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Y Rozanov: «La vida rusa es suda, y sin embargo tan amada.»

Y el enfermo Iuli Daniel desde su campo de trabajo: «Te amaba tanto, Rusia mía... más aún, quizá, que a las mujeres.»

Aunque nunca me libero totalmente de la depresión, he aprendido a valorar el hechizo bajo cuyo efecto me encuentro. Si esto es lo que sabían los grandes escritores, puedo decir que he asimilado una partícula de su conocimiento íntimo. La sensación de abandono y de pérdida cósmica que me atormenta simultáneamente, pone de mi lado al resto de la creación. Por primera vez, veo que soy parte de todo. Anastasia y Aliosha están aquí, y ellos son para mí todo lo que no fue mi familia. Es por esto por lo que deseo escapar de mi habitación, huir de Rusia y no regresar jamás. Y es por esto que sé que siempre anhelaré revivir este año.

2

 

A la ciudad

HOY HACE más frío. Anillos de escarcha rodean los cables de los tranvías y los álamos contrahechos. El suelo es un glaciar de hielo sucio.

Masha, en camisón, entra a tientas en mi cuarto una hora antes que de costumbre, y una noche de amor acentúa su esencia habitual. (Se acuesta con Chinguiz por diversión, y con un joven físico de tez pálida de la ciudad a cambio de una comida en el restaurante o de irnos cuantos rublos. Cuando se acostó conmigo, me sentí intimidado por la tibieza de su cuerpo y por la idea de que estaba totalmente disponible: demasiado fácil, y al mismo tiempo demasiado sensual para alguien como yo, que durante años había dedicado su energía mental a imaginar precisamente ese tipo de sexualidad.) Deja caer un cigarrillo de sus dedos y busca otro, y después camina hasta la ventana y contempla el aterido ambiente exterior. En su estado gélido todas las sustancias son iguales y se fusionan en una masa única. Todas las moléculas están inmóviles, congeladas, y la suspensión de bruma helada que flota en el aire tiene una consistencia de hierro.

De la garganta de Masha brota un gruñido de protesta.

—Este frío asqueroso me enferma. ¿Qué les pasa a estas cerillas?

Le preparo una taza de Nescafé con mi calentador de inmersión y meto unos papeles en mi cartera. Cierra los ojos para saborear el líquido.

—¿No estás acostumbrada al clima? Lo has soportado durante toda la vida.

Se vuelve hacia mí, inexpresiva.

—A veces, amigo, pareces realmente condescendiente. Nada de estudios de antropología, por hoy. Tengo jaqueca; debo salir.

Algún día escribiré un ensayo sobre el invierno ruso. Russkaia zima, el gran depresor del espíritu y derrochador de la vida. Vivimos en una tierra de nadie, rodeados por la bruma continua, silenciosa. Aislados incluso del cielo: hace ya varias semanas que no se filtra suficiente sol como para poder adivinar su posición.

En este país el frío tiene una cualidad monstruosa. Cada momento que pasas a la intemperie implica un enfrentamiento con una colosal fuerza antagónica. Las mejillas te arden y tus nervios están permanentemente tensos. Ni siquiera una carrera hasta el buzón es cosa trivial. Un viento ligero que congela las lágrimas que ha hecho brotar de los ojos, convierte la molestia en auténtica angustia. Te cubres los ojos con los guantes y corres a buscar refugio, oyendo cómo tu voz infantil implora alivio.

La temperatura por sí sola no es desquiciante. Vermont y Minnesota —incluso Iowa en los períodos más fríos— pueden producir mayores inclemencias. La diferencia reside en la inmutabilidad: el apretón del frío ruso —y de su estado de ánimo— no cede jamás. El invierno se apodera de tí en octubre, coge los mandos de tu persona y te estrangula hasta abril. Semana tras semana una nube de color pizarra pesa sobre el horizonte chato y la gente vive entumecida o mohína. Se te descarna la piel y te duelen los hombros; con el tiempo, también sufre tu disposición anímica. Irracionalmente resentido, empiezas a ver el castigo como algo personal, y hacia fines de febrero —después de que no se ha presentado el deshielo de enero— descubres vestigios de manía de persecución. Llega, (después de dieciséis días de demora por obra del censor), la instantánea de un amigo que disfruta del bosque de Boulogne sin más abrigo que una gabardina y un par de orejeras, y te llena de envidia contra todos los que están «afuera». Algunos días, el resentimiento quiebra tu voluntad y te toma pasivo, ¿tan perdurablemente pasivo como el pueblo ruso? De vez en cuando te enceguece —¿cómo a ellos?— respecto del sentido común, en tu ansia de rebelarte. Siempre tienes conciencia de vivir en un país donde la naturaleza se ha descalabrado y donde no se apela a la justicia o la razón.

Siete meses de semejante asedio cada año, y un total mucho mayor que la suma de sus partes. Porque el invierno no es una estación como las otras, sino un talante, que entristece incluso al verano... demasiado breve para que se alivie la sensación de dolor. El invierno ruso es la canción de la vida rusa: someteos, ovejas descarriadas, a vuestro destino de penurias inexplicables. Nacisteis y moriréis en un lugar aberrante. Fue un accidente cruel, pero también vuestra oportunidad de salvaros mediante el sufrimiento.

El clima inhumano y las débiles respuestas humanas ante él... cuán poco sabía acerca de estas dos cuestiones clave. Yo era un especialista diplomado en asuntos soviéticos, autorizado a disertar acerca de esta sociedad y su política. Sin embargo, los mil libros y tratados que había leído habían sido para mí menos reveladores que la reacción de Masha al contemplar el Cuadro de febrero a través de mi vidrio ondulado. En cierto sentido, todo lo que había aprendido acerca de la estructura del Partido, el ejercicio del poder, los cauces de la autoridad absoluta, me había alejado aún más de la perspectiva de los nativos. Porque a pesar de su naturaleza constantemente sofocante, taimada y vengativa frente a la menor provocación, la dictadura no es más que un agregado marginal a los lastres más antiguos, más pesados, que soporta Rusia. Aunque es peor de lo que yo había imaginado, la brutalidad de la vida política también es menos importante porque está subordinada al clima, la geografía y el estado de ánimo, que son los principales opresores de la vida cotidiana.

Ocasionalmente hay recompensas. Un día radiante es una turquesa pulida; el aire limpia los pulmones, el sol reflejado sobre la costra de hielo nos encandila. La bonhomía y la belleza exaltada iluminan los rostros, la gente comenta que los inviernos rusos son saludables y platica sobre los viejos tiempos, cuando las heladas eran realmente heladas. Pero tales recompensas son tan raras como las rosas en diciembre. Los ánimos naufragan

cuando reaparecen las nubes, y el efecto acumulativo es desastroso.

El invierno es una batalla que es necesario librar, una cruz que es necesario cargar. Día tras día, durante la mitad del año, durante la mitad de sus vidas, los rusos pagan un quejoso tributo de energía y combustible a cambio del privilegio de permanecer vivos. Las fajaduras de sus hijos y sus propias montañas de ropas nunca bastan para disipar el impacto sobre la piel y el entumecimiento de las extremidades. Los intelectuales prudentes pueden pasar meses sin tener un conflicto con el Partido o la KGB, y millones de rusos nunca piensan en el Kremlin si no es con un vago orgullo patriótico. Pero nadie se salva de la tiranía del frío. Cada paso dado desde el refugio hasta la calle supone una bofetada del aire cortante. Cada vez que te abrochas las botas para aventurarte en la intemperie, recuerdas que debes respetar a tus superiores. Las fuerzas inconscientes, brutas, padres de los sátrapas del Politburó, te humillan.

Algún día documentaré mi indagación de la personalidad rusa. Aquí los elementos son hostiles. Esta es la fons et origo de los edificios acechantes, de los diarios estridentes y de las comodidades ausentes... de todo lo que hombres nacidos en aldeas, temerosos de desastres (porque así son quienes controlan todas las reacciones públicas y además gobiernan) vuelven portentoso, laborioso y adverso al esparcimiento general. Donde la vida es un combate para mantener a raya a fuerzas tan gigantescas, ¿qué justificación puede haber para construir locales donde se sirven aperitivos y cafés? No importa que países mucho más septentrionales sean mucho menos lúgubres. En Rusia, abrumada por el atraso, el entorno es visto como algo hostil. Los niños asimilan, junto con la leche de sus madres, la idea de que sus hogares cálidos, estrechos, representan el amor, y que el mundo exterior es esencialmente adverso a la presencia humana.