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A partir de entonces me vio a menudo en la biblioteca, pero nunca volvió a mencionar a Kolchak, y menos aún dejó que yo sacara su manuscrito clandestinamente. Al igual que hoy, alternaban los períodos de gran actividad con otros de igual agotamiento, y su edad parecía oscilar treinta años de unos días a otros. Ahora está otra vez sumergido en los libros, aparentemente revitalizado por su siesta. Luce una hermosa corbata que hace juego con su camisa de color crema: todavía se ufana de su aspecto personal.

 

Divago y sueño despierto; tengo la mirada perdida en algo absorbente, pero no logro discernir ni entender plenamente las escenas que se desarrollan en este recinto. Estoy metido en el olor almizclado de la tinta de imprenta y de las pastosas revistas académicas. Me arrullan los sonidos: el tránsito exterior de la Prospekt Marx, apagado por la nieve, y el siseo del ruso musitado, con sus consonantes, en uno u otro lugar del salón. Me siento entumecido por la atmósfera circundante: la de los enormes ficus, la del busto de yeso de Lenin, la de las columnas de mármol, la de la campanilla del teléfono que repica largamente en la antesala de los bibliotecarios sin que nadie lo atienda.

Si al menos pudiera grabar el significado de unas pocas de las imágenes que tengo delante, tal vez entendería hasta cierto punto por qué la vida rusa es distinta de la de los demás países. La cabeza afeitada del hombre sentado a mi derecha, un cráneo con forma de bala que descansa perversamente sobre un torso burocrático, en tanto el reflejo de las arañas brilla en la grasa de sus poros. Santo cielo, ¿es realmente el stalinista siniestro que parece ser? ¿O, por el contrario, tiene este aspecto porque él también fue una víctima? ¿Por qué los académicos rusos siguen rasurándose la cabeza?... El hombre sentado frente a mí también tiene forma de pera y viste un traje de sarga, pero comparte el escritorio con una mujer pintarrajeada y teñida como la más llamativa ramera de Broadway. Y un tercer hombre, más anciano y esmirriado, marcha con paso vacilante por el corredor que conduce a la puerta, llevando un bastón en una mano y un diario trémulo y cuadrangular en la otra: se trata del periódico del día anterior, que este miembro correspondiente de la Academia de Ciencias ha aprendido a llevar en el bolsillo o en la cartera, como todos los rusos, aun los más encumbrados, por si le sorprende la llamada de la naturaleza. De alguna manera esto no parece humillante sino democrático, cuando se hace con decoro.

Desde el escritorio de mi izquierda llega el murmullo gutural de dos enjutos estudiantes iraquíes, que sin duda hablan de muchachas, de sus carreras en los monopolios petrolíferos del Estado y de las intrigas de las facciones universitarias árabes. Vestidos con chaquetas deportivas y camisas de nylon compradas en una cadena de almacenes, son, sin embargo, un poco más elegantes que los estudiantes rusos, y éstos, fastidiados por los impuestos adicionales que recauda la Madre Rusia para enriquecer a ingratos lejanos —y asqueados por la piel de color— se mantienen a hosca distancia de sus «hermanos árabes». El libro que descansa sobre su escritorio es un clásico manual norteamericano de química: han pasado tres años aquí, pero sus conocimientos del ruso no les permiten todavía descifrar libros de texto soviéticos sobre temas que no es posible consultar en inglés. Han viajado hasta Moscú, con el respaldo de costosas becas, inmensas inversiones económicas y compromisos internacionales, para extraer sus fórmulas de páginas impresas en Nueva Jersey.

• Hacia la izquierda de los iraquíes veo al nigeriano esbelto como un junco, vestido con un traje italiano que hace resaltar su porte majestuoso. Es el hijo de un jefezuelo, muy popular en el círculo negro más refinado de la Universidad... entre otras cosas por la tenacidad con que denigra todo lo eslavo. Mientras hace tanta ostentación de su idioma inglés como de su vestuario, afirma reiteradamente —volviendo en esas ocasiones al ruso y andando que todos lo oigan— que los nativos seguirán siendo mujits ignorantes hasta que sean colonizados por una civilización superior. Con el mismo talante, exhorta a sus colegas becados a rechazar su participación en los destacamentos de limpieza de los dormitorios. Dice que si bien los estudiantes que provienen de Europa Oriental y Occidental ceden complacientes, los africanos no deben caer en la ignominia de fregar los suelos rusos.

A veces el rostro del guerrero nigeriano presenta magulladuras producidas por los puños de estudiantes rusos pendencieros. Durante la última emboscada, tendida con la ayuda de una rubia que aceptó hacer las veces de señuelo y que le alejó del camino que conducía al metro, sus ubicuos lentes ahumados fueron reducidos a polvo en un mortero. La respuesta del nigeriano consistió en hacerse enviar por avión, desde París, un modelo aún más elegante, y en exhibirse en compañía de su última amiga cautivante (conquistada en parte con media docena de frascos de esmalte para uñas Revlon y un pequeño pulverizador de Madame Rochas), en tanto juraba nuevamente que, cuando estuviera de vuelta en su patria ocupando un puesto en el Gobierno, se consagraría a la tarea de sabotear las relaciones soviético-nigerianas.

Los estudiantes norvietnamitas con sus uniformes Mao y su laboriosidad inexorable... ¿son mis enemigos? Nunca me miran siquiera y, en verdad, casi nunca miran nada, con excepción de sus libros. La acicalada muchacha alemana occidental que ha venido desde un mundo increíblemente más rico, más pulido, para estudiar a Lermontov... PERO BASTA YA: ¡debo ponerme a trabajar!

 

Al principio, se me ocurrió la loca idea de que podría reformar al granjero Blackcock. Después le odié por haber matado mi ilusión de encontrarme a mí mismo a través de la labranza de la tierra.

Esperaba impacientemente los días en que su toro debía servir a una vaca. El verano húmedo hacía que las grupas de los animales gotearan constantemente, pero nunca dejaba pasar la hora del ordeñe sin contar el chiste acerca de la razón por la cual

la mierda no sobrenadaba sus «conos». Yo debía reírme con entusiasmo suficiente para apaciguar su ánimo, pero no demasiado, porque sabía que quería tentarme a la sodomía. Su otro tema de conversación giraba alrededor de lo mucho que les gustaban «esas cosas» allá en el Marne, como él lo había descubierto en 1918, bajo las órdenes del general Pershing. Mientras levantaba las colas de las vacas, me informaba que a los franceses les agradaba olfatear su comida.

El mismo Blackcock trataba a la comida como si fuera forraje, y consumía justo lo suficiente para llenar su cuerpo enjuto. En una oportunidad no estuvo en el almuerzo porque estaba reparando el tractor en la ciudad, y su esposa nos sirvió una ración más abundante a Jim y a mí. Habitualmente nos sentíamos demasiado intimidados para pedir más. «Corten eso con los dientes —nos ordenaba, clavando el cuchillo en la tajada de grasa de cerdo que hacía las veces de carne—. Las proteínas dan fuerzas.»

Terminábamos de comer enseguida porque disponíamos de un cuarto de hora mientras Blackcock vitoreaba a Fulton Lewis, quien a su vez vitoreaba a McCarthy, por la radio. Jim no se acostaba. Jugaba con su pila de viejos comics. Tenía catorce años, y ya estaba contrahecho por efecto de la desnutrición.

El Departamento de Huérfanos del estado de Nueva York pagaba veinte dólares semanales, o una suma parecida, para su manutención. Blackcock no gastaba más de tres para alimentarlo, y no más de veinte cada año para vestirlo. Su único par de zapatillas se estaba pudriendo, corroído por el sudor y la cal viva. Las usaba desde la mañana hasta la noche, todos los días, como un niño de la época de la Depresión. Y Blackcock le explotaba más que a mí —también los sábados— porque el chico conocía todas las máquinas y los procedimientos. La jornada de trabajo terminaba cuando ya estaba demasiado oscuro para ver. Subíamos a nuestro desván sin lavamos. Al amanecer, la esposa de Blackcock nos despertaba con el gong de la alarma contra incendios.