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—¿Cómo puedo obtener ahora todas esas firmas? Le he explicado que mi instituto se halla en Jarkov. Acabo de llegar de allí.

—¿Y supongo que podrá regresar? Las reglas no fueron dictadas ayer, y no las cambiaremos hoy. Testimonios firmados y sellados de...

—...y vete a la puta madre que te parió... —masculla él entre dientes.

—...su organización, explicando las razones en que se funda su solicitud. Con detalles completos. No podemos permitir que entre gente de la calle, ciudadano.

—Sólo una semana. Tres o cuatro días. Se lo suplico.

De pronto el desdén de la empleada se transforma en ira.

—¡Me está haciendo perder el tiempo, ciudadano! No va a entrar. ¡El siguiente!

El hombre se aleja inexpresivamente, se detiene, vuelve a la sala de espera y se coloca en el final de la cola para repetir el intento.

Las colas del salón principal son más cortas pero consumen más tiempo. Ocho o diez de ellas se extienden desde los amplios guardarropas abiertos de ambos costados, donde los usuarios de la biblioteca deben dejar sus abrigos. Porque es espantosamente nekulturno ingresar en una oficina (o en un teatro o, cuando se trata de mojigatos, en una sala de estar) con el atuendo exterior; y los nuevos funcionarios soviéticos temen o desprecian, más que a Wall Street o a una idea novedosa, a todo lo que era grosero bajo el antiguo régimen. En consecuencia, la operación de despojarse del abrigo, los chanclos, la bufanda, el sombrero y los guantes, se repite cien millones de veces por día en la entrada de todos los edificios públicos. Y es ejecutada solemnemente, porque es tanto un rito social como una cuestión de comodidad o, como se arguye a veces (haciendo referencia a los microbios trasportados en los abrigos), de salud pública.

La causa del atascamiento en la biblioteca reside en la insuficiencia de perchas para satisfacer las necesidades de la legión diaria de lectores. Todas están ocupadas a las nueve, así como todas las plazas de todos los restaurantes de Moscú estarán ocupadas dentro de doce horas. Por consiguiente, las ancianas cuidadoras chismorrean entre ellas, leen los diarios que circulan de mano en mano y beben té para pasar el tiempo detrás de los mostradores. No pueden hacer nada hasta que alguien abandona el edificio y reclama sus pertenencias, dejando una percha libre para la persona que encabeza una de las colas. Quienes están cerca del final de las colas, conscientes de que probablemente tendrán que esperar hasta la hora del almuerzo, aprovechan el tiempo. Erguidos y sudando debajo de sus abrigos, leen los libros que han llevado para la ocasión, y llenan sus bolsillos con multitud de anotaciones.

A veces yo también espero con los rusos: es otro sistema para posponer el trabajo sin por ello dejar de sentirme virtuoso. Me digo que al vivir como un nativo aprendo algo acerca de las costumbres locales. Pero esta mañana no perderé el tiempo. Dispongo de dos horas útiles antes del almuerzo, y me siento decidido y con la cabeza despejada: éste es el día en que sacudiré mi inercia. Avanzo hasta el mostrador de la izquierda y solicito que me atiendan sin demora. (Puedo gozar de este derecho como extranjero, y me instigan a ejercitarlo para eludir las colas en los restaurantes, cines, teatros y tiendas. Pero esto también forma parte del síndrome de ostentación ante el pueblo. ¿Por qué el gobierno soviético vitupera a la burguesía occidental en todos los diarios, y la satiriza torpe o encarnizadamente en la mayoría de las caricaturas... y después le rinde pleitesía y la halaga desvergonzadamente cuando pisa territorio soviético?)

Entrego mis pertenencias a la anciana cuidadora cuando se desocupa la percha siguiente, guardo mi contraseña metálica, paso a duras penas por una de las aberturas unipersonales que conducen al puesto de control situado frente a la entrada principal, muestro mi pase a la matrona torva, vigilante, que monta guardia detrás del escritorio, cojo mi tarjeta de asistencia diaria, saludo con un movimiento de cabeza a la policía femenina, sonriente y vigilante, que está apostada junto a la matrona, y asciendo por la escalera ancha y desgastada hasta el Salón de Lectura Número Uno.

La placa adosada a la puerta proclama:

 

SALÓN DE LECTURA NÚMERO UNO DE ESPECIALIZACIÓN Y CIENCIAS Para doctores, profesores y miembros de la Academia de Ciencias

 

Y, por supuesto, estudiantes graduados norteamericanos. A mí, tan insignificante, me dispensan un trato privilegiado: en la jerarquía soviética, los doctores, y ni qué decir, los miembros de la Academia de Ciencias, son personajes encumbrados. ¡Qué manera de conquistar prerrogativas! En proporción inversa a las pautas mezquinas que rigen aquí, estoy más próximo de lo que jamás estaré en mi propia tierra a los hombres más ricos y sobresalientes de este país.

El Salón de Lecturas Número Uno de Especialización y Ciencias es mi centro de trabajo, el lugar donde se supone que debo pasar mis cuarenta horas semanales. Un salón majestuoso cuyos paneles de madera garantizan una solemnidad apropiada, no obstante los grandes ventanales que se alinean a ambos costados. Grandes escritores marrones —individuales, a diferencia de los de las salas de lectura de menor categoría que hay en la biblioteca— equipados con tinteros y con lámparas de tulipas verdes. Alfombras persas en los espaciosos corredores, arañas que parecían diseñadas para parodiar todo lo pomposamente proletario, y las obras completas de Lenin —en tres ediciones, con exclusión de la primera, no expurgada— a ambos lados del salón, para una fácil consulta. Estoy enamorado de este silencioso santuario y de la jaqueca que me produce: mi vieja amiga, la presión de los deberes incumplidos.

Esta mañana Maia presta servicios detrás del mostrador. Pronto se tomará los tres meses de baja en el trabajo que le corresponden por maternidad, y si tarda más en regresar es posible que yo vuelva a Nueva York y nunca más la vea. La burbuja de su cuerpo esbelto se ha ido hinchando día a día desde octubre, y la expectativa y el orgullo maternal determinan que su rostro esté consecuentemente más radiante. A veces su mirada perdida en el espacio me hace sentir deseos de llorar. Pero Maia ya no llora. En verdad es dichosa de que su gran tragedia haya concluido como concluyó. Incluso se ha acostumbrado a endilgarme pequeños discursos, ajena al hecho de que estos contradicen todo lo que afirmó, deseó y rogó meses atrás. Ahora sostiene que la madurez, la responsabilidad y la compatibilidad de orígenes son indispensables para el amor perdurable. No te cases con una de nosotras, susurra constantemente. No te comprometas con una muchacha rusa, por mucho que ella te ofrezca o te implore. Porque no puede salir bien: vuestras mentalidades serían demasiado distintas, irreconciliables. Aun antes de que dejaras este país, la carga mayor recaería sobre ella. Siempre es una injusticia, como la que cometen los cazadores blancos al desposarse con nativas.

Se inclina torpemente cuando me ve llegar y coge mis libros de los anaqueles reservados que hay detrás del mostrador. Después exhala un «aaah» de aliento tibio sobre su sello de goma, lo estampa elegantemente sobre mi tarjeta, garabatea un gran «5» en la esquina con un lápiz rojo y me la entrega junto con los libros. Ya reconoce los títulos: los mismos cinco que consulto desde el mes pasado.

—¿Por qué no trabajas un poco, camarada? —se burla—. Empiezas a parecerte a los viejos.

Los viejos son hombres semejantes a gnomos, vestidos con trajes de preguerra excesivamente holgados para sus cuerpos enclenques, que recogen y devuelven diariamente la misma pequeña pila de volúmenes. Ahora dos de ellos esperan detrás de mí. Seguramente se trata de hombres destacados que han sobrevivido a las purgas y se han hecho acreedores al honor de utilizar este salón, pero que se han convertido en el vivo retrato de una antigua época de sabiduría inútil. Los hombres de su condición dormitan y resbalan hacia la muerte en todos los rincones del mundo, pero de alguna manera éstos parecen más arquetípicos porque son rusos.