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En su visita siguiente, afloraron nuevos detalles de su pasado. Yo le había formulado una pregunta acerca de Leningrado, y él estaba disertando, con su estilo desdeñoso pero brillante, acerca de la organización partidaria de esa ciudad, como base de poder tradicional para las intrigas del Politburó. Después de recitar, a modo de ejemplo, las biografías de Zinoviev, Kirov y Zhdanov, ricas en conspiraciones y contraconspiraciones, quedó súbitamente paralizado, mirando hacia la negrura de la ventana. Cuando volvió a hablar dijo algo totalmente ajeno a sus elucubraciones previas.

—D-d-durante los Novecientos Días (el sitio de la Wehrmacht entre 1941 y 1943) el número de habitantes de Leningrado que resultaron muertos superó al de norteamericanos muertos en todas las guerras juntas. Quiero decir en todas las guerras de la historia de tu país, incluyendo la Guerra Civil.

Lo enunció como un dato descarnado, insinuando, tal vez, que es imposible entender la tortuosa historia política de Leningrado —las purgas y las venganzas sangrientas, la ejecución y el exilio de centenares de miles de sus hijos más preclaros, entre los que se contaban los mejores comunistas— si no se conocen las tragedias que no fueron voluntarias. Este tema subyace en gran parte de los comentarios de Semion acerca del régimen soviético... y zarista: los crueles actos naturales que recayeron sobre Rusia alimentan una atmósfera y una mentalidad propicias a una política masoquista. ¿Pero el aserto acerca de los Novecientos Días no habría sido además un atisbo sobre su historia personal? Porque hasta que pudieron evacuar a los niños, él también debió soportar el asedio.

En una oportunidad. Semion le describió la experiencia a Chinguiz. Su familia —la abuela, la madre y una tía, en tanto que su padre seguía lejos, cumpliendo una misión especial— se alojaba en una amplia habitación de un apartamento céntrico bastante confortable. Un mes después de iniciarse la invasión alemana, quedaban pocos rasgos reconocibles de lo que había sido la vida hasta entonces: el bloqueo que se implantó en septiembre les introdujo en el infierno. La abuela de Semion fue la primera en morir. Era demasiado vieja para trabajar y la ración de pan que le asignaron no le bastó para sobrevivir, ni siquiera acostada todo el día en la cama. Semion se escondió cuando retiraron su cadáver. A continuación su tía murió en la explosión de un obús que cayó en un sótano.

Ese invierno, la ración diaria de pan que le entregaban a su madre era de doscientos cincuenta gramos, y la de Semion pesaba la mitad. Todos los días, ella le cedía la mitad de su parte... y él la aceptaba, aun a sabiendas de que su madre estaba muriendo de inanición, como la abuela. Murió en marzo, víctima de una neumonía. Semion se crió en orfanatos, donde llamaba la atención por su precocidad y su deseo de esconderse.

—Quizás habría tenido problemas igualmente —comentó Chinguiz—. Pero la guerra lo hizo inevitable. La primera visión del mundo la tuvo en una ciudad que sufrió más que cualquier otra de la historia moderna. Era suficientemente despierto para discernir que entre el pan de su madre y la vida de ésta, prefería el primero... Sí, ganamos la guerra y, sobrevivimos a las purgas, pero a veces los vivos sufrieron más estragos que los cuarenta millones de muertos.

 

El mes pasado, Semion se interesó por Freud y se empeñó en obtener legalmente alguna de sus obras. Había circulado el rumor —uno de los muchos rumores diarios— de que no obstante la represión intelectual generalizada, en algunas disciplinas selectas, que las autoridades juzgaban indispensables para el desarrollo del país, se estaba relajando discretamente la censura. Semion puso a prueba esta versión en la Biblioteca Lenin cuando solicitó la Introducción general al psicoanálisis junto con ocho obras sobre psicología pavloviana marxista-leninista, la mayoría de las cuales contenían ataques indignados contra las teorías freudianas. La bibliotecaria entregó los volúmenes permitidos, sin mencionar el de Freud.

—¿Dónde está el noveno? —preguntó Semion, impasible.

Con un fruncimiento de cejas cauteloso, la bibliotecaria le comunicó que no podía entregar ese material. Semion insistió, y la mujer señaló una puerta situada detrás de su mostrador.

La oficina estaba austeramente amueblada. El retrato de Lenin colgaba sobre un escritorio, detrás del cual estaba sentado un hombre que vestía un traje arrugado. Estudió la solicitud de Semion, y después el rostro manchado del peticionante.

—¿Por qué quieres leer a Freud?

—N-n-no quiero leerlo. Es esencial para mí... estudio.

—No creo que sea esencial. Docenas de textos nuestros te explicarán lo que necesitas saber acerca de Freud. ¿Comprendes que sus «teorías» son pornográficas e inaceptables?

—Creo que sí.

El funcionario frunció el ceño.

—Escucha, jovencito. Si insistes, te entregaré el libro. Pero sigue mi consejo y no insistas. ¿Qué interés puedes tener en que tales extremos figuren en tu expediente? Sé sensato: coge tus otros libros y vete.

Esto fue precisamente lo que hizo Semion. El episodio, dijo, no refutaba el rumor acerca de la dulcificación de la censura. Un funcionario más severo, o ese mismo con instrucciones más estrictas, le habría comunicado que no estaba el libro, y habría introducido una nota infamante en su expediente.

Semion encontró una forma más cordial de censura en relación con su tesis de honor sobre la Conferencia de Yalta. Se trataba de un trabajo de propaganda, que se inspiraba en las fuentes soviéticas clásicas y no mencionaba los numerosos análisis occidentales que Semion podría haber echado por tierra... pero que no tenía razones para conocer. Al aprobar un borrador preliminar, su preceptor sugirió que la frase «el representante soviético» sustituyera en todo el texto a «J. V. Stalin».

—Entre nosotros —le dijo—, así es más seguro. ¿Por qué habrías de arriesgarte? Nadie puede saber cuál será la actitud respecto de Stalin en el momento de presentar la tesis.

Por cierto, la actitud oficial se está endureciendo sistemáticamente... o sea, se está suavizando respecto de los crímenes de Stalin. Las publicaciones han empezado a elogiar nuevamente su «labor histórica» de construcción del socialismo y del poderío soviético, olvidando mencionar los elementos que habitualmente recibían la denominación de «infortunados factores negativos». Incluso la prensa académica apoya lealmente la rehabilitación, y vuelve a silenciar largos períodos históricos. El preceptor de Semion le dio un consejo sano: no era necesario que los lectores de la tesis sobre Yalta, ya fueran liberales o conservadores, tuvieran que preocuparse por las implicaciones políticas que planteaba el hecho de mencionar por su nombre al ex Gran Padre.

La línea se modifica. Los santos de ayer se convierten en los Judas de hoy, para ser considerados luego nuevamente héroes. La historia se reescribe deprisa para documentar la última verdad inmutable. Pero una parte del basurero de literatura proscripta conserva su utilidad. El otro día, en una letrina hedionda, descubrí un ejemplar de la obsoleta Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética, edición de 1967, insertada entre los azulejos y el sumidero. Las páginas que exaltaban el estímulo que N. S. Krushchev había brindado a la humanidad progresista podían ser arrancadas por quien necesitara usarlas como papel higiénico. Pero no había en ello ninguna intención irónica; reflejaba simplemente una aprobación inconsciente a la ley en virtud de la cual la escasez impone el máximo reaprovechamiento, y reflejaba también la convicción de que ése era el mejor uso que se le podía dar en estos momentos al papel amarillento.