Hace un ademán negativo y busca un lugar donde asentar su corpachón.
—El comunismo puede esperar a mañana para su construcción, muchacho. Los jóvenes no deben matarse trabajando. Deberías divertirte... pensar en tu salud.
Esto, más que su aspecto, es lo que la convierte en un símbolo de su pueblo. Lo que más le preocupa es evitar esfuerzos, ahorrar trabajo. El summum bonum no es el progreso sino la tranquilidad espiritual... y una capa de grasa para protegerse del hambre y el frío.
Estoy nuevamente junto a mi ventana, contemplando mi mundo. El rascacielos central de la Universidad, una monstruosa estalagmita ubicada por error en la tundra residencial, con balizas rojas para alertar a los aviones. Extensos jardines formales donde acecha el espectro de Stalin, conservándolos rígidos y fuera de uso... Allende el río, mi Moscú en camisón: la penumbra a media tarde. Diez mil manchitas de faroles intercaladas en la gran llanura como luces generadas por motores Diesel en un puerto petrolero. Sobre todo, neón en carteles dispersos que proclaman: «¡GLORIA AL PARTIDO COMUNISTA!» «¡GLORIA AL PUEBLO SOVIÉTICO!» «¡GLORIA AL COMUNISMO, FUTURO RADIANTE DE TODA LA HUMANIDAD!» Ahora entiendo el hechizo de la campiña rusa, ¿pero qué es, en este sórdido cuadro urbano, lo que también cautiva mi corazón? ¿Por qué la futilidad de toda la condición humana, y la mía, parecen estar allí, en la desolada inmensidad?
A mis pies, la gran verja de hierro que rodea el campus de la Universidad, y la casamata de piedra que protege el portón: una verdadera fortaleza, como si la Universidad Estatal de Moscú fuera una avanzada zarista que tuviera que sufrir las incursiones de los mongoles. Una tenue brisa hace revolotear la nieve seca entre las rejas de la verja y las ramas de los retoños que, en medio del frío quemante, están tan rígidos y negros como el metal.
Frente a la caseta que ocupa la guardia se agolpa una multitud. Están a punto de empezar las clases vespertinas, y todos los que esperan el momento de ingresar en la Universidad hurgan dentro de sus bolsillos o sus bolsos en busca del salvoconducto, una libretita de cartón con la foto del portador y, claro está, un sello oficial. Las reglas son universales: se necesitan salvoconductos para entrar en la Universidad, y en todas las oficinas e instituciones de este Estado del Pueblo. Ningún ciudadano puede entrar donde no le corresponde. Al trasponer todas las puertas del país socialista, uno encuentra ancianas y ancianos encargados de verificar credenciales e intenciones. ¡Ciudadanos! ¡Presentad vuestros salvoconductos!
En una oportunidad le pregunté a un rector auxiliar si todo eso era necesario en un centro de enseñanza superior. ¿Cómo era posible que no lo entendiera?, respondió vehementemente. La apertura de los claustros al público, a cualquiera que tuviese el capricho de curiosear, crearía un caos intolerable. Era inimaginable que se pudiera manejar una gran Universidad sin salvoconductos. Y es cierto que esta institución, un lujo impresionante en el contexto de la vida rusa, atrae a multitudes de mirones. A pesar de todas las barreras, a menudo aparecen vagabundos instalados en los cuartos de las residencias, después de cada período de vacaciones.
Pero el examen de los salvoconductos es breve. Cada individuo avanza por un estrecho pasillo abierto a través de la sala de guardia y muestra su documento a un equipo de campesinas que lucen abrigos y las inevitables bufandas de lana. Cuando las mujeres están de mal humor y examinan las fotografías, las personas alineadas en la cola, que llegan tarde y tienen frío, mascullan entre dientes. Pero cuando están chismorreando, basta hacer un movimiento en dirección al bolsillo que podría contener el salvoconducto. Y cuando uno ha olvidado el documento o no lo tiene, generalmente puede superar el problema con unas palabras conmovedoras.
Hay que representar una comedia exactamente prevista: diez minutos de súplicas en tono profundamente trágico para demostrar por qué las consideraciones humanas de orden superior justifican esta excepción a las reglas. A la manera del reo de la justicia penal soviética —y dentro de la tradición de la misericordia por el transgresor que caracteriza a la literatura rusa— el individuo debe demostrar que ha sido víctima del cruel destino, debe probar que se siente hondamente arrepentido, y debe ponerse a merced de la inconmensurable compasión de las mujeres.
—Sólo esta vez, nunca volveré a pedirlo, lo prometo. Si no puedo entrar ahora para hacerme con un libro determinado, perderé todo el semestre. Ayer me robaron el salvoconducto, junto con todo mi dinero. Hoy sólo he tomado un vaso de té. Sé que no debería pedírselo. Pero le quedaré eternamente agradecido. Sé que usted tiene un buen hijo de mi edad. Pregúntese cómo le gustaría que mi madre le tratara a él.
Es útil haber regalado a las mujeres una barra de chocolate en el Día de la Mujer o en el Aniversario de la Revolución... mas no en el momento mismo de formular la súplica, porque un soborno directo podría ser insultante o incluso peligroso. Pero aun sin obsequios o sin un mes de sonrisas para obtener un crédito de buena voluntad, un actor con ciertas cualidades conseguirá derretir sus corazones aldeanos. Las lamentaciones de un muchacho humilde valen mucho más que unas reglas que ni siquiera ellas entienden.
Si esto falla, todavía queda un último recurso: un espacio dilatado entre dos barrotes, en la verja situada sobre el lado contrario a la residencia, por donde pueden pasar todos, menos los gordos, tras despojarse del abrigo. Nueve de cada diez personas que necesitan entrar en la Universidad encontrarán la posibilidad de hacerlo. Todo el sistema de salvoconductos, con su papeleo, sus procedimientos y sus turnos de centenares de guardias, implica una gigantesca pérdida de tiempo. La estricta organización se derrumba cuando entra en contacto con el factor humano: el hierro y la disciplina corroídos por la negligencia y la compasión... ésta es la pauta de muchas facetas de la vida de Moscú.
En cada otoño, envían cursos íntegros de estudiantes al campo para cosechar patatas. Es la habitual mano de obra esclava, a la que se presenta como «voluntaria». La campiña de octubre es un mar de cieno, y las condiciones de vida en las granjas colectivas son designadas generosamente con el calificativo de «primitivas»: porquerizas convertidas en barracas o tiendas chorreantes sin letrinas, y comida que sólo pueden ingerir los famélicos. Pero los estudiantes libran batallas con patatas, cantan y hacen el amor al aire libre, y aquellos que aborrecen realmente la perspectiva de pasar todo un mes de frío y humedad pueden fingir que están enfermos o pueden comprar una exención médica. Rusia tiene más restricciones, prohibiciones e imperativos burocráticos que toda Europa en conjunto, pero la mayoría son más fáciles de eludir que en los países donde las normas son sensatas y, por tanto, respetadas. Actúa una ley de compensaciones: cuando el peso de las normas se hace más insoportable, parece más fácil persuadir a los funcionarios de rango menor para que hagan caso omiso de ellas.
Algún día habrá que explicar este aspecto del carácter nacional. La propensión de los rusos a la holgazanería y la anarquía asusta a los gobernantes, que establecen una legión de controles impracticables. Los viejos hábitos del «arreglo» y la «simulación» estimulan al pueblo para que los ignore y los eluda, y éste es un elemento esencial de la forma de vida rusa. Las reglas son reforzadas por otra serie de decretos, complementados por campañas de propaganda en favor de un estricto cumplimiento. Me pregunto si Sus inspiradores toman en serio sus propios decretos y campañas. Nadie parece hacerlo, y sin embargo debe de haber alguien que sí lo hace.