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Todos los libros se componen con la tipografía estándar; todos contienen una farragosa repetición de los mismos falsos sortilegios. No puede existir en el mundo otra masa de literatura tan extraordinariamente tediosa.

Lo humillante es que otros estudiantes de los programas de intercambio que abordan temas aún más insípidos y menos importantes cumplen con su deber, llenando con anotaciones sus tarjetas de doce por veinte. Pero mi parálisis se agudiza: me siento incapaz de leer una página más. Antes nunca había tenido tantos ensueños, nunca me había sumergido en tantas divagaciones insensatas. Y aunque me resulta difícil creer que he naufragado, el fracaso también confirma lo que siempre he sabido acerca de mí mismo.

Cuando estaba en tercer grado, pensaba que nunca podría llegar al esclarecido y gigantesco reino del octavo. Ya en el octavo, no lograba imaginarme en la escuela secundaria. Y en ésta, la Universidad parecía quedar muy lejos del alcance de mis aptitudes. La diferencia que me separaba de los otros que seguramente alimentaban esos temores habituales consistía en que yo los exageraba porque temía tener una tara que se manifestaría antes de que terminara de desarrollarme. Y para hacer realidad la aprensión infantil, este paleto aparece en la antigua Biblioteca Lenin, en el último tramo que separa al estudiante del hombre maduro, y se hace acreedor a un bochorno infinitamente mayor que el que podría haber provocado la deserción de mil cursos universitarios.

¡Qué idiota soy! Mi cerebro presumido considera interesante hacerme intervenir en un melodrama sin argumento, irracional. Desocupado a mi edad, supuestamente porque no encuentro nada suficientemente bueno: yo no soy suficientemente bueno.

Trago saliva, elimino de mis oídos las mofas del vulgo y vuelvo a la realidad. La clave consiste en hacer algo, en levantarme para hojear los diarios de la mañana, lo cual puede constituir el comienzo. Sobre una mesa próxima a la puerta descansa una pila de publicaciones nacionales, que se proveen diariamente, como en todos los salones públicos. Sea lo que fuere lo que no funciona, el pueblo soviético debe «aguzar su conciencia política» leyendo la prensa de su país. El público exquisito de este salón también dispone de diarios comunistas extranjeros, aunque los ejemplares de L`Humanité y The Morning Star desaparecen cuando contienen una fotografía o una opinión que no ha sido aprobada.

Para variar, elijo Sovietskaia Rossiya. El artículo de fondo se ocupa de la actual intensificación de la lucha ideológica.

 

El pueblo soviético está preparado. Sabe que el incremento del comercio y de los otros contactos con representantes del capitalismo obliga a desplegar una mayor vigilancia bajo la guía de nuestro partido. Porque la coexistencia ideológica es imposible. El actual momento histórico se caracteriza por una drástica intensificación de la lucha de ideas, en la medida en que el capitalismo se debate en un vano esfuerzo por demorar el triunfo inevitable del marxismo- leninismo.

A nadie le sorprende que Occidente siga rebuznando acerca de la «libertad intelectual»... lo cual no es más que una capa para cubrir la propaganda soviética. Como enseñó V. I. Lenin, no puede haber libertad de creación sin la liberación respecto de la ideología y las relaciones explotadoras de la burguesía, que aprisionan la voluntad del artista y distorsionan su talento.

La farsa hipócrita que se desarrolla bajo la consigna de la «libertad intelectual» es, en verdad, un último esfuerzo encaminado a coartar de alguna manera el avance triunfal del socialismo. Esto también demuestra que ni siquiera se puede hablar de un «armisticio ideológico», treta con la que se intenta entorpecer el avance del socialismo hacia su victoria total y definitiva en el mundo.

 

El artículo siguiente informa que los trabajadores de la bauxita han movilizado todos los recursos para la batalla de la productividad que se librará en este segundo año decisivo del histórico Plan Quinquenal. A continuación, un informe acerca de los progresos logrados por los científicos empeñados en la tarea de mejorar la calidad sonora de los discos y conservar la voz de Lenin. Químicos, físicos, ingenieros de sonido y especialistas en ordenadores... todas las disciplinas trabajan conjuntamente para restaurar las inflexiones del querido Vladimir Ilich.

Sigo arrastrándome por las páginas: historias de batallas en el frente agrícola ucraniano (quedan sólo cuatro meses en los que hay que prepararse para la roturación de los campos) y de victorias sobre los ríos siberianos; sermones sobre la moral socialista y denuestos contra los poetas «nihilistas» de Alemania Occidental. Me digo que ésta es otra forma de trabajo, más asequible que la investigación académica gracias al alivio que produce la comicidad de los materiales. De todas maneras, lo más que puedo soportar son diez minutos. Estoy ansioso por telefonear a Anastasia, pero será inútil, por la misma razón por la cual ya es demasiado tarde para empezar de nuevo y recuperar los meses de trabajo perdidos. Si por lo menos no hubiera arruinado eso. ¡Si por lo menos pudiera contar otra vez con Anastasia! Sé que no seríamos felices como antes, pero por lo menos yo podría superar esta lúgubre desconfianza en mí mismo.

Mi disco rayado es peor que el de Lenin. Si me voy ahora de la biblioteca, ni siquiera podré fingir que he hecho un esfuerzo. ¿Y después, qué?

 

Ahora Maia está sola en el mostrador, mirando nuevamente al vacío. Parece planear la vida del hijo que lleva en el vientre- burbuja. Esta es la hora tranquila: han llegado los últimos lectores matutinos, su supervisora ha salido a tomar el té. Entablo una brevísima plática de corazón a corazón.

—Viviremos durante un tiempo en casa de su madre —susurra, con los ojos abiertos por si alguien vigila nuestra conversación—. Es muy buena conmigo. Dormirá en la cocina y nos cederá su cuarto.

Las lágrimas de Maia son perlas de dolor, como dice el proverbio ruso. Cuando era una joven actriz de nacionalidad tadzhik, la trajeron a Moscú desde Leninabad (ex Stalinabad, ex Dushambe) y le concedieron una codiciada plaza para «representantes destacados de las nacionalidades» en una academia teatral. Meses más tarde, en un accidente de ferrocarril resultó con la voz lesionada y con su rostro aindiado poblado de cicatrices. Mientras aún estaba envuelta en vendajes, su madre murió en un incendio en la fábrica donde trabajaba. Maia no quiso volver a la ciudad de donde había partido triunfalmente un año antes, y se inscribió en un instituto para bibliotecarios.

Cuando se graduó, le encontraron un buen empleo en la Biblioteca Lenin: un consuelo para sus años de soledad, porque estaba segura de que su rostro desfigurado le impediría casarse. Ello fue así hasta el invierno pasado.

Durante el año anterior, un profesor inglés llamado Ion, que realizaba estudios en el Salón Número Uno, había conversado con ella una o dos veces acerca del tiempo. En junio, su despedida fue tan lacónica como esas pláticas anteriores, pero al regresar a la Universidad de Manchester el recuerdo de Maia, quizá realzado por las comparaciones con sus alumnas más frívolas, se apoderó de él. Sin siquiera escribirle una carta, volvió a Moscú durante las vacaciones de Navidad de diciembre pasado. Le pidió al chófer del coche de Intourist que le esperaba en el aeropuerto que le llevara a la biblioteca, corrió escaleras arriba y en el mismo mostrador le pidió que se casara con él.