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—Eres un buen tipo —dijo, para empezar, un funcionario de la KGB que conocía la debilidad de Edward por lo «foráneo» y los viajes «al exterior»—. Nos hemos enterado de que vas a partir en una excursión a Ginebra. Nos parece bien. Los viajes siempre son provechosos... Pienso que sabrás que nos resultaría fácil... eh... postergar tu partida. Podríamos encontrar otro candidato para ocupar tu plaza. Pero estoy seguro de que no surgirán problemas de último momento. Préstanos una ligera ayuda, y te garantizo que continuarás en la lista.

Lo que querían de él, previsiblemente, era que vigilara la conducta de los otros miembros del grupo, incluidos los confidentes que ya estaban incorporados a la delegación. Le concedieron la tarde para pensarlo, y se puso enfermo. Fue la oposición de su amiga, inusitadamente honesta, la que inclinó la balanza y le dio la fortaleza necesaria para renunciar. Lloró en presencia del funcionario, y se arrepintió amargamente de su decisión cuando aún no había terminado de enunciarla. Le quitaron el pasaporte antes de que hubiera concluido su explicación.

La autocompasión de Edward crecía a medida que recordaba el injusto corolario de su digna negativa. Perdida toda esperanza de viajar, se obsesionó por todos los objetos occidentales. Esta desmoralización hizo que fuera más valioso para la KGB, más aún que si hubiese aceptado sus condiciones para el viaje a Ginebra... en cuyo caso podría haber alegado que no había visto nada digno de mención. Cuando un segundo funcionario le ofreció la oportunidad de redimirse «colaborando» en la residencia, nuevas lágrimas —esta vez de alivio, ansiedad y autorreproche— acompañaron su aceptación.

Pero a partir de entonces su autocompasión creció con más intensidad aun que antes. No era sólo una víctima, sino también un soplón, un rufián al servicio de rufianes. No eran sólo los objetos occidentales los que le habían fascinado durante toda su juventud, sino también las ideas occidentales de intimidad y dignidad individual, de las cuales había quedado desconectado para siempre por su servidumbre voluntaria. Para apaciguar sus remordimientos, decidió alertar a los extranjeros contra su propia persona, maldiciendo su debilidad e implorando comprensión, mezclando los mea culpa con tortuosas explicaciones. (Fue Edward quien, pocos días después de mi llegada, me hizo salir al corredor, lejos de los micrófonos ocultos, para formularme la primera advertencia susurrada. «¿Eres el nuevo norteamericano? Cuidado. Vigilarán tus movimientos, grabarán todas tus palabras. Créeme, en tu habitación hay un micrófono. He escuchado las grabaciones. Te digo esto como amigo, como persona que aborrece la traición.»)

A veces el espectáculo de su autoincriminación mueve a los occidentales a consolarle con regalos: discos de rock and roll y ediciones económicas de las novelas de James Bond. Otras veces, los obsequios tienen por objeto conseguir que salga de una vez por todas de sus habitaciones. Alejado de toda mala intención, Edward aclara perfectamente que fue sólo un azar de nacimiento el que me dio el lujo de no tener que ocultarme o mentir. Pero sus lastimosas tentativas de conquistar la aprobación general, confesando sus pecados a las mismas personas contra las cuales los perpetra, son auténticos testimonios de autodestrucción dostoievskiana. Cada confesión le hunde más y más en el vértice de la autoconmiseración y el autodesprecio. Cada vez más envilecido ante los ojos de sus amos y de sus víctimas se esfuerza doblemente por complacerlos a ambos. No tiene escapatoria, sólo le queda el solaz de coleccionar otras prendas de segunda mano, que, al aumentar su deuda, siguen alimentando el círculo vicioso. Destrozada su vida a sus veinticuatro años, sólo le queda esperar que la policía siga explotando su minúscula servidumbre y le permita conservar su botín. Y, a medida que su ánimo decae, puede conseguir mejores trueques, pasando de un London Fog de dos años de antigüedad a un Burberry casi nuevo.

Por contraste, Iuri, el compañero de cuarto de Edward, es tan indiferente a las ropas y a otros bienes mundanos que no puede comprender la degradación de éste. Iuri el Justo: tan circunspecto, bondadoso y desinteresado. Tan devotamente virtuoso que me produce una sensación inquietante, como si perteneciera a otra época. Estoy seguro de que en la nuestra ya no existe tanta rectitud. Iuri, que lleva gafas con armazón metálico y asiste, radiante, a la iglesia; que no puede decir una mentira ni siquiera para librarse de la invitación más aburrida; y que pasa toda una mañana buscando a la vendedora que le cobró diez kopeks de menos. Se parece más a los colemos puritanos que cualquier habitante del Massachusetts de hoy.

Es curioso observar de qué manera, aquí, tanto las virtudes como los vicios parecen exceder las dimensiones de la vida real, ateniéndose fielmente a los modelos bíblicos. Este país es, más que otra cosa, anticuado. Las cualidades fundamentales de las personas y los objetos son tan nítidos como el mobiliario de estilo colonial. La residencia cobija a muchos individuos de la casta de Iuri, tanto mujeres como hombres. De facciones sobrias, moralmente atildados, están en posesión de una nobleza que fulgura doblemente al contrastar con sus camisas y vestidos raídos por el uso. Verdaderamente, ellos se guían por el Código Moral del Constructor del Comunismo... que no difiere, al fin y al cabo, de los Diez Mandamientos, con ligeras modificaciones.

Y si hay una veintena de personalidades antagónicas entre los estudiantes que conozco personalmente, ¿qué decir de los veinticinco mil en conjunto, que van y vienen, en columnas interminables, hacia y desde las estaciones de metro y las paradas de autobuses? La mayoría de ellos parecen extraordinariamente vulgares, y yo sólo he puesto de relieve las personalidades en razón de sus historias. ¡Ambiguos, convencionales, intolerablemente tediosos! Hay días en que el inmenso edificio lanza aullidos de aburrimiento, y si otro ruso aldeano, de pocas luces, me preguntara cuántos caballos de fuerza tiene un Ford, le pegaría un puñetazo en su nariz materialista. Si otro mercachifle se metiera en mi cuarto para ofrecerme un puñado de rublos grasientos por mis corbatas, mi ropa interior, mis calcetines...

Entre los veinticinco mil, sobresalen detalles extravagantes. Uno de ellos consiste en que la proporción de oficiales de las fuerzas armadas es mayor aquí que en el conjunto de la ciudad. Con sus uniformes arrugados, apretando carteras de mano maltrechas, escudriñan sus textos de Física incluso cuando están encerrados en los oscuros ascensores, donde siempre reina un hacinamiento increíble. El ejército nunca pasa inadvertido. Corren rumores de que toda la decimoctava planta del edificio principal —donde nunca se detienen los ascensores y cuyo número ni siquiera figura en los indicadores de plantas— está reservado para los equipos de control electrónico y para la investigación militar.

Los lisiados de la guerra pasada también son muchos, y más deprimentes. Por todas partes veo hombres mancos y cojos, tanto entre los profesores como entre los estudiantes de más edad: mangas vacías y recogidas, muletas gastadas por el tiempo, guantes negros de plástico sobre manos de madera, y piernas ortopédicas que repiquetean. Su proporción también es mayor aquí que en el conjunto de la ciudad. Los veteranos tullidos tienen privilegios en la dura competencia por ocupar las plazas de la Universidad, y a menudo no se les aplica el límite de edad. Los cuerpos baldados y mutilados forman parte de la escena nacional, y son testimonios vivientes de los infortunios de Rusia.

¿Pero por qué se observan tantos pies torcidos y deformaciones óseas entre los estudiantes de mi generación? Aquí, la palabra «raquitismo» —no menos desagradable en ruso: rajit— es de uso común, y el célebre jorobado de la literatura continúa proyectando su sombra sobre la vida cotidiana de la Universidad. Abyectamente parados en la cola de la cafetería, me recuerdan a un tío mío, tuberculoso, y son símbolos de una tristeza particular.