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¿Por qué pongo tanto énfasis en este tipo de observaciones? La mayoría de los rusos que conozco a fondo, en este pabellón y en otros, se preocupan menos que yo por las aberraciones del Gobierno y el Estado. Aquí la política es impenetrable, como la capa de nubes bajas que nos aprisionan desde un horizonte hasta otro. Es algo que la gente sufre y acepta, sin sentirse intrigada ni hurgar en ella. Es algo que viene dado, como el clima. Nieve nuevamente, y la radio pronostica para esta noche una temperatura —normal— de doce a quince grados bajo cero.

Por consiguiente, cuando la semana pasada dictaron la segunda y terrible sentencia contra Andrei Amalrik, casi no se discutieron los porqués y los cómos del juicio. Unas cuantas personas experimentaron una punzada de dolor, semejante a la que sentían los bondadosos campesinos rusos cuando veían pasar los convoyes de prisioneros rumbo a Siberia. (Las mujeres campesinas apretaban contra las manos de los desesperados prisioneros las hogazas de pan que sus familias necesitaban urgentemente.) Varios estudiantes apasionadamente «literatos», los devotos de Mandelshtam, Pasternak, Tsvetaeva, Ajmatova, volvieron la cabeza para derramar una lágrima silenciosa, y quizá muchas más personas de lo que yo imagino se sintieron heridas. Pero la mayoría no se enteró ni se preocupó, e incluso la minoría «activista» emitió un gemido amortiguado en lugar de un estridente clamor de espanto e indignación. Estas tragedias son esperadas, nadie puede evitarlas. Lo que más duele es no poder consolar a las víctimas.

Y hasta cierto punto, algunos miembros de la misma minoría se sienten orgullosos, además de abrumados, por la persecución oficial. La vida rusa es dura, ¿pero acaso el desafío no es el pan cotidiano de la psique? ¿La mayor satisfacción no consiste acaso en sobrevivir en un entorno difícil, triunfando sobre tremendos obstáculos y peligros? La paradójica buena suerte de Rusia radica en que las presiones de su vida —el clima, la guerra, las privaciones, la tiranía— son externas, y a menudo cohesionan la personalidad y producen una reacción frente al desafío, en lugar de engendrar ansiedades y neurosis como sucede en el caso del liberalismo opulento, en cuyo seno el individuo sólo puede culpar a su propio yo endeble. Aquí nadie puede sentirse confundido o culpable por una vida demasiado fáciclass="underline" predominan las fuerzas primitivas, a las que es necesario enfrentar y vencer.

Una muchacha huesuda que se aloja en el extremo del corredor no tardará en abandonar el país para siempre. Después de casi una década, y tras el nuevo acuerdo entre Alemania Oriental y Occidental, le han concedido el visado de salida. Se reunirá con su único familiar sobreviviente, una tía que reside en Frankfort, adonde los alemanes la llevaron durante la guerra para hacerla trabajar como esclava. Incluso considerada desde las categorías rusas, la vida de Olga ha sido excepcionalmente cruel. Stalin deportó a todo su pueblo, los alemanes del Volga, a Siberia, en 1941. Su padre murió de frío durante el viaje. Su madre, que construyó una choza con sus manos en la estepa del exilio, sucumbió al cabo de un año. En esa tétrica colonia, la mitad de los niños cuyos padres vivían, expiraron. La infancia de Olga, huérfana, fue una lucha animal por la subsistencia, y sólo su contextura robusta le permitió alcanzar la victoria. Después de la cancelación del exilio, en 1957, siguió ostentando el estigma de «traidora». Se introdujo clandestinamente en Moscú, y durante años pasó todas sus horas libres en las oficinas del ministerio, implorando que le permitieran reunirse con su tía.

Pero ahora un nuevo tema —la belleza natural de Siberia— modula su añoranza de los tiempos difíciles.

—Sí, el invierno era feroz. Y durante las seis semanas del verano, los mosquitos nos devoraban vivos. ¡Pero los ríos! ¡Los lagos y los arboles! Alemania no tendrá nada parecido. ¿Será posible que nunca vuelva a ver tan extraordinaria belleza?

A medida que se aproxima el momento de la partida, Olga se siente menos segura y más nostálgica de aquellos lugares donde sufrió tan extremas adversidades.

—¿Cómo se puede vivir fuera de Rusia? MÍ tía es rica, tiene su apartamento y su coche propios. ¿Pero qué les sucede a las vísceras cuando todo es tan fácil? ¿Cuándo una puede hacer lo que quiere, comprar lo que desea, y todo está al alcance de la mano? Es posible que esté de vuelta en la patria al cabo de dos semanas.

 

Ya es hora de ocuparme de mi correspondencia. No escribo a menudo a casa porque el mundo exterior se ha convertido en una ilusión, oscurecida por el paralizante y eterno aislamiento ruso. Por la sensación de vivir en un cosmos independiente, segregado por el espacio tenebroso y por eones de tiempo: esto ha logrado conservar su poderío, a pesar de que todo comprime al mundo del siglo XX.

Aquí existen, en algún lugar, las maravillas técnicas: los Tridents de BEA llegan de Londres cuatro veces por semana, el servicio ruso de la BBC transmite tres horas por día. Pero las comunicaciones electrónicas y los reactores que vuelan a la velocidad del sonido son tan extraños a nuestras vidas como lo pueden ser los tábanos en este paisaje invernal. No penetran en la lejanía rusa, acorazada, rodeada de nieve. No pueden afectar el modo de vida pesado, predestinado. Al igual que los logros deslumbrantes de la ciencia rusa, acerca de los cuales tenemos noticia, no son falsos, sino que existen por y para sí mismos en algún laboratorio cerrado, y por tanto carecen de trascendencia para la gente como nosotros. Un joven profesor brillante, que conozco, trabaja en el diseño de ordenadoras en el departamento de investigaciones de la Facultad de Matemáticas. Pero cuando su esposa le pide que lleve a casa un poco de carne, sale más temprano para hacer cola durante una hora y poder así comprar jamón en una tienda suburbana donde otras veces ha tenido suerte. Luego guarda en su desgastada cartera la preciosa carga envuelta en el Pravda, mientras la cajera se inclina sobre un viejo ábaco para hacer las sumas. Esta es la tecnología que nos rodea y que entendemos.

Tal vez es un mérito que el Estado ruso, tan pesado en todos los demás aspectos, haya sabido utilizar todos los adelantos técnicos espectaculares para conservar el antiguo aislamiento. Las telecomunicaciones con el exterior están eficazmente anuladas porque no es posible tocar un solo dial de un solo tablero de control sin la autorización del Partido. Los vuelos de BEA son quiméricos porque incluso los autobuses que transportan a los pasajeros hasta los aviones son registrados por guardias armados, y no hay un ruso entre cien mil que pueda aproximarse siquiera a la oficina de embarque. Aparatos de espionaje electrónico evidentemente superiores al mismo sistema telefónico, equipos de interferencia más poderosos que cualquier transmisor... en todas las facetas de la vida moderna la represión oculta el progreso tal romo el papel ocultaba la roca en el antiguo juego.

La censura y los controles no bastan, empero, para mantenernos segregados. La indiferencia y la profunda pasividad son aliados poderosos: el aislamiento interior que muchos siglos de atraso y de penurias han implantado en los huesos nativos. Los rusos están desconectados y lo saben. Y si por casualidad piensan en la posibilidad de aminorar el abismo, muchos no quieren hacerlo: el esfuerzo sería demasiado grande y les aguardarían demasiadas decepciones. Aunque sueñan con transformarse a sí mismos, temen que cualquier tentativa encaminada a alcanzar las pautas de vida europeas los detenga en la etapa de la cháchara visionaria, como en el caso de los planes de los médicos de Chejov. Porque, si tuvieran éxito, ¿acaso los ejecutores no habrían dejado de ser rusos? ¿Y si dejaran de ser rusos, se necesitarían los autoanálisis angustiosos, los sueños de nuevos mundos radiantes y las cruzadas inútiles?

Aquí la vida es distinta. Como cuando se navega por el mar, rigen reglas especiales: prohibiciones y peligros específicos condicionan la mente y los movimientos. Aunque algunos de los rasgos que distinguen de Europa a este país son sutiles, la totalidad abrumadora es mucho mayor que la suma de sus partes. A veces escudriño a las personas y los lugares con la intención de definirlos con más nitidez, pero nada de lo que consigo descubrir específicamente en su aspecto o su estado de ánimo refleja la sensación de que éste es otro mundo, sensación que subyace todos los días en todos los ámbitos. «Hay partes de lo que más os interesa conocer, que yo no puedo describiros —escribió Plotino—. Debéis acompañarme y verlas con vuestros propios ojos». O, para acudir a una cita menos conocida, puedo reproducir la primera oración, subrayada, que encontré ayer en un libro de autor francés abandonado sobre un pupitre atiborrado de papeles, y desocupado, de la Biblioteca Lenin: «Si hay un país en el mundo que parece condenado a permanecer inexplorado y desconocido por cualquier otra nación, ya sea esta próxima o lejana, dicho país es ciertamente Rusia, por lo menos en lo que concierne a sus vecinos occidentales.» Estas palabras fueron escritas en 1861, el año de la emancipación de los siervos.