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Los días que trabajaba solo, sin tener que soportar sus exhortaciones, eran más llevaderos. La granja estaba en el extremo del estado, a treinta kilómetros al sur de Canadá. Yo descansaba apoyado sobre la horquilla, atento por si aparecía un coche en la loma del campo. Cada uno de ellos era la nave espacial que me llevaría de regreso a la civilización. Un Buick 49 que volaba hacia Burke, y después hacia Malone, donde había un cinematógrafo... ¡Se alejaba de ese lugar! Me encantaba su brillo cromado y me imaginaba a su afortunado conductor. Era libre. Enfilaba velozmente hacia la dudad, feria de luces, drugstore, tráfico y multitudes, de todo lo que yo amaba con la nostalgia que los refugiados sienten por la madre patria. Cuando el coche desaparecía, un vacío absoluto se apoderaba de los campos. Ningún ser humano a la vista, ni siquiera desde lo alto del prado. Cuando aparecía alguien, era Blackcock, que volvía para comprobar cómo crecían mis pilas de heno.

Yo sabía qué era lo que me mantenía bajo su férula. Después de haber tomado la dramática iniciativa de abandonar la escuela para convertirme en campesino, no podía volver... por lo menos hasta el otoño. Era más difícil entender por qué había emprendido, para empezar, semejantes evasiones. Mi padre y mi madre reñían constantemente, ¿pero qué padres no lo hacen? Desde que tenía uso de razón, ambos trabajaban, y yo me sentía tan solo que tramaba aventuras quijotescas como la de volver a la Madre Tierra. Para eludir la soledad había escapado a la desamparada granja de ese maniático donde, paradójicamente, mi soledad era aún más insoportable.

En medio de una noche de septiembre me deslicé fuera de la buhardilla y caminé hasta Malone sin detener a ningún conductor, porque temía que un vecino me denunciara a Blackcock. Cuando abrieron las tiendas, compré un par de zapatillas blancas para Jim con mis últimos cinco dólares...

Me hundo en mi asiento, recordando con alivio ese verano bucólico. Cuando las cosas se ponen feas, resulta reconfortante evocar algo mucho peor. Si be sobrevivido a la auténtica desgracia de Blackcock, no puedo capitular ante el pánico minúsculo de hoy.

¿Por qué habría de ser un golpe mortal que renuncie a mi tesis, que no obtenga mi doctorado y que nunca sea profesor? Esto no es causa suficiente para tanta autorrecriminación. La ironía consiste en que jamás ambicioné realmente una vida académica... hasta este año, cuando comprendí que nunca conseguiría

acceder a ella. Convertirme en profesor fue mi último sucedáneo, después de que mi plan de hacer algo «fundamental» mediante el trabajo en el campo concluyó en un fiasco. Y ahora me he convencido, por alguna razón autodestructiva, de que soy tan viejo y he avanzado tanto en las escuelas de graduados que ya no puedo cambiar de carrera. Pero si descarto la docencia, no tengo otra manera de ganarme la vida y justificar mi existencia. ¡Es muy típica de mí, esta autocompasión plañidera! Puedo hacer algo ajeno a la presión intelectual —conducir un taxi, por ejemplo— y ser doblemente feliz. Mi incapacidad para trabajar aquí debo interpretarla como una forma de zafarme de algo que me perjudica, sin condolerme por «la derrota de otro día».

Mi gran error consistió en no consagrarme a la investigación inmediatamente, en septiembre. No, fue más bien haber equivocado el tema. Intento estudiar el gobierno municipaclass="underline" las funciones cotidianas de los soviets urbanos. Pero no me permiten asistir a sus sesiones, leer sus agendas, revisar las actas de las reuniones de hace diez... o cincuenta años. He suplicado que me autoricen a asistir durante cinco minutos a un solo debate, una discusión, por ejemplo, sobre la revisión de un horario de autobuses, para ver a la democracia soviética en acción. Me contestaron que eso es superfluo e incluso absurdo. Los profesores soviéticos han descrito exhaustivamente el autogobierno de su país, el más libre y abierto del mundo. ¿Qué necesidad tengo de asistir a asambleas, preguntan mis superiores académicos, cuando el material para mí disertación ya ha sido esmeradamente preparado? Los procedimientos que les son extraños pueden desorientar al forastero en una sesión determinada, en tanto que capacitados eruditos soviéticos suministran una imagen completa del conjunto. Para analizar las instituciones municipales en acción, dicen, consulta los libros, que son las fuentes más fidedignas. Y lee a Lenin. Estudia y vuelve a estudiar a Vladimir Ilich: «este es el deber del investigador que examina la sociedad leninista».

Pero los libros son ilegibles. Al igual que las ediciones de la guerra, destinadas a ahorrar papel, estos tomos de las Editoriales Estatales de Literatura Jurídica y Política tienen tapas combadas y páginas sin márgenes, y capítulos tras capítulos de un texto tan denso que la lectura me marea. Y todos ellos, todos los millones de palabras que pretenden que yo digiera, no son sino áridas disertaciones sobre una ilusión difunta:

En nuestro país ha nacido un Estado de todo el pueblo, un jalón crucial en el camino hacia el autogobierno comunista. En el autogobierno comunista, hacia el que se dirige el Estado socialista, los soviets, los sindicatos, las cooperativas y otras organizaciones de masas se fusionarán en una estructura única, unificada...

La estricta protección de los derechos de los ciudadanos es orgánicamente inherente al Estado soviético, así como a la política y los procedimientos de todos los órganos y funcionarios estatales. V. I. Lenin dedicó una extraordinaria atención a la legalidad socialista. V. I. Lenin exhortó a los trabajadores a cumplir inexorablemente todas las leyes y los reglamentos del régimen soviético, y a mantener una guardia vigilante para que todos los cumplan...

La fuerza de los soviéticos reside en los lazos indisolubles que los unen a las masas, al pueblo. V. I. Lenin dictaminó que el enrolamiento de los trabajadores en la Administración del Estado es un «medio maravilloso» capaz de «decuplicar inmediatamente, con una sola embestida, nuestro aparato estatal...»

La teoría marxista-leninista enseña que el socialismo y el comunismo son productos de la labor creativa de un pueblo organizado, férreamente unido y encauzado hada una meta única. En consecuencia, el avance de las organizaciones de masas de los trabajadores, y de la unificación de las masas, constituye un logro objetivo e inevitable del Estado soviético y de la sociedad soviética...

Uno de los fenómenos naturales e ineludibles del desarrollo soviético en la etapa actual de construcción en gran escala de la sociedad comunista, es la expansión del papel de los soviets locales. Fundándose en los postulados leninistas, L. I. Brezhnev señaló que «la naturaleza genuina de la democracia soviética también se refleja en este hecho, a saber, que en nuestro país los órganos locales de gobierno y las organizaciones comunales asumen un papel cada vez más importante en la administración y dirección del Estado...» El Partido Comunista enseña que una condición esencial para que los soviets lleven a cabo su cometido con éxito consiste en la mayor profundización de la democracia socialista en todas sus actividades. A través de su papel de organizadores de masas, los soviets locales participan cada vez más activamente en la materialización del rumbo que ha fijado el Partido Comunista y que apunta a transferir a las organizaciones de masas de los trabajadores las tareas que ahora desempeñan funcionarios a sueldo del Estado.

 

¿Para quién ha sido escrita esta jerigonza? Sólo un puñado de extranjeros —estudiantes graduados como yo, a los que no les queda otra alternativa— la leen, en tanto que ni siquiera el estudiante ruso más palurdo se deja engatusar. No importa que sea un patriota entusiasta, o que incluso se sienta personalmente ligado al socialismo, lo cierto es que hace mucho tiempo que la retórica ritual acerca de la legalidad socialista, la democracia soviética y la participación de los trabajadores ha dejado de tener sentido. Sin embargo, todos los años se publican nuevas ediciones de centenares de miles de ejemplares, con las citas claves de Lenin reordenadas en consonancia con los últimos matices de la línea política: panfletos, opúsculos, folletos, gruesos volúmenes.^. un océano de papel que inunda un país donde —no obstante la existencia de inmensos recursos forestales— dicho material está racionado cuando se trata de aplicaciones más útiles.