Cojo mis libros y busco un escritorio vacío cerca de las ventanas, donde la luminosidad y la corriente de aire constante me estimularán. Es muy difícil trabajar en este salón... no sólo porque las condiciones son tan buenas y todo parece muy fácil, sino porque su atmósfera genera ensueños semejantes a los que provoca el gas hilarante. La misma ficción de que éste es un salón de lectura como cualquier otro refuerza las cualidades místicas y la sensación de aislamiento que imperan en este extraño país. Pero basta de malditas cavilaciones. Pienso en mi futuro y respiro profundamente. ¡Hoy progresaré!
Cada pocos minutos la puerta se abre con el ruido suficiente para inducirnos a levantar la cabeza y mirar de quién se trata. A las 10,45 llega Ilia Alexandrovich. Se acerca al mostrador con largas zancadas, recoge sus libros e instala su cuerpo de desmesuradas dimensiones frente al escritorio habitual. Sin embargo, al cabo de pocos minutos ya tiene el brazo atravesado sobre los libros y su cabeza descansa encima de esa improvisada almohada. Ahora la fatiga le vence cada vez con más frecuencia, a pesar de lo cual considera que tiene el deber de no morir antes de haber completado su trabajo clandestino.
Es asombroso que Ilia Alexandrovich me haya contado su historia. Su actitud sólo puede explicarla el hecho de que algunas personas sienten deseos de revelar sus secretos a Anastasia, que en ese momento estaba conmigo. (Y pese a sus ochenta y dos años, Ilia Alexandrovich tiene un buen ojo para las chicas bonitas.) Una tarde, a última hora, la vio cuando me esperaba frente a la biblioteca, y cuando aparecí nos invitó a tomar el té en su casa. Anastasia y yo le seguimos en su rápida marcha hacia el apartamento, muy próximo, mientras nos preguntábamos qué debíamos esperar. Se trataba de uno de esos crepúsculos invernales de colores opacos y de fachadas severamente bellas a ambos lados de las calles desiertas, como si alguien hubiera diseñado un decorado del Palacio de Invierno para la narración en ciernes.
Una vez en la casa, Ilia Alexandrovich nos instaló en los mullidos sillones y preparó personalmente el té, que sirvió junto con un excelente vodka pimentado, pan negro y setas marinadas de factura casera. Por supuesto conocíamos su famoso apellido, pero ninguno de los rumores que circulaban acerca de él resultó ser tan extraño como los mismos hechos. Escuchamos, postergando nuestras preguntas.
Era el último sobreviviente de una de las familias más aristocráticas de Rusia: dueña de treinta mil siervos, centro de respetuosa atención en las cortes de una docena de zares. En su juventud —cuando era un Vronski de los tiempos modernos, moreno y bello, dueño de una colosal energía y de un linaje impecable— le enviaron a la Academia Naval Imperial de San Petersburgo, institución muy selecta que era uno de los oasis de preparación técnica y profesional en la atrasada Rusia, capaz de competir con las mejores de Occidente. Había sido elegida como una especie de reformatorio para el enfant gáté, pero éste trabajó con esmero y conquistó galardones.
Después de graduarse y obtener su despacho, en 1912, fue destinado al crucero Border Guard, a las órdenes del almirante Alexander Vasilevich Kolchak, cuya personalidad habría de dejar en él, durante los ocho años siguientes, una impresión aún más honda que la de los acontecimientos increíblemente tumultuosos que debieron enfrentar juntos. Kolchak era simultáneamente comandante del Border Guard y jefe de su escuadra en el Mar Báltico. Pero tenía otros deberes y preocupaciones de mayor envergadura. En ese momento, hacía desesperados esfuerzos por preparar toda la flota para la guerra con Alemania, que según sus pronósticos empezaría hacia 1915. La energía y la inteligencia de Kolchak, que corrían parejas con su integridad y su capacidad de mando portentosas, le habían inducido a participar en casi todas las facetas de las operaciones y la estrategia navales, que abarcaban desde las tareas ejecutivas en el almirantazgo (donde su presencia había sido el factor predominante antes de que volviera, tardíamente, a la flota), hasta los problemas de la hidrología y los submarinos. Fue él, más que cualquier otro, quien despejó el lastre colosal de la burocracia zarista, y quien inspiró y organizó el renacimiento de la Armada como fuerza moderna, de orientación tecnológica, después de la catastrófica derrota de 1905 en la guerra contra Japón... oportunidad en la cual el mismo Kolchak cayó prisionero, con heridas de las que nunca se recuperó totalmente.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, la figura de Kolchak cobró aún más estatura. Tanto en tierra como en el mar, era un héroe para todos los oficiales jóvenes y un maestro para la mayoría de los veteranos: una especie de comandante de la Escuadra de Cruceros de Guerra (vicealmirante Sir David Beatty), comandante de la Gran Flota (almirante Sir John Jellicoe) y Primer Lord del Almirantazgo (Winston Churchill), todo en uno.
Ilia Alexandrovich le seguía a todas partes como ayudante personal. Aún después de la Revolución acompañó a Kolchak a la comarca natal de éste, Siberia, donde, en una etapa mucho más famosa de su vida, comandó uno de los ejércitos blancos más poderosos y aguerridos de la Guerra Civil. Cuando el almirante fue derrotado finalmente en 1920, y ejecutado en Irkutsk por un pelotón rojo, Ilia Alexandrovich esperaba que su propio fusilamiento se produjera a la mañana siguiente. Escapó, vivió como un leopardo acorralado, y finalmente se sumó a la gran ola de emigración blanca. Era el único varón de su familia que había sobrevivido a la matanza masiva.
Vivió en Berlín, Ámsterdam y París, tratando de saciar su hambre y de encontrar sentido a la policía de los emigrados. Pero el estallido de la Segunda Guerra Mundial le encontró en Yugoslavia, donde luchó valientemente junto a los guerrilleros y organizó el contacto con los jefes del ejército soviético que se hallaba en plena ofensiva. Los generales rusos lo invitaron a sus brindis y sus comilonas y —obedeciendo órdenes, desde luego— le exhortaron a volver a los brazos generosos de la Madre Patria. Las lágrimas de amor por Rusia salpicaron las copas de vodka. Ilia Alexandrovich no era ni remotamente tan ingenuo como para creer las afirmaciones de que «los tiempos han cambiado, Rusia necesita a sus mejores hijos», pero se sentía solo, hastiado del exilio. Y le devoraba la curiosidad.
En el avión que le trasportó a Moscú en 1946, el tono de los oficiales que le acompañaban se trocó, súbitamente, de respetuoso en agraviante. Inmediatamente fue esposado. «¡Contrarrevolucionario!» «¡Enemigo del Pueblo!» «¡Traidor a la Madre Patria!» Quizás Ilia Alexandrovich había sido un poco cándido, después de todo: no podía borrar totalmente de su mente las imágenes del apartamento en Leningrado y de la dirección de un pequeño museo de artesanía que le habían prometido para una vejez modesta pero confortable... y útil. En cambio, le redujeron a la condición de un zombie y le sometieron a interrogatorios surrealistas en el sótano de la Lubianka. (Formularon relativamente pocas preguntas acerca de la vida prerrevolucionaria del ex príncipe, o incluso acerca de su actuación durante la Guerra Civil; a sus inquisidores les interesaban, en cambio, las actividades de los emigrados en París y, sobre todo, determinados datos relacionados con los principales jefes guerrilleros yugoslavos y con sus personalidades.)
Trascurrieron dos años. El viaje desde el aeropuerto militar de Moscú hasta la cárcel lo había hecho en un coche celular. Durante ese período Ilia Alexandrovich no vio un alma, ni rusa ni de otra nacionalidad, exceptuando a sus carceleros e inquisidores.