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El mercader armenio: algunos dirían que lo lleva en la sangré; Algunos afirman que le encantan los afanes y las intrigas del intermediario, y que sus rezongos se parecen a los de un ejecutivo que protesta vanidosamente del exceso de trabajo. Su verdad, empero, es que actúa movido sólo por la vocación de servicio que es típica del chico gordo de la clase, y renunciaría a ella de buen grado si pudiera.

—¿Por qué no tratas de jugar al Rey Mago durante doce meses? —suspira.

No obstante su perspicacia, no es ni remotamente tan rico como imaginan los estudiantes soviéticos: cobra, por cada mercancía, el «impuesto de reposición» indispensable para mantener su negocio en marcha. Y, a pesar de las sonrisas que reparte generosamente, tampoco es el hombre más feliz del mundo. Guardar las apariencias implica una carga aún más pesada.

—Cuesta mucho estar siempre de buen humor —me confesó una noche en que asumimos el papel de tusos y compramos una botella con el propósito declarado de embriagarnos. Por otro lado, su popularidad y el embrollo ruso le han ayudado a liberarse de las inhibiciones de origen materno.

Su infancia representa, aún más que la mía, un caso clínico ideal para estudiar a los norteamericanos inmigrantes que deben optar, dolorosamente, entre la tradición y la prosperidad. Su padre, carnicero de la cadena de tiendas A & P, perdió su empleo y murió. Alimentado con el lavash rico en almidones y el dulce telmash, mimado por sus tías, Joe se convirtió en un niño de mamá: el hombre, la ilusión y el ídolo de su madre. A los quince años, tuvo una premonición que necesariamente habría de plasmar su vida hasta convertirse en realidad, a saber, que su húmeda flaccidez alejaría a cualquier chica que él pudiera desear. Pero la amargura producida por esta situación fue mitigada por el talante en el que se desenvolvió su adolescencia. Todos sus intereses, sexuales y de otro tipo, quedaron subordinados al objetivo de convertirse en profesor de la Universidad de Cincinnati, cuya biblioteca alcanzaba a divisar desde su casa. Todos los días se presentaba en dase ataviado con una camisa blanca. Debía triunfar.

Este es el pasado del que ahora reniega valientemente. Por primera vez, está metido hasta las orejas en las tramoyas y en la vida. Pero la liberación no la debe tanto a sus andanzas por Moscú como a sus aventuras del verano pasado. En lugar de sumarse a los otros occidentales que, en el primer día de vacaciones, volaron a refrescar sus espíritus en Europa tal como los polluelos de gaviota vuelan a zambullirse en el agua, Joe tomó la decisión de permanecer en Rusia durante el lapso comprendido entre sus dos años académicos. Después de convencer a sus patrocinadores de que el viaje era esencial para sus estudios —su tesis tenía como tema las actitudes de la Rusia prerrevoluáonaria respecto de Tamerlán— les arrancó una gira subsidiada por Asia Soviética Central, sede de esa rama de los conquistadores mongoles. Debía empezar en Tashkent, capital de Uzbekistán, para culminar, previsiblemente, con una excursión sentimental por lereván, donde grupos de armemos que habían vuelto a su terruño, para pasar las vacaciones allí después de haber estudiado en Moscú, ya le estaban organizando una suntuosa bienvenida a la que nunca habría de asistir...

Joe me apremia nuevamente para que vayamos a «comer un bocado» en la cafetería antes de que se produzca la avalancha de comensales, pero la historia dé su viaje a Asia Central me divierte tanto que le persuado para que se instale junto a mí en el asiento doble y me la vuelva a contar. Como desconfía de las autoridades, sólo Chinguiz y yo conocemos la versión completa. Pero parece comprender que hoy necesito distraerme, y empieza por el principio.

El viaje se inició en medio de los calores tropicales de julio, después de las postergaciones de rigor. En el último momento le pedían documentos adicionales o cancelaban bruscamente las reservas obtenidas con grandes dificultades, porque las delegaciones suizas y suecas monopolizaban los aviones y los hoteles. En el primer tramo —cuando podía, el gregario Joe evitaba viajar solo— su compañera' fue una pareja francesa que, concluidas las clases en la Universidad, iba a pasar una temporada en el Sur, antes de ir a veranear en Menton. La joven parisiense cambiaba su vestuario antes y después de cada comida. Bajo un sol que freía los pies a través del cuero de las sandalias, su enamorado la seguía a todas partes, cargando las maletas en las peregrinaciones de uno a otro hotel de Tashkent. (El Intourist había embrollado su itinerario.) Al entrar en un vestíbulo donde los mozos estaban fumando, tropezó, se desgarró un tendón, y quedó inmovilizado. Su amada le maldijo y le dejó plantado.

Joe no pudo intervenir: estaba ocupado atendiendo a su propia dama. Está era una residente de Akron, la señora Betty Vogl, que viajaba en el mismo avión y que le invitó a tomar una copa en su habitación. Le abrió la puerta vestida con un bikini con lentejuelas.

—Aquí hace mucho calor y no hay aire acondicionado... ¿te das cuenta?

Aunque nunca había tenido mucha facilidad de palabra, Joe captaba algunas cosas con tanta claridad que en su mente casi cobraban la forma de aforismos. La casquivana Vogl, pensó, era tan ignorante como lasciva, tan vulgar como temeraria. Hasta ese momento, su gira organizada por el American Express no había sido afortunada.

—No me importa, niño, si esto es Tashkent o Tombuctu —anunció la viajera con su típico acento sureño—. Me basta con tenerte a ti.

Fuera como fuere, Joe sucumbió a sus descaradas maniobras. Quedó fascinado por su osadía y, cuando ella le hubo desabrochado la camisa, por el auténtico interés con que miró su torso descomunal. Esa era una mujer que le deseaba.

Tashkent parecía tan distinto de Moscú como Moscú lo era de Cincinnati, pero Joe no pudo sino hacer meras conjeturas: apenas vio el horizonte desde el balcón de la señora Vogl, y aun así el panorama estaba parcialmente oculto por un monumento a Lenin. Por fin estaba en Asia Central, la región a la cual había consagrado cinco años de estudios e investigaciones, y pasaba: todo su tiempo entre cuatro paredes que podrían haber sido las de un hotel norteamericano. Después de cada revolcón, tomaba la decisión de despedirse de esa demacrada Betty cuyos apetitos excedían los de él, pero no podía dejarla abandonada. A ella le gustaba comer en la habitación, y la regocijaba que Joe pudiera solucionar ese problema con sólo hablar en una extraña jerigonza por él teléfono. En la última mañana, la señora Vogl le prometió que regresaría vía Moscú, en lugar de Hacerlo por Hawái, después de completar el circuito de la India.

La segunda etapa del viaje, desde Tashkent hasta Samarkanda, Joe la cubrió en compañía de un joven «estudioso» desgarbado^ que se presentó cómo Pavel y después balbuceó su apellido. Las circunstancias del encuentro bastaron para desenmascarar su función: antes de terminar de acomodar sus extremidades junto a Joe en el aeropuerto, el desconocido de sonrisa cordial pero ojos huidizos empezó a maravillarse instantáneamente dé lo mucho que tenían en común... confundiendo, empero, algunas frases. La extravagancia puede atenuar la torpeza, pensó Joe haciendo un aforismo. En esas cuestiones, la burda transparencia de intenciones tenía un encanto que era peculiar del Viejo Mundo.