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Maia sabía que ésa era su Oportunidad. Ian era un hombre cariñoso y honrado. No le importaba cómo era Gran Bretaña: criarían a sus hijos y serían felices. Después de solicitar, junto con ella, una licencia de matrimonio, Ian volvió a Manchester. Planeaba regresar para la boda, al cabo del mes de espera. Pocos días después de la partida de Ian, Maia fue convocada a una oficina.

—¿Por qué quieres casarte con ese tonto inglés?

—Porque le amo —convencida de que con esa entrevista se pretendía aterrorizarla, Maia contuvo sus lágrimas.

El funcionario la abofeteó.

—¿Aún le amas?

—Sí.

La segunda bofetada le hizo arder las orejas.

—Apenas le conoces. ¿Quieres exhibir tu —mueca de burla— facha en el —mueca de burla— Reino Unido? —Levantó el puño—. ¿Todavía le amas?

—Sí. Como usted nunca será capaz de entenderlo.

—Vete de aquí antes de que pierda el control de mis actos. Y empieza a rezar.

Ninguno de los temores de Maia se convirtió en realidad. Siguió trabajando —¡y con extranjeros!— en la biblioteca. Para impedir la boda fue suficiente con negarle a Ian el visado de entrada. Las postergaciones de la fecha del casamiento reforzaron el amor de Maia aún más que el interrogatorio de la KGB. Ian era culto, refinado, afable; deseaba llevarla a un múñelo ilustrado. Ese inglés apacible que había tenido un bello gesto con ella se convirtió en un caballero que representaba, no sólo las antípodas de los lacayos de la KGB, sino también la buena suerte que debía compensarla de su desgracia.

Durante su posterior etapa de pena lo único que le interesaba era Inglaterra. Dentro de los límites que imponía el material disponible, se convirtió en especialista en la vida cotidiana de Manchester. Había pasado tan poco tiempo con Ian que podía revivir cada momento, podía recordar todas sus pecas cobrizas. Entonces un operario fue a reparar el teléfono de su apartamento, y sus pensamientos acerca de Inglaterra y la Mesa Redonda, incluso acerca de la vida intelectual, se extinguieron tan súbitamente como habían nacido. Ella le envió una carta rompiendo el compromiso y pidiéndole que no volviera a escribirle. Se había convencido de que el matrimonio con un extranjero era desagradable per se, de que Ian quería arrastrarla a la desdicha. En esto, por lo menos, había copiado la actitud del inquisidor de la KGB. Una muchacha soviética nunca podría sentirse a gusto en un país extranjero. La nostalgia es un precio exorbitante cuando se paga con ella la compra de automóviles y chalets suburbanos. La .verdadera felicidad sólo se puede alcanzar junto a un compatriota... aunque no se trate sino de un sencillo operario de la compañía telefónica.

—Mi suegra nos ayudará mucho cuando llegue el crío. Fue enfermera durante la guerra.

—¿Varón o niña? Ahora pueden averiguarlo por anticipado.

—No lo sabemos. Mi marido quiere un varón, por supuesto...

Y no te cases con una muchacha rusa.

Me dispongo a formularle una pregunta acerca de ese marido un tanto borroso cuando descifro, por primera vez, su expresión de los últimos meses. Ahora no importa. Nada importa. Tengo a mi hijo.

De regreso en mi escritorio, sonrío al pensar en la ironía que encierra la frase de Maia —«No te cases con una muchacha rusa»— en el contexto de mis relaciones con Anastasia. Entonces me fuerzo a leer otra página. Pero es inútil. El sopor me hace entrar en trance, como el lodo de otoño que paraliza la campiña. Apoyo la frente sobre mis manos ahuecadas para simular que leo. Será mejor que los otros estudiantes graduados no sepan la verdad. Sobre mis ojos se forma una película y me dejo flotar sobre este edificio hacia la desmoralización del fracaso... que llega acompañada de la dicha espiritual.

Abro los ojos. Una chica bonita con un ancho trasero ruso ésta de pie frente al mostrador de préstamos. Un trasero que ya es mío: estoy seguro de que se volverá, me sonreirá, me hará la seña mágica. La sensualidad del ensueño siguiente viene acompañada por la luz del sol que se filtra a través, de la vidriera de una capilla. Cuando Joe Sourian me despierta, mi reloj marca las doce.

A veces Joe y yo almorzamos juntos, cuando nos encontramos en la biblioteca. Le gusta comer al mediodía o, para ser más exacto, le gusta comer prácticamente a cualquier hora (él siempre calcula que es inmediatamente antes o después de la gran afluencia de comensales), y su- cuarto es el único lugar donde puedes hincar satisfactoriamente el diente cuando sientes hambre durante la noche. Vive dos plantas más abajo que yo, dentro de la residencia, en una habitación que aparece atestada de discos de jazz, antihistamínicos, cacerolas, vitaminas, pilas de cartas, mantas eléctricas, guías dé viajé, cajas dé jabón en polvo, números atrasados del Time, números atrasados del Playboy, así como Sugar Pops, aerosoles de Right Guard y una respetable provisión de latas de chow moin obtenidas en la embajada norteamericana y en otros lugares. Joe es tan corpulento y cordial como todos los gordos estereotipados que aparecen en los filmes sobre la vida en las fraternidades estudiantiles. Siempre usa corbata porque su madre le educó para que fuera un buen chico armenio, y los líquidos que le chorrean por el mentón recubierto por una poco abundante barba hacen que esté constantemente manchado. Está aquí como miembro de un programa de intercambio estudiantil, igual que yo, pero éste es su segundo año completo. Estaba tan contento que solicitó una «ampliación» al acabar el primero. Según se complace en decir, en Moscú hay dos clases de norteamericanos: los que odian este lugar y «Joey- boy» Sonrían.

—Vamos a manducar —dice, con la mano apoyada sobre la hebilla. Su estómago prominente empuja el cinto tan hacia abajo que la camisa azul no le alcanza, y deja al descubierto un triángulo de camiseta—. Tenemos que damos prisa si queremos adelantarnos a la multitud. Comeremos un bocado rápido para poder volver a los libros.

Joe tiene un centenar de amigos, dentro y fuera de la Universidad, y todos le han embaucado para hacerle participar en sus planes. Los rusos, los franceses, los georgianos, las dos chicas holandesas que simulan no querer tener ninguna relación con los desaliñados hombres rusos, y todos los miembros de los contingentes inglés y norteamericano, son sus camaradas. Individuos que en otras circunstancias no se dirigirían la palabra —alemanes orientales y occidentales, paquistaníes y bengalíes— se apretujan sobre su cama mientras un miembro de la comunidad armenia se corre para dejarles espacio: todos los armenios soviéticos se sienten hermanos de sangre del cachazudo norteamericano que siempre tiene pronto un regalo pata cualquiera que entre en el cuarto, aunque sólo sea un viejo ejemplar del Esquire o la oportunidad de escuchar a The Original Dixieland Band en un Sony de cuatro pistas.

Cuando sale de su habitación, rara vez lo hace sin llevar obsequios para sus amigos, los amigos de sus amigos y los pedigüeños. El botín cotidiano, que lleva envuelto en papel de diario, metido en una bolsa de celofán y oculta debajo de su abrigo a la manera de Harpo Marx, representa una pequeña fortuna en rublos —y una felicidad de otro modo inalcanzable— para sus destinatarios. Los ojos oscuros de Joe están un poco desorbitados, porque nadie sabe con certeza si no podrían arrestarlo como «especulador» por llevar encima alguno de esos artículos, o por todos ellos. Pero se ríe para sus adentros y sigue adelante, confiando en que su cuerpo voluminoso disimulará el cargamento.

Un par de tijeras de Alemania Occidental para su peluquero, medias de lana para la hija de la criada del año anterior, corbatas para los taxistas y pantys de nylon para las camareras de Moscú.

Incluso un maltrecho libro de oraciones, entregado en el cubículo de la letrina de un parque, para un judío ortodoxo tan asustado que se lo pidió a un norteamericano en vez de a sus propios correligionarios, que son judíos pero soviéticos. Puesto que toma en. serio el involuntario deber del occidental, que consiste en aprovisionar a sus amigos soviéticos con aquello que sólo él puede conseguirles —y en razón de que goza de una extraordinaria capacidad para catalogar y satisfacer la necesidad de cada individuo procedente de algún rincón de la comunidad occidental—, es un fenómeno de abastecimiento y suministro. No puede decir que no a ninguna petición. Le llueven como las solicitudes de reserva a una compañía de aviación. Si se dedicara al comercio podría levantar de un día para otro un imperio mercantil.