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Fue Masha quien arrancó la tapa y olfateó. Perpleja por el aroma nada parecido al del chocolate, examinó el prospecto... y luego hizo la prueba. En medio de la luz declinante de la tarde, su gran triángulo moreno se asomó como una berenjena desde debajo de la falda recogida. ¿Qué diablos significa esto? ¿Ha olvidado que estoy aquí? ¿Acaso las muchachas rusas son como se supone que son las suecas? Pero en tanto mi emoción se dejaba llevar por las perspectivas de la posible orgía, la de Masha se expresaba en el asombro por el ingenioso dispositivo. Pamplinas, les aseguró a las otras, no molestaba en absoluto.

—Ni siquiera hace cosquillas... es agradable.

Abochornando y provocando a sus compañeras, las invitó a beber y a seguir su ejemplo. (La que se resistió más enérgicamente estaba preocupada por consideraciones sanitarias y por el riesgo de infección.) Otras cuatro bragas fueron retiradas rápidamente, apelotonadas y guardadas debajo del cojín de una silla rota. Las muchachas parecían más avergonzadas por los modelos antiguos de su ropa interior que por la perspectiva de exhibirse ante un total desconocido. En cuclillas sobre el cuadrilátero de una antigua alfombra, entrechocando las espaldas y sosteniéndose mutuamente las {nemas, pasaban la caja en una y otra dirección como si realmente contuviera bombones. Porque después de haber ensayado un Tampax, el embriagado deleite las instigaba a probar su habilidad con otro, y después con un terceto... Era un juego que consistía en insertar, arrullar y extraer, que culminó con un forcejeo por el último tampón. Los chillidos femeninos reverberaban sobre las paredes desnudas a medida que las felices amigas demostraban «qué aspecto tengo yo» y tiraban de los hilos de las otras.

Ni la extravagancia de la escena ni el espíritu juguetón de las muchachas mitigó la excitación con que yo esperaba mi momento de expansión. Pero al cabo de cinco minutos la novedad se había agotado. Se despojaron de los nuevos juguetes para envolverlos en el inevitable Pravda y arrojarlos debajo del corroído sumidero de la cocina. La caja vacía no era más que eso: una caja vacía. La compulsión rusa por el boato había quedado desahogada y satisfecha. (Incluso los bombones suizos más costosos, cada uno de los cuales era un lujo insólito, habrían sido consumidos hasta el fin, así como todas las botellas de vodka, oporto o coñac del país son vaciadas hasta la última gota en el curso de la misma velada en que las abren.) En ese momento las jóvenes discutían el debut cinematográfico de un guapo actor, y mi tentativa de encauzar nuevamente la conversación hacia la aparente promesa de actividad sexual no hizo sino provocar miradas hostiles. Me tocó a mí el tumo de quedar atónito. Me place afirmar que yo introduje los Tampax en Rusia, y quizá lo hice, pero si tuviera que escribir una crónica del episodio, ¿no necesitaría un final más feliz?

—¿Puedes obtener más chismes? —repite Masha.

Cuando concluyó la jarana, ella se fue al cine con las otras muchachas y no volvió a mencionar los Tampax durante semanas. Pero me pidió otros cuando se presentó su período siguiente, y desde entonces he sido su fiel proveedor.

—Lo haré si me prometes terminar el relato acerca de las amigas de tu hermano.

Masha narra docenas de historias acerca de la vida en Perm, a menudo sin darse cuenta de que resultan hilarantes. Ayer recordó la primera oportunidad en que tuvo edad suficiente para votar en una elección de delegados al Soviet Supremo. Se quedó dormida, y al mediodía, hora en que los funcionarios electorales desean dar por terminada la función, aún no había acudido a los comicios. Cuando un representante golpeó la puerta de su apartamento para preguntar qué sucedía, su madre, que ya había votado, se ofreció para presentarse nuevamente y depositar en la urna la papeleta marcada de su hija. Los funcionarios quedaron muy complacidos: puesto que de todas maneras nadie impugnaría el voto, el principal interés consistía en ser el primer distrito que proclamaba el «¡Sí!» por unanimidad.

Pero mi historia favorita, entre todas las de Masha, es la que se refiere al maestro de escuela que sustituyó, como amante, al agente de la KGB. El joven fue escogido, por su lealtad política, para integrar una pequeña delegación estudiantil a Austria, de donde el trepador político —¿qué otro puede viajar al extranjero?— volvió «aún más engreído y con todos los trapos occidentales que logró comprar o hacerse regalar». Pero como un secretario de la Juventud Comunista —cargo que él desempeñaba— no podía exhibir esas prendas extranjeras sin arriesgarse a provocar un escándalo y a caer en desgracia, su nuevo vestuario nunca vio la luz del día ruso. En cambio, lucía sus camisas modernas y sus pantalones ceñidos en el apartamento discreto de un camarada. A veces invitaba a Masha, para que presenciara el espectáculo, hasta que ella «abrió los ojos» y le abandonó.

La radio emite el «bip» de las diez en punto. Masha se levanta y sugiere que vayamos juntos al centro, dentro de unos quince minutos.

—Pero no me hagas esperar, por favor. Mis botas se están cayendo en pedazos. No debo llegar tarde.

Va a visitar a un armenio llamado «Tío Grisha», un inválido de guerra autorizado a atender un servicio privado de reparaciones. El Tío Grisha se ha enriquecido porque tiene fama de ser el único remendón de Moscú capaz de trabajar con los nuevos zapatos occidentales, de plataformas (fabrica suelas con viejas cajas de cartón destinadas al trasporte de verduras). A ello se suma su habilidad para engañar a los inspectores que lo controlan constantemente para imponerle astronómicos impuestos. Puesto que sólo los poderosos disponen de esos zapatos, sus dientas son muchas de las ninfas de la ciudad, algunas de las cuales permiten que derroche sus ganancias con ellas, invitándolas a almorzar en los restaurantes, en tanto que las menos incluso le conceden sus favores. Es tan entretenido visitar su taller como el estudio de mi amigo, el talentoso pintor Yenia.

Mientras tanto, me siento a leer la novela de Leonid, la única obra de la cual está suficientemente satisfecho como para mostrármela. La ha reescrito cuatro veces, para adaptarla a las tendencias políticas cambiantes, porque alimenta grandes esperanzas de publicarla y conservar algunas de sus virtudes. La historia gira en torno de los destinos entrelazados de un joven moscovita y un piloto de la Luftwaffe, con quien aquél se «encuentra» por primera vez cuando ve su bombardero en las alturas, en 1941. Cuanto más avanzo en la lectura, más se parece a una pobre imitación de The Young Lions. Incluso hay una escena, muy semejante a la imaginada por Irwin Shaw, en la cual el piloto, aparentemente condenado a morir, piensa, con pena, en todas las mujeres que podría haber poseído y no poseyó. Me pregunto qué debo decirle a Leonid, quien depende de mí veredicto «occidental».

El desencanto que me han producido los primeros capítulos me induce a regañar a Masha, cuyos «quince minutos» trascurrieron hace media hora. Al cabo de otro cuarto de hora, está envuelta en su abrigo de lunares de acetato, rematado por un sombrero de acrílico de color rosa: ¡lista! Por fin iré a la Biblioteca Lenin, y ella al subsuelo donde tiene su taller el remendón. El frío es tan intenso como lo parecía desde la ventana. Nos disponemos a recorrer en ocho minutos el trayecto de diez que nos separa de la estación del metro. En el camino, Masha no me habla de su hermano sino de un profesor de marxismo-leninismo de la vieja generación, que reacciona violentamente contra los «insultos al sacrificio revolucionario» y suele suspender a los alumnos que se presentan ante él vestidos con un mínimo de elegancia. Quienes van a examinarse con ese profesor tienen la precaución de lucir un atuendo «proletario»: los muchachos con el cuello de la camisa abierto y sin chaqueta, las chicas sin maquillaje ni tacones altos. Masha tiene la intención de presentarse con un mono de su Perm natal.