el contexto de esa tramoya compartía —por razones muy distintas— la opinión de Bastardo acerca del héroe-que-eligió-la-libertad, trata de explicarle la verdad a un sujeto con ideas unilaterales sobre los enemigos-de-la-Madre-Patria. Trata de explicársela, ya que de eso hablamos, a los admiradores occidentales de cualquier ruso que aborrece el régimen soviético. En toda circunstancia lo ven como un disidente gloriosamente abnegado.