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El Partido entiende inconsciente esta verdad atroz, y es por ello que proclama tan estridentemente lo contrario. Un millón de mensajes diarios acerca de sus gloriosas victorias; dos generaciones de alegatos, pruebas y exhortaciones sobre la reestructuración de la sociedad y la creación del Nuevo Hombre Soviético... y todo ello —lo saben íntimamente—, en vano. Porque el mismo Marx enseña que «el entorno determina la conciencia», y es el clima, más que ningún otro elemento, el que controla el entorno, burlándose de sus agitados esfuerzos. Todas las exhortaciones de los propagandistas y los sacrificios del pueblo no han logrado aflojar el apretón del frío y el humor tétrico de hoy. Los patéticos carteles que proclaman la conquista de la «FELICIDAD» bajo el socialismo cuelgan en las paredes, arremetiendo inútilmente contra la tristeza generalizada. Porque los rusos no serán rehechos, ni su sentimiento de haber sido maltratados por la naturaleza se mitigará, hasta que no se tomen medidas drásticas contra el invierno ruso. Tampoco se curará la llaga latente de la culpa por haber engendrado sus propias desgracias, opresión irracional parecida a la de los niños que se acusan de haber provocado las disputas de sus familias. «Rusia es un aborto de la naturaleza», escribió Dostoievski, subrayando siempre que las cargas psicológicas son mucho más pesadas que las puramente físicas.

Estoy más seguro de esto que de cualquiera de las cosas tangibles que observo. Las preguntas personales tienen más difícil respuesta: ¿Por qué me siento tan cómodo con esta impotencia y este remordimiento? ¿Qué es lo que hace que aquí me sienta más próximo a mí mismo que en otra parte? ¿Qué es lo que me hace comulgar con el Universo a través de un sentimiento de depresión cósmica, qué es lo que me permite acoger satisfecho mi dolor interior?

 

Masha bosteza, se rasca las caderas y se sienta en la silla de mi escritorio. Cambia su taza vacía por el espejo que uso para afeitarme y examina su rostro con una concentración indisimulada que por eso mismo resulta ingenua. Si Huxley no hubiera usurpado la palabra, habría definido su carne como neumática. El trabajo duro y el sueño profundo le han conferido una turgencia elástica que de alguna manera aumenta las dimensiones de sus posaderas y sus pechos.

Ayer por la mañana, pasó una hora inspeccionando mi cuarto en busca de un libro perdido. Aunque todavía no lo ha encontrado, ya lo ha olvidado. Una ráfaga que se ha colado por la ventana y le ha rozado el cuello la hace estremecer, y afirma nuevamente que el frío la atraviesa de lado a lado.

—Detesto el invierno; siempre lo detestaré.

Sin embargo, parece no haber considerado la posibilidad de ponerse otra ropa de abrigo sobre su camisón oloroso o sobre sus pies tostados.

Me prometí estar a esta hora en la Biblioteca Lenin, pero ahora pospongo mi partida mientras ella se queda para disfrutar de otro Camel. Sus cavilaciones están dominadas por pensamientos felices; una sonrisa distante frunce sus labios carnosos. Su presencia en el cuarto es muy reconfortante, como si el contacto con una persona tan sana de mente y cuerpo pudiera ayudarme a superar mis problemas y a encontrar mi postura adulta. A veces siento deseos de preguntarle a ella, a esta hija de un minero, renuente a proyectar sus pensamientos más allá de las satisfacciones físicas de un día determinado, qué es lo que debo hacer para dar sentido a mi vida. Cuando está conmigo, dejo de angustiarme por mi carrera y mi reputación, y entiendo que no necesito ser más que lo que soy. La gente está destinada, en realidad, a procurarse y consumir su pan cotidiano; a criar a sus hijos, a disfrutar de su Nescafe matutino y de la perspectiva de completar con un pollo el almuerzo dominical. Vivir los días tal como se presentan, sin afanarse por sobresalir... y, en consecuencia, sin padecer un sentimiento de fracaso del que el único responsable es uno mismo. Con la décima parte de mis posibilidades de éxito, riqueza y estimulación mundana, Masha es diez veces más dichosa. Impasible ante lo malo, se felicita por lo bueno, y cuando la tengo cerca me parece que puedo aprender su secreto.

—¿En qué piensas, Masha?

Nunca se lo he preguntado antes. Tal vez interrogarla haya sido un error.

—Oh, en nada. Tengo que hacer reparar mis botas.

Lo dice con una potente indiferencia que quiebra el trance reflexivo. Mi respeto por Masha me recuerda, a veces, la actitud de un amigo que desdeña la ópera italiana porque, afirma, los solemnes cantantes que emiten gorgoritos de angustia piensan, en los spaghettis que devorarán después del espectáculo.

—Debo salir esta mañana —agrega Masha—. Y espero visitas —anuncia, utilizando la jerga incongruentemente pulcra para anunciar la llegada de su período (y explicando quizá el origen de su olor intenso y de su inusitada jaqueca)—. ¿Puedes conseguirme unos chismes?

Aunque apenas pudo dar crédito a sus ojos cuando los vio por primera vez hace algunos meses, ya considera que los Tampax, los «chismes», son indispensables. Nunca había oído hablar de ellos, y en realidad nunca había usado otra cosa que un puñado de algodón insertado en las bragas (aun cuando están en venta, las toallitas higiénicas soviéticas son tan ásperas y tan caras que no es posible usarlas regularmente), hasta que tropecé con ella una tarde de otoño, mientras vagaba por una calle populosa detrás de la Plaza Roja. Fue poco tiempo después de mi llegada, meses antes de que pudiera entender lo que sucedió en la hora siguiente.

Me reconoció, me sonrió,— y me invitó jubilosamente a ayudarla a buscar a una amiga en un edificio próximo, pintado de verde... lo cual era, por sí solo, una tentación, ya que cada pasó que se da por el interior de un apartamento ruso llega implícita la emoción de una aventura prohibida. En la embajada se me había prevenido a menudo contra el peligro de que me drogaran y fotografiaran, si iba solo, y de alguna manera el sistema oficial ruso también dejaba en claro que si bien las calles principales de Moscú estaban abiertas para las personas como yo, las residencias particulares eran territorio vedado. La sensación que me produjo el entrar en el mohoso edificio fue muy parecida a la que experimenté cuando visité una casa de vecindad de Harlem a medianoche, cosa que hice en una oportunidad en pos de un robusto amigo negro.

El edificio situado detrás de las tiendas GUM era menos desmoralizador que el de la calle 119, pero también era más oscuro y estaba más desvencijado. Seguí a Masha por una húmeda escalera hasta un ático, donde me encontré en compañía de cinco muchachas que fumaban y bebían vino barato, como si fueran miembros de una fraternidad universitaria femenina. Galia, Maía, Ina e Ida... pero apenas hubo tiempo para estas presentaciones precarias antes de que yo desencadenara el enigmático incidente.

Al quitarme el abrigo, dejé caer mi bolso con las compras quincenales que había hecho en la tienda de la embajada norteamericana, revelando, inter alia, la presencia de una caja de Tampax destinados a una joven francesa de la residencia. La aturdida exuberancia con que las muchachas recogieron la caja sugirió que vislumbraban un banquete con bombones importados. Cuando les ofrecí, como sucedáneo, una caja de sobres de té no me hicieron caso, y sus manos desgarraron el tentador celofán occidental, símbolo de todas las «marcas registradas» —importadas, y por consiguiente de lujo— por oposición a las cosas «Sov», despectivo epíteto con el que se designan los productos nacionales.