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En este mundo, todavía soy alguien. Al fin y al cabo, «occidental» es, por sí solo, un título. En el nivel más bajo, me da acceso a la goma de mascar y los Camels, que sirven para comprar el mismo tipo de deferencia y de atenciones de la misma categoría de europeos de pesquera que servían a los reclutas norteamericanos. En el más alto, intelectuales mucho más cultos que yo solicitan mi parecer sólo porque provengo de «allá lejos». ¡Es irónico que yo, que experimentaba el habitual desprecio juvenil por el capitalismo, me sienta un plutócrata, por primera vez, en la Madre Patria del Socialismo! Los restaurantes son inferiores, ¿pero en qué otro lugar podría disfrutar de lo mejor, y de los asientos de primera fila para todas las obras en todos los teatros?

En ninguna otra ciudad los lujos están a mi disposición como lo están los de Moscú. En ningún otro lugar me hacen sentir tan próximo a las Grandes Cosas... lo cual es muy importante para mí. Yo, que en mi terruño soy uno entre diez millones, me convierto aquí en un prohombre: una atracción y una celebridad, sin haber alcanzado siquiera el falso éxito. De modo que la tentación de quedarme es muy grande, aunque sé que ningún occidental puede alimentar la esperanza de permanecer en Moscú sin acabar por entrar al servicio de la KGB.

En el nadir de la autocompasión, mis pensamientos bajan desde este nivel hasta las visiones más infames de mí mismo, y gruño contra la almohada. Pero hoy el pánico de lo que será de mí está lejos, y me regodeo en una tregua como la que disfruta un enfermo entre dos accesos de su mal. A veces transcurren semanas durante las cuales vivo dichosamente libre del pánico consciente. («¿Qué harás cuando seas grande, muchacho?» «No lo seré nunca.») Mientras tanto, la tenue pena que es mi mejor amiga envía mensajes palpitantes desde adentro, y sobrenado en un limbo perpetúo. Puesto que conozco la desgracia que me aguarda, floto como el vagabundo que siempre he querido y temido ser, con la esperanza de que este tétrico año concluya pronto para poner fin a mi aprensión, y, simultáneamente, con la esperanza de que el refugio de la indefinición perdure eternamente.

Quizás éste estaba destinado a ser el año de mi ruina, y en cualquier parte me habría sucedido lo mismo. Tal vez era inevitable que al aproximarme al último punto crucial del camino hacia la «madurez» y hacia la cátedra que constituiría la de esta madurez, yo descubriese mi incompetencia y huyera. ¿O acaso Rusia es responsable del derrumbe de la escrupulosidad y los hábitos ordenados que me sustentaban, de todo lo que necesitaba —especialmente un oído sordo respecto de mis angustias más íntimas— para sostenerme en el mundo de alta clase media profesional? Desgraciadamente, la única actividad que desarrollo correctamente aquí —sumergirme en los placeres y en las amarguras paralizantes de la vida cotidiana— es la que me ha demolido. Pero tal vez la misma Madre Rusia encontrará la forma de salvarme. O yo pondré en orden mis relaciones con Anastasia y seremos eternamente felices.

Marusa acaba de abrir la despensa para las ventas vespertinas. Se trata de una simple habitación para una sola persona, situada en el extremo del último corredor, y trasformada en una minúscula tienda de comestibles: un cubículo polvoriento, con estantes forrados en hule, lo que acostumbrábamos a definir como una nevera y arcones de hogazas marrones entregadas dos veces por día. Además de pan, Marusa vende salchichas, queso, leche, yogurt, azúcar y, ocasionalmente, unas manzanas escuálidas, magulladas que cuestan (a precios oficiales, porque su pequeño establecimiento es una sucursal del Trust de Comestibles) el equivalente de 5,50 dólares el kilo. El yogurt es natural, y el pan es agrio, delicioso y lleno de vida. Los otros productos podrían proceder de una remesa de ayuda a las víctimas de las inundaciones. También en la cafetería principal, incluso en la más costosa a la que acuden los profesores y los estudiantes ricos, la comida es cada vez peor. Aparentemente, esto sucede todos los inviernos, cuando desaparecen los productos frescos. Pero los últimos problemas que ha sufrido la agricultura han reducido incluso el kasha y los macarrones a una papilla inmunda.

Marusa es incendiaria: la imagino injuriando, durante la guerra civil, a los banqueros de chistera y a los monopolistas extranjeros. Es una rubia menuda y teñida, bella y provocativa, a pesar de su guardapolvo manchado y del exceso de maquillaje que sólo sirve para subrayar el desgaste de sus facciones. (Ha estado casada tres veces, la última vez con un camionero que, según dice Marusa, no puede competir con ella a la hora de beber.) En ocasiones flirtea con sus clientes, y otras veces les grita en una estridente jerga de dase obrera. Como la mayoría de los rusos de su cuna, es una socialista fanática que odia casi tanto la idea del capitalismo como la realidad del trabajo.

—Dejen de fastidiarme, buitres, y no pierdan el tiempo haciendo cola. No hay más crema agria. Nada. Pueden pudrirse ahí hasta que termine el día, porque no atenderé a nadie más.

Pero a pesar de sus gritos los estudiantes siguen incorporándose a la fila. (Es más corta que la que exige una hora de espera en las cafeterías, donde incluso los que esperan leen novelas para pasar el tiempo. Además, no todos los estudiantes pueden pagar sesenta kopeks por una comida completa.) Saben que si ruegan, suplican, coquetean, azuzan, Marusa acabará atendiéndoles a todos, aunque sea con tarros de crema agria descubiertos por arte de magia. ¿Por qué no puede realizar sencillamente su tarea, sin maldecir primero, reconciliarse después y hacer finalmente una ofrenda de paz? ¿Por qué en este país no es posible completar la transacción más rutinaria sin transformarla en un conflicto? Comprar aquí una lata de arenque supone exponerse a una aventura sociológica. Nunca se trata de ofrecer dinero mudo a cambio de una lata inanimada, sino de entablar un trueque humano en el cual ambas partes deben invertir una parte de sus personalidades: un intercambio que empieza por la frustración adecuada y concluye por la satisfacción.

Marusa la socialista. No lo digo con intención irónica, porque ella está absolutamente convencida de que el socialismo es progresista, ennoblecedor y moralmente irreprochable, en tanto que el capitalismo engendra el envilecimiento y el fraude, además de la explotación. Sus propias trapacerías no invalidan los principios generales. Lo que ocurre, sencillamente, es que las cosas se hacen así.

Marusa pesa espectacularmente todo hasta el último gramo, agregando y quitando una pizca, agregando otra vez, quitando luego el último ápice de salchicha o de queso, para equilibrar la balanza. Sin embargo todos saben que se esmera por desplumar a los clientes y a la casa, o sea, el Estado. La gente acepta que el hurto forma parte de la actividad de todas las vendedoras y dependientas del país. Maniobran con la balanza, pesan los productos con el papel de envolver para aumentar unos gramos, reemplazan el queso por otro más barato, cortan el pan de modo que en ambos extremos queden sendas rebanadas para ellos. El timo es de apenas un kopek en cada compra, pero eso les basta a los culpables para vivir, cosa que do podrían hacer con sus magros sueldos. El robo es tan endémico del sistema como lo son las precauciones extraordinarias que se adoptan para evitarlo —literalmente nada que pueda ser movido carece de un candado gigantesco— y el uno y las otras se explican, en parte, por las mismas razones.

En el caso de Marusa, la sisa no es sólo una empresa lucrativa sino también un hábito profesional. Los artículos que vende en su pobre tienda difícilmente justifican el esfuerzo: no tiene vino para aguar, ni granos de café para esparcir (y recoger luego), ni siquiera limones para hurtar. (Un limón de primera calidad cuesta más de lo que ella gana en una hora. Para muchos trabajadores no especializados de la ciudad, y para casi todos los campesinos que viven en el campo, el hecho de beber té con una rodaja del preciado fruto es un lujo reservado para los días festivos... cuando encuentran uno en venta.) Y las sustracciones de Marusa también son indispensables para el tradicional intercambio de bromas.