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—Date prisa, por el amor de Dios —gritan los muchachos hambrientos que están en el final de la cola—. Si dejas de hacer payasadas con la balanza y terminas pronto, te concederemos una bonificación por haber superado tu plan de estafas.

Marusa lanza espumarajos de furia, pero cuando alguien le hace un guiño y pasea los ojos sobre su silueta, finge contener una sonrisa.

—Qué vida tan desgraciada, la mía —gime, mientras limpia el cuchillo mellado contra la cintura de su guardapolvo. Puede sobrevivir a los bombardeos, el hambre y las purgas con heroica impasibilidad, puede luchar en el frente en feroces guerras civiles y nacionales. Pero la rutina diaria de su trabajo en la tienda —teniendo que atenerse a un horario y sirviendo realmente a la gente— supera los límites de lo soportable.

 

¿Por qué me sorprendió descubrir aquí semejante variedad de personalidades? Posiblemente la gama no es mayor que en otras partes, pero parece más heterogénea porque lo que yo esperaba era la uniformidad, como si los doscientos cincuenta millones pudieran encasillarse en las cuatro o cinco categorías que figuran en mis libros de texto. Y también, pienso, porque las personalidades asumen una envergadura mayor que la de la vida reaclass="underline" se trata de extravagantes personajes teatrales contra el telón gris y opaco de la mise-en-scéne rusa. Así como la prostituta teñida de rubio que veo en un restaurante de Moscú es la quintaesencia de las prostitutas teñidas de rubio, así también el joven estudioso, el militante entusiasta y el fanático del fútbol son modelos de sus tipos respectivos.

Incluso los escasos extranjeros parecen más interesantes en este marco. Las corrientes subterráneas de dramas potenciales agudizan la conciencia que tienen de sí mismos. Por ejemplo, un estudiante búlgaro, corpulento y afable, me estrecha la mano con majestuosa solemnidad cada vez que nos cruzamos en el corredor. Parece intuir que tenemos en común algo profundo y peligroso, y aunque ignoro de qué se trata comparto hasta cierto punto esa sensación. A medida que transcurren los meses, su sonrisa se ensancha. ¿En qué estamos comprometidos los dos juntos?

Naturalmente, la gama de rusos es más amplia. Ahí está el misántropo Igor, que fue miembro de la fuerza aérea hasta que su MIG se estrelló hace diez años, destrozando su espléndido cuerpo. Le hicieron revivir milagrosamente, y le equiparon con piernas ortopédicas, pero su espíritu no se recuperó nunca y su amargura autocompasiva arroja una sombra cuando entra en la sala común. Había sido piloto de aviones de combate, rubio y de ojos azules, miembro de la élite de los guerreros soviéticos, con todo el dinero que necesitaba y una muchacha distinta cada semana. Ahora es un tullido de cara marcada, incapaz de engañarse a sí mismo ni a ningún otro. Bebe su pensión a solas, en su cuarto, y apenas finge estudiar.

Y ahí está Serguei Alexandrovich (nadie le llama Seriozha, ni siquiera Serguei), otro hombre adulto (los institutos soviéticos de educación superior aceptan alumnos de hasta treinta y cinco años), que elude a Igor porque le teme y le detesta. Corpulento y fofo, Serguei Alexandrovich es el único homosexual ostensible que he visto en la Universidad, pero la actitud oficial respecto de la homosexualidad lo induce a ser desmedidamente cauteloso. Estudiante graduado de literatura inglesa, prodiga su amor allí donde no corre riesgos, entre los autores muertos de un país lejano. De una era lejana, también porque está convencido de que la literatura inglesa llegó a su apogeo con Dickens, y deplora el envilecimiento posterior que ha experimentado la lengua. Hace algunos meses, satisfice su pedido del diccionario de slang norteamericano, sin el cual los rusos difícilmente logran descifrar las novelas contemporáneas escritas en inglés. Pero aunque me agradeció el obsequio, aborrece lo que éste representa.

—Qué palabras tan abominables. Tan repulsivas, tan innecesarias. Y pensar que se emplean para hacer la literatura, cuya función consiste en ennoblecer. ¡Compilar un diccionario erudito de esos vocablos... qué asco!

Prefiere aprender de memoria un clásico antes que leer por primera vez algo escrito en los últimos cincuenta años, ya se trate de Joyce, de Waugh, de Bellow o de Mailer. Esto hará de él el perfecto profesor de escuela de segunda enseñanza. Por razones políticas —su descripción del capital inglés rapaz y de la clase trabajadora hambrienta— Dickens es la columna vertebral del programa de estudios soviéticos. Cosa extraña, los alumnos de Serguei Alexandrovich sabrán muy poco acerca de la literatura contemporánea, y en este sentido se cumplirán los deseos del Gobierno, pero por razones muy distintas de las que éste esgrime.

Edward también deseaba un diccionario de slang norteamericano, pero no por motivos académicos. Enamorado de todo lo occidental, hace saber que usa ropa interior Eminence o un pañuelo (un poco sucio) para el cuello marca Liberty (la primera se la compró a un estudiante francés, y el segundo lo cambió por un libro ruso agotado), y trata de adoptar un tono informal cuando compara el corte de Brooks Brothers con el de Saville Row. (La joya de su guardarropa es un traje gris de rayas finas que sólo es una talla mayor de la que él usa. Muchos turistas eliminan los rótulos de sus prendas, por precaución, pero este traje lo tenía intacto y su «proveedor» le cobró un fuerte recargo por ello.) El nombre y el aspecto occidentales de Edward —es alto, esbelto, y viste como un alumno atildado de la escuela secundaria— armonizan tristemente. Es el más tenaz y patético de los rusos que rondan a los franceses, los ingleses y, sobre todo, los norteamericanos. Siempre puede hallársele en el cuarto de un occidental, denigrando todo lo ruso. Siempre formula comentarios sagaces sobre críticas de filmes —de filmes que jamás se proyectarán en Rusia— aparecidas en números atrasados de revistas que él ha logrado obtener y examinar. Siempre se esfuerza por manejar con fluidez las últimas modas y el slang. (Evidentemente no le basta conocer el ancho de los pantalones de esta estación y los escándalos de Washington. En una oportunidad trató de enredarme, con su jerga norteamericana, en una discusión acerca del futuro de las acciones de compañías auríferas.) Como un empresario africano recién enriquecido que acaba de regresar de una larga gira por Europa, ha rechazado todos los valores de su propia sociedad. Incluso, y sobre todo, la música y el arte populares rusos, que fascinan a los más determinados disidentes. Puesto que nunca podrá convertirse realmente en uno de nosotros —sus dioses occidentales, ricos y blancos—, su meta más sublime consiste en conquistar testimonios constantes de nuestra aprobación. Como un novato de Harvard que está ansioso por ingresar en un club esnob para estudiantes avanzados, pasa todos los momentos libres del día pisando los talones de algún extranjero.

Incluso Viktor admite, con un «sin comentarios» mascullado entre dientes, que Edward pasa informes a la KGB: de lo contrario, por supuesto, no le permitirían consagrar su vida a la decadencia occidental. Poco después de empezar a visitarme, el mismo Edward me contó cómo le habían reclutado. Como recompensa por sus trabajos de organización en la Juventud Comunista, le eligieron, hace varios años, para participar en un viaje estudiantil a Ginebra. La mañana anterior a la partida con la que jamás se habría atrevido a soñar, le entregaron el pasaporte nuevo y crujiente (nunca había visto uno hasta ese momento) y le convocaron para una entrevista.