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Durante siglos, los europeos que residían en Rusia se sintieron dominados por la mismas sensaciones. Las observaciones del marqués de Custine (embajador francés en San Petersburgo en el siglo XIX), y de Sigmund Von Herberstein (embajador del Imperio Habsburgo en Moscovia, en el siglo XVI, guardan tanta relación con las actitudes contemporáneas como cualquier análisis del sistema socialista y del régimen soviético. Ambos fueron vigilados, fueron engañados por burócratas obsesivamente reservados, y se sintieron alternativamente regocijados por el desenfrenado espíritu ruso y horrorizados por el desaliño y la mugre. Ambos describieron con igual precisión la misma sensación de vasta soledad que se apodera de mí en este momento.

Esta es la razón por la que perdí contacto con el mundo exterior y que escribo sólo unas pocas líneas formales a los Estados Unidos, cada dos semanas, como si se tratara de otro planeta. Además, me abren la correspondencia. Torpemente, porque los sobres aparecen decorados por gotitas de engrudo marrón, que simbolizan los actos aborrecibles de Rusia y la torpeza con que los ejecutan. Me limito, por tanto, a las tarjetas postales y a la charla intrascendente. Mis corresponsales leen acerca del estado del tiempo y de los emocionantes espectáculos del Bolshoi.

¿Pero qué escribiría si disfrutara de libertad para expresar mis auténticos sentimientos? En los días malos, siento tal desprecio por este país y cuanto representa, que sueño con guiar a los B-52 hacia el Kremlin con una linterna. El honorable rector auxiliar me ha mentido descaradamente, al anunciarme afablemente que una reunión a la que había solicitado asistir, por razones de estudio, y que se está celebrando en este mismo instante, ha sido cancelada. Mi preceptor universitario, que es proclive a burlarse de la integridad académica «burguesa», me aconseja que considere a la opinión pública soviética basándome en la «mejor evidencia documental»: las mayorías del 99,7 por ciento en las elecciones y las votaciones unánimes en el Soviet Supremo. Un profesor de Economía Política cita la huelga de los basureros de Nueva York como una prueba concreta de la explotación que padecen los trabajadores norteamericanos y de la desintegración del capitalismo, sin mencionar en ningún momento los salarios reales que se pagaban antes del conflicto, porque sabe que los mecánicos especializados rusos, que por lo demás no pueden declararse en huelga, ganan la sexta parte de esa suma.

No son las órdenes ideológicas, sino los engaños únicos como éstos, los que sirven para gobernar al país en todos los niveles, los que realmente me anonadan. La ira me sofoca: restringen mis movimientos, se burlan de mi inteligencia, violan mi individualidad. ¿Cómo se atreven a hacerme esto? ¡Yo nací libre! Este país está gobernado por primos de los sheriffs brutales de la ciudad de Mississippi donde pasé un verano trabajando en pro de los derechos civiles y comiendo cuervos. No les basta con estar en condiciones de aplastarnos según sus caprichos. Quieren que uno se humille aplaudiendo sus embustes.

Pero los enemigos de la dicha son generalmente menos concretos: el peso de todo, la presencia inexorable de la melancolía y el infortunio, la imposibilidad de conocer un momento de distracción con algo bello, etéreo. Todas las imágenes de mi infancia —una carretera de cuatro carriles, hecha de bondad y progreso, que nos conducía al mundo y a mí hacia adelante y arriba— se disuelven en medio de esta lobreguez. Paso horas tendido en el sofá cama, hojeando ejemplares gastadísimos del Time. No obstante el reflejo blanco de la nieve sobre las paredes, estos son los días más oscuros, y más largos, que he conocido.

A veces les hablo a los rusos de París, de Roma, de las islas griegas, de todos los lugares prodigiosos donde gozaré cuando vuelva a la civilización. Lo hago por rencor, para vengarme —injustamente, pero en la única forma en que puedo hacerlo— de las manos groseras que me controlan. Mis escuchas saben que nunca verán el color del Mediterráneo, que nunca sorberán una bebida en un café auténtico, que nunca vestirán siquiera un traje como el de la liquidación de Barney, que compré especialmente para usarlo aquí o para regalarlo. Algunos se estremecen cuando me formulan preguntas: tal como yo quería, me envidian.

Pocos sospechan que yo también les envidio, que a menudo lamento no haber nacido acostumbrado a sus privaciones y presiones. A veces lo que les falta parece intrascendente cuando uno lo compara con lo que tienen: una conversación ingeniosa en lugar de automóviles deportivos; canciones domésticas en lugar de los ruidos de las discotecas; el cabello largo no por razones de gusto o de conformismo generacional, sino para postergar el sacrificio de treinta kopeks que deben gastar para cortarlo; las guitarras que no representan un renacimiento ni una moda... los rusos siempre las han hecho sonar. Son más espontáneos e íntegros que cualquier otro joven que conozco. Su vida estudiantil es como siempre quise que fuera la mía. Y esto no es menos cierto por el hecho de que la explicación reside en la ancestral pobreza rusa.

¿Qué es lo que quiero decir realmente a las personas a quienes les escribo? Pertenezco a una segunda generación de neoyorquinos. Mi abuelo huyó de un ghetto polaco después de un pogrom. Mi padre acostumbraba a hablarme acerca de la dignidad del hombre bajo el socialismo marxista... hasta que Stalin destruyó su fe e hizo de él un reaccionario cínico. Ambos odian a Rusia por lo que les hizo a ellos y a los suyos; ambos me rogaron que no viniera. ¿Cómo podría explicarles que sus peores pensamientos acerca de este país es algo que está aquí, y se practica y se sufre todos los días, y que sin embargo lo amo? Que cuando estoy deprimido o cuando Leonid baja los ojos para no ver las obscenidades de la camarilla, me siento tan maldecido como los jorobados de los corredores, y simultáneamente agradecido por la contemplación de la esencia trágica del hombre que ha reemplazado a la complacencia y la falsa seguridad de mi vida anterior.

Porque he empezado a captar lo que los escritores rusos revelaron hace mucho tiempo: que éste es un lugar donde el espíritu humano debe luchar obligadamente y que por ello es más cabal y también más reprimido. Sus afirmaciones decimonónicas —«la vulgaridad de la vida... la perversidad del hombre... la trágica desnudez de la existencia humana»— constituyen aún la descripción más profunda de la escena y el alma rusas. Las verdades que ponen al descubierto no sólo denigran sino que también ennoblecen. Aquí se aguzan mis sentidos. No es a pesar de la ominosa tragedia rusa que la ternura y la emoción florecen aquí, sino gracias a ella.

«¡Dios mío! —escribió Leontiev—. ¿Acaso soy patriota? ¿Desprecio o amo a mi país? Me parece que lo amo como ama una madre, y lo desprecio como se desprecia a un borracho, a un necio sin carácter.»