Выбрать главу

Las privaciones de los estudiantes constituyen una manifestación menor del mismo problema: los austeros carecen no sólo de prendas hermosas para vestirse y de objetos interesantes para comprar, sino incluso, a menudo, de alimentos nutritivos. La pobreza de este país constituye un fenómeno desconcertante. Aun en medio de la relativa opulencia de la Universidad, la escasez parece incurable. No se trata de la pobreza de Oriente: nadie está al borde de la inanición. La situación mejora constantemente. Pero todos, con excepción de los hijos de la burguesía moscovita, viven con dificultades en un nivel próximo al de nuestros barrios bajos. En los armarios, por lo demás vacíos, de los estudiantes varones cuelga un solo traje en buenas condiciones; las muchachas lucen semana tras semana el mismo suéter de lana apelmazada. (Es para conservar el calor del cuerpo y para ahorrar algunos kopeks, y no por razones de elegancia, por lo que algunas usan camisetas en lugar de sujetadores.) Y un profesor ya entrado en años, dueño del prestigio que da la publicación de ensayos en revistas internacionales, pasa horas telefoneando a los amigos para que le ayuden a adquirir como premio un impermeable belga. Pero lo que ambiciona no es la gabardina clásica, sino una imitación en plástico que está de moda.

Ahora llegan ruidos de la cocina comunitaria, añadiéndose a los alaridos de Marusa. Las ollas y marmitas abolladas repican sobre las viejas cocinas negras; un tenor anónimo entona «Strangers in the Night» mientras las manos arrojan patatas al agua; los hijos del personal de mantenimiento suministran ruido de motores a sus cochecitos de juguete. La cocina, un recinto de azulejos blancos, con olor a vaquería, contigua a la sala común, se convierte al mediodía en un centro de actividad en el piso habitualmente silencioso.

Es extraordinaria la facilidad con que se entiende la gente que la comparte, gente de todas las generaciones, sexos y niveles culturales. Estudiantes graduados de porte patricio con desgreñadas enceradoras de pisos, la joven y tímida novia de un lingüista (que comparte ilegalmente el cuarto de éste) con los miembros de la camarilla. No se observa ni condescendencia ni formalidad cuando cada uno se ocupa de su propia olla colocada sobre el fuego, y a nadie le sorprende que una colectividad tan ecléctica, completada con sus hijos y nietos, habite en una residencia universitaria. Los rusos pueden ser tan egoístas y engreídos como el que más, y a menudo la desigualdad de sus fortunas y sus formas de vida es inmensa. Pero cuando la actividad vital les reúne, exhiben un sentido igualitario natural cuyos orígenes deben ser seguramente más antiguos que la propaganda soviética de la cual no hacen caso. En algún nivel, están unidos por una historia y un destino comunes: la vehemente experiencia de ser rusos, que determina que los individuos confluyan como lo hacen los soldados bajo el fuego de las armas. Todos pertenecen a la familia continental nutrida por la tierra rusa.

La matriarca de esta pequeña parcela de dicha tierra es Zaiida Petrovna, criada principal de la zona comprendida entre las plantas doce y catorce. Todos están obligados a sacar de la cocina sus propios desperdicios, y una vez al mes todos nos incorporamos al batallón matutino de limpieza que friega —que teóricamente debe fregar— los quemadores, las mesas y las paredes. Sin embargo, Zaiida Petrovna siempre se encuentra con la cocina sucia (si se presta crédito a sus rezongos), y a la hora del almuerzo exhibe su voluminosa figura para recordar a los usuarios cuáles son sus deberes. No sólo se la ve sino que también se la oye: con su agudo chillido vitupera a todos los presentes, interrumpiendo así su habitual monólogo incesante acerca del desaliño intolerable y la falta de respeto por los ancianos.

—¡Vaya gente! Dejan su basura todos los días para que la limpie una pobre vieja exhausta. Dios mío, es vergonzoso. Nunca hay un momento de reposo para las personas como nosotras.

Sin embargo, lo que hace durante la mayor parte del día, claro está, es descansar. Por lo demás, está atareadísima acaparando cosas: trozos de papel y de cuerda; bandas elásticas y abrelatas... prácticamente todo, guiándose por el principio filosófico que dice que uno-nunca-sabe-cuándo-volverá-a-conseguirlo. Puesto que mi madre lo tiraba casi todo, no pude explicarme mi familiaridad con la actitud de Zaiida Petrovna, hasta que recordé a mi abuela, y la compasión que me inspiraba cuando mi madre censuraba esos hábitos del Viejo Terruño. Me pregunto si ésta es la razón por la cual a veces siento que en este país lejano he vuelto a encontrar mi patria.

Es difícil imaginar de qué manera podría modificarse un solo detalle del talante de la «Tía Zina». Todos los rasgos y protuberancias de esta típica babushka rusa ocupan el lugar preciso, empezando por su rostro redondo, donde la congelación ha dejado cicatrices, y terminando por sus piernas que con el tiempo han adquirido la consistencia de troncos. Es abuela, no sólo en apariencia sino en la realidad, y tres o cuatro veces por semana trae al trabajo a su nieto Shashinka. (Su hija es secretaria en un ministerio, donde los niños no son bien recibidos; y de todos modos los párvulos quedan al cuidado de la abuela y no de la madre durante la jomada de trabajo.)

Shashinka se ha convertido en el primus inter pares entre los niños que entran de contrabando en la residencia y es la mascota de los estudiantes. (Sin embargo, Raia e Ira procuran mantenerle fuera de su cuarto porque prefiere desmantelar sus encajes en lugar de disfrutar de sus mimos.) Se bambolea de un extremo al otro de los corredores y se mete en cualquier habitación, como un bultito de grasa rosada que transpira bajo sus polainas, sus suéters y su gorro tejido. Cuando llega el invierno, a la tía Zina no se le ocurre quitarle una capa de sus ropas, ni siquiera cuando funciona la calefacción de vapor, ni tampoco cuando Sasha se derrite en el calor de la cocina. Cuando está cansado, se duerme sobre el regazo de la encargada de limpieza más próxima: todas son sus babushki, porque ya intuye que pertenece a la inmensa familia rusa.

Zaiida Petrovna también lleva a Shashinka a las conferencias políticas obligatorias para el personal de servicio que se celebran los martes por la tarde, acabada la jomada de trabajo. A ella le gustan esas reuniones porque tienen calor de iglesia y porque le producen la sensación de estar asociada a algo y de hacer el bien, pero no entendería menos si la disertación consistiera en una misa recitada en latín. El niño se sienta sobre el regazo de su abuela mientras ésta trata de tejer, sin escuchar una palabra y sin simular siquiera que presta atención. (Hada el fondo del salón, lejos de las banderas rojas y los bustos de Lenin, los trabajadores se muerden las uñas y se hurgan las narices, y uno bebe disimuladamente de una botella.)

—¿Qué es Shiria? —preguntó el chiquillo un día, cuando los vi salir de la sesión. (Esa tarde el sermón había subrayado que era justo enviar armas a los enemigos de Israel.)

—No lo sé, corazón —respondió ella, mientras le abotonaba el grueso abrigo de piel—. No sé nada.

Zaiida Petrovna cree en el comunismo tal como sus mayores creían en Dios, el cielo y las fuerzas defensoras de un bien más portentoso y sublime, fuerzas que eran capaces de garantizar que se haría justicia, en esta vida o en la próxima, a los individuos humildes y sufrientes. A pesar de ello, o quizá precisamente por ello, nunca se le ha ocurrido pensar que ella o alguno de sus seres queridos deberá trabajar tenazmente para alcanzar el comunismo. Siempre me aconseja que proceda con calma, que me acueste y descanse.

—¿Y qué me dice de la construcción del comunismo? —le pregunto. (No es una pregunta totalmente sarcástica. Ella supone que, puesto que estoy aquí, soy, desde luego, miembro del Partido.)