No tardo en hablarle del verano que yo pasé vestido con un mono, cuando al concluir la escuela secundaria intenté «volver al campo». Trabajaba para un viejo agricultor llamado Blackcock, y en esa época me tomaba muy en serio su actitud agresiva respecto de mí y sus animales. Mis esfuerzos por verter esta historia al ruso nos provocan tanta risa que perdimos la huella y nos hundimos en la nieve.
En ese momento veo a una obrera montada sobre el esqueleto de un nuevo edificio de la Universidad. Se trata de una joven bonita, con expresión irritada —sin duda no fue por su gusto que eligió el oficio de albañil— y al mirar hacia abajo desde su andamio ella nos aísla dentro de la columna de peatones que se encaminan desperdigados hacia la estación. ¿Construir con esta temperatura? Sí, el trabajo continúa, a pesar del desmesurado esfuerzo adicional y del despilfarro. (Aunque la chica no estuviera semiparalizada por el frío y las ropas, ¿podría importarle un bledo el lugar donde coloca la argamasa?) De alguna manera, entiendo que la caminata de hoy quedará grabada en mi memoria junto con la imagen de esta trabajadora vigorosa pero frágiclass="underline" la llana de donde chorrea la mezcla semicongelada; salpicaduras y manchas desde la cabeza hasta los pies de su ropa acolchada de trabajo, maltratada por la intemperie; una espesa capa de lápiz de labios de color zanahoria para proclamar que es mujer.
Veinte mil colegas idénticas a ella trabajan ocho horas en un enjambre de obras contiguas. Miro hacia atrás y la saludo con la mano. Sus pómulos me traen el recuerdo de mi Anastasia, y el día cobra otra dimensión.
3
La Biblioteca Lenin
LA BIBLIOTECA LENIN flanquea el epicentro de la ciudad, separada apenas por una breve calle de la hipotenusa noroccidental de los muros del Kremlin. La gente raramente la mira, excepto cuando el guía de un autobús cargado de turistas invernales llama la atención hacia ella: un montón de mampostería gris y puertas ventanas, al estilo de los edificios de oficinas funcionales que se levantaron durante los primeros Planes Quinquenales. Fue diseñada a comienzos de la década de 1930, antes de que naciera la arquitectura stalinista, y aunque fue construida como un monumento, con estatuas de héroes campesinos y proletarios, la escasa calidad de la obra se refleja en el desgaste desigual de los anchos escalones y de la fachada provista de pórticos.
La entrada principal se abre sobre la Kalinin Prospekt, den metros al sur de la Gran Tienda Militar Central. En un espacio entre las dos instituciones están aparcados hileras de Zils y de nuevos Volgas negros, cuyos chóferes esperan durante horas en medio del frío, con la ayuda de cigarrillos y novelas baratas. Los automóviles han sido asignados a varios mandos superiores y escuelas militares situadas en las calles adyacentes, y ocasionalmente aparece un general con galones dorados, con porte roqueño, con un abrigo que le llega hasta los tobillos y con un rostro congestionado por la cólera y la prosperidad campesinas. Se abre paso prepotentemente entre los transeúntes y desaparece detrás de los visillos de su sedán, como una caricatura de sí mismo.
La otra fachada libre del edificio apunta hacia una carretera
de asfalto desnudo, para automóviles y camiones que enfilan velozmente rumbo al río Moscoval. Un poco más abajo, y siempre sobre esta avenida helada —que los viejos moscovitas siguen llamando Majovaia, aunque ha sido rebautizada con el nombre de Prospekt Marx— se levanta la antigua Mansión Pashkov, un elegante palacio del siglo XVIII con una memorable rotonda. Esa era la sede del Museo Rumianstsev, colección particular que fue nacionalizada después de 1917 y que constituyó la base de la Biblioteca Lenin. Desde entonces, esta gran institución estatal ha crecido colosalmente: dos mil asientos para lectores (recitan los guías); tres mil empleados y doscientos cincuenta kilómetros de anaqueles. Muy grande, muy rica, muy venerada.
En la entrada, hay una reja de metal embutida en el pavimento, que teóricamente debería lanzar aire caliente para derretir la nieve de las botas de los usuarios. Pero el mecanismo está permanentemente averiado: el aire que brota tiene la fuerza y la calidez del aliento humano, y debido a ello, todas las mañanas se apilan montones de lodo crujiente... multiplicando el trabajo de las encargadas de limpieza. Inclinadas sobre el suelo del vestíbulo, enjugan la inmundicia con trapos y estropajos mugrientos.
Sobre la reja se levanta un conjunto de puertas tan pesadas como las de una fortaleza. Para lograr abrir una de ellas hay que desplegar toda la fuerza del cuerpo. Son dieciocho en total, escalonadas en series de seis: una hilera exterior, otra intermedia y otra interior, separadas más o menos por un metro de distancia. Pero sólo una puerta de cada hilera no está cerrada con llave... en extremos opuestos, para evitar que se cuele el frío cuando la gente entra y sale. Como nadie sabe cuál está habilitada en un día determinado, hay que tirar de varias: ésta es una de las cien pruebas diarias que el país impone a tu paciencia, tu resistencia y tu vigor.
Todas las mañanas pensaba en esto mientras trataba de sortear el laberinto. ¿Por qué te Humillan siempre? Si no es posible usar las puertas normalmente, ¿por qué por lo menos no colocan carteles para indicar cuáles son las que están en uso? ¿Por qué
construyen entradas monumentales —por ejemplo, veinticuatro portales en la entrada «para desfiles» de la Universidad— para luego hacerte andar a tientas y abrirte paso dificultosamente como si fueras una rata de laboratorio? (En todos los edificios de Moscú, la mitad de las puertas están permanentemente cerradas con llave. A menos que formes parte de una delegación extranjera, deberás buscar una escalera roñosa —que en ruso se denomina, atinadamente, «negra»— situada en algún lugar de los fondos.) Y si el verdadero propósito consiste en protegerte del frío, ¿por qué se mantiene ese sistema durante todo el verano? Incluso en cuestiones secundarias, ajenas a la política, lo que menos importa es la comodidad del público. Todo el centro de Moscú queda cerrado para celebrar las exequias de algún viejo bolchevique, y centenares de miles de viandantes desprevenidos se congelan en las calles acordonadas. En las estaciones de metro los viajeros se hacinan como ganado, pero una de las escaleras mecánicas está cerrada por razones burocráticas, lo cual te obliga a abrirte paso con mayor energía hacia la única que funciona, mientras te sientes aún más maltratado e impotente. ¿Cómo se explica el gran derroche que se hace en todas partes en aras de la ostentación, y la enloquecedora indiferencia por la forma en que las cosas funcionan realmente?
Sin embargo, la biblioteca Lenin es un edificio más cómodo que la mayoría de los demás. Y el tiempo que pierdo buscando la entrada y rezongando por estas afrentas contra mi dignidad posterga el momento en que debo abrir los libros. Rusia suministra muchas buenas excusas para la holgazanería y los fracasos propios.
El salón situado inmediatamente después de la entrada cuenta con la ventanilla habitual de las oficinas donde se atiende al público: una abertura pequeña —a la altura del pecho, para que los visitantes deban encorvarse humildemente— con un postigo de manera que el burócrata puede cerrar violentamente cuando considera que su interlocutor le está importunando. La cola de quienes solicitan autorizaciones para utilizar la biblioteca empieza aquí y sigue el contorno de las paredes de la sala de espera, empapeladas con instrucciones y prohibiciones, y con carteles que ilustran el amor de Lenin por el estudio. Una mujer jadeante, cargada con una cartera, se incorpora a la cola, y su inmediato predecesor le comunica atentamente que la espera durará menos de una hora.
El hombre que encabeza la cola, corpulento, con un resuello asmático, presenta su petición en la ventanilla. Debe usar la biblioteca durante una semana. Ello es esencial para su investigación. Ha hecho el largo viaje hasta Moscú para esto, y su instituto cuenta con su informe... Pero la secretaria de pelo crespo, vestida con un suéter informe, no se conmueve. Lo lamenta, dice —harta incluso de la satisfacción burocrática de menospreciar a los solicitantes— pero las reglas son las reglas y él carece de la documentación necesaria.