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De pronto —y misteriosamente, porque 1948 fue un año de gran intensificación de la represión y el terror, sobre todo después de la ruptura de Tito con Stalin— le liberaron de su encarcelamiento. Y en verdad encontraron medios para hacerle colaborar con la Madre Patria: después de un período de descanso y rehabilitación, fue exhibido ante dignatarios extranjeros, delegaciones y periodistas visitantes, como testimonio de la tolerancia soviética para con los ex enemigos de clase. ¿Qué prueba más satisfactoria de la armonía que imperaba entre todos los pueblos bajo la égida socialista, que el hecho de que este hombre todavía robusto, cuyo linaje sólo iba en zaga al de los Romanov, pudiera vivir libremente en Moscú? Y vivía feliz con su empleo humilde pero honesto... porque le habían encontrado un trabajo, como profesor de esloveno en un instituto de lenguas.

Sin embargo, los suplentes le reemplazaban a menudo en la cátedra: Ilia Alexandrovich siempre debía estar presto para viajar con un grupo de visitantes extranjeros a una de las antiguas haciendas de su familia, situada en un lírico valle del sudoeste de Moscú y transformada en orfanato.

—Cuán feliz soy de que estos edificios sirvan para ayudar a unos niños infortunados, y no para satisfacer ridículos privilegios particulares —decía (en francés, italiano, alemán u holandés, pero con más frecuencia en inglés, ante una delegación de sindicalistas británicos que lloraban de alegría al comprobar cuál era el destino que le daban a esa estupenda mansión, como al Jardín Botánico y al Ballet Bolshoi, bajo la consigna soviética de amor di pueblo).

Y agregaba:

—Yo, por mi parte, tengo un confortable apartamento en Moscú. (Algún día deberéis visitarme.) ¿Qué beneficio podrían haberme prestado estos lujos extravagantes, que sólo habrían servido para hacerme perder el tiempo? Sólo me cabe agradecer a los representantes electos que me hayan librado de reparar incesantemente los techos y de disputar con los jardineros; y los bendigo por haber permitido que la fortuna y la rapacidad de mi familia, que fueron tantas veces factores de desdicha para los demás, contribuyan por fin a la ventura de mi pueblo.

Los funcionarios de la KGB permanecían a su lado, y los guías de la visita (que también eran, por supuesto, policías secretos, al igual que los chóferes escogidos), escuchaban atentamente cada palabra. Pero las declaraciones de Ilia Alexandrovich no eran pura hipocresía. Ni siquiera mentía al sugerir que el comunismo y la Iglesia Ortodoxa distaban mucho de ser incompatibles, puesto que ambos reconocían que la vocación de servicio redimía al hombre. Cualesquiera fuesen sus otros sentimientos —y a pesar de todo no se podía decir que su regreso había sido un error sin atenuantes— el ex heredero de esa fortuna literalmente incalculable no deseaba que le devolvieran sus propiedades. Desde este punto de vista estaba agradecido a la Revolución.

Pero no se sentía menos agradecido cuando le relevaban de su papel y le dejaban en paz. Eso sucedió gradualmente en la década de 1950, a medida que su valor como novedad disminuía en proporción directa al número creciente de extranjeros autorizados a ingresar en la Rusia poststalinista. Finalmente, le liberaron por completo de su carga (y de la obligación de firmar ocasionalmente

un artículo acerca de la perfidia de la aristocracia en general y acerca de las infamias de su familia en particular) y empezaron a tratarle como a un ciudadano común... lo cual implicó su retorno a la enseñanza. Como carecía de familia, consagró su tiempo libre a elaborar un diccionario esloveno-ruso. Esa era una meta tolerable para una vida cabal, e incluso le proporciona cierto decoro... siempre que mantuviese la boca cerrada. Sin embargo —y éste resultó ser el meollo de su existencia— aún no había asistido a la última de sus tribulaciones.

Para facilitarle el trabajo con el diccionario, le permitieron utilizar la Biblioteca Lenin, e incluso le enviaron al Salón de Lectura Número Uno. Durante las pausas, empezó a leer la historia de la Guerra Civil cataclísmica en la cual había desempeñado un papel secundario. Lo que lo privó de una vejez apacible no fue el contenido de los libros de texto —la actividad docente le había familiarizado con las atroces distorsiones de la realidad que éstos contenían— sino el hecho de que aun en las obras académicas, aun en los archivos, habían sido aparentemente destruidos gran número de documentos. Al pueblo ruso le privaban no sólo de la verdad sino también de los medios para exhumarla.

Su consternación se produjo a propósito de Kolchak, el deslumbrante héroe naval catalogado como jefe de las hordas antibolcheviques. Hacía mucho tiempo que Ilia Alexandrovich había catalogado como un gran error la aventura siberiana del almirante: pensaba que al inmiscuirse equivocadamente en política, el marino profesional se había dejado atrapar inevitablemente por las imposturas y las terribles crueldades que perpetraban ambos bandos. ¿Pero qué decir de su brillante carrera anterior al servicio de Rusia? Del dinamismo portentoso y de la adhesión a las normas de conducta, de la tenacidad y los afanes fervientes que le habían permitido sacar a la Armada de su estancamiento feudal para convertirla en una fuerza moderna... y que habían procurado a las escuadras del almirante formidables victorias en alta mar. Todo eso había desaparecido, junto con la menor referencia al gran patriotismo y al extraordinario valor de Kolchak. Al retratarlo sólo como un enemigo acérrimo de la revolución, los historiadores soviéticos habían eliminado el más mínimo atisbo de sus

virtudes y logros prerrevolucionarios... aun de su existencia. Al igual que Trotski, había sido transformado en un villano contrarrevolucionario de la fábula oficial.

Ahora que Ilia Alexandrovich había concertado la paz con su propia vida, el asesinato abominable de la memoria de Kolchak le resultaba insoportable. La ejecución del almirante empezó a dominar sus pensamientos. («He mirado a la muerte a la cara en más de una oportunidad —le había contestado el reo al jefe del pelotón—. Gracias por su oferta, pero no necesito que me venden los ojos.») Ilia Alexandrovich se sintió obsesionado por la certidumbre de que al cabo de otra década, ningún poder de la Tierra podría rescatar a Kolchak de las arenas movedizas de la perversidad ideológica y la mitología insensata. Todos los testigos oculares y todos sus antiguos subordinados estarían muertos, y aunque los archivos zaristas hubieran sido conservados en alguna parte, nunca se podría escribir una historia imparcial del líder y de sus actos positivos... incluso de su tragedia. Y bien entendida, esta misma tragedia, que simbolizaba tantas otras de Rusia, y que se concretaba en la destrucción de un hombre pundonoroso, encerraba un mayor esclarecimiento potencial que la liturgia oficial de los santos rojos y los diablos blancos, destinada a alimentar el odio. ¿Cómo se explica que ese oficial cuya honestidad e hidalguía habían sido casi quijotescas, se hubiera convertido en un César y hubiera presidido (aunque sin dirigir personalmente) una tiranía brutal?

Ese era el nuevo compromiso de Ilia Alexandrovich: a falta de otro, él debía llevar a cabo una crónica. Aceptó el desafío y sintió renacer su consagración juvenil al honor, el deber y la patria, como si esa fuera la culminación del entrenamiento que había recibido como cadete. La investigación secreta se convirtió en la idea fija de ese hombre solitario. El octogenario empezó a extraer sigilosamente fragmentos de raras historias navales y libros de estudio, y a rastrear cautelosamente el paradero de ex oficiales navales entre el puñado de sobrevivientes, para reunir todos los datos que le permitieran redactar una monografía sobre su antiguo comandante. Además, practicaba una dieta estricta para no morir antes de completarla.

¿Y después, qué? ¿A quién se la dejaría? Si sabía que una palabra deslizada a las autoridades significaría su ruina, ¿por qué nos confió el secreto a Anastasia y a mí?

—Quizá —dijo, llenando nuevamente nuestros vasos—, el tema reviste suficiente interés para que en Occidente lo consideren digno de ser publicado. Si vosotros pensáis que vale algo, tal vez podréis ayudarme en mi empresa —fijó los ojos en Anastasia—. Pero pasemos a cuestiones más frívolas. ¿Cómo se conoció una pareja tan encantadora?