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Según Pavel, el principal elemento que tenían en común era su interés por Ulug-Beg, sobrino dé Tamerlán y tema de sus investigaciones de postgraduado. ¡Qué suerte! ¡Podrían pasar el tiempo juntos en Samarkanda! Joe no tenía nada que ocultar, y además había acumulado experiencia durante un año acerca de la forma de comportarse con los estudiantes soplones, de modo que no le molestó que le hubieran endilgado un acompañante para el viaje, ni tampoco que Pavel lo ignorara casi todo sobre los mongoles y sobre el siglo xiv. Al fin y al cabo era verano, y se explicaba que hubieran tenido dificultades para reclutar, en tan poco tiempo, a un agente especializado en su misma disciplina. La obsesión del joven Pavel por definir todos los cinematógrafos nuevos y todas las hileras de árboles recién plantados como otros tantos logros soviéticos en las otrora tierras áridas era desconcertante, pero esa misma incompetencia le ratificaba que a él, a Joe, no le consideraban como una seria amenaza para la seguridad nacional. Esa era una vigilancia de rutina y, al practicar un balance general, que incluyó el hastío de las noches de Samarkanda, Joe se sintió satisfecho de tener un acompañante.

Como esa era la época de vacaciones, Joe encontró sólo a algunos de los profesores con quienes deseaba entrevistarse. Pero pasó su tiempo explorando minaretes y mezquitas maravillosamente azules, que, según descubrió complacido, también empezaron a despertar el interés de Pavel. Y aunque la sovietización total había convertido a la ciudad en una versión más rústica del Moscú moderno, destruyendo el fabuloso oasis que se levantaba sobre la ruta de las especias más importante del mundo, las nuevas construcciones realzaban la importancia de la tumba de Tamerlán y de otros tesoros islámicos que aún sobreviven. Joe se remontó con el pensamiento a los días polvorientos de Marco Polo, Gengis Kan y su propio Tamerlán.

Pronto llegó el momento de volar a Bujara, antiguo oasis, vieja rival de Samarkanda, presa codiciada por los árabes belicosos y los turcos rapaces. Joe esperaba ansiosamente ese momento: se decía que Bujara estaba mucho menos contaminada, y que continuaba siendo la ciudad de las almenas de barro y los tapices. La fluidez con que él hablaba ruso —y un error de Pavel— fueron causa de que les embarcaran en un avión de transporte de leche, y no en uno de los mejores aparatos, en los que generalmente volaban los extranjeros. El avión para el trayecto de doscientos treinta kilómetros era un bimotor de hélice, copiado del viejo y versátil DC-3. Excelente, ¿pero por qué volaba a tan baja altura, sobre los matorrales y la arena quemante?

—¿Y por qué te veo nervioso con tanta frecuencia, amigo mío? —comentó Pavel desde el asiento del pasillo, aprovechando la oportunidad para pronunciar un minidiscurso acerca de Aeroflot, la línea aérea más segura del mundo.

Joe razonó que tal vez Pavel estaba inquieto porque le Había metido en ese cachivache ruidoso y polvoriento, desobedeciendo las instrucciones. Pero convencido de que a menudo él, Joe, se impacientaba innecesariamente, abrió la guía de viaje. Como le resultaba difícil concentrarse (aunque volaban a una altura aparentemente peligrosa, el morro del aparato parecía apuntar hacia abajo en lugar de hacerlo hacia arriba), pasó a los recuerdos de los mejores momentos —o sea, los silenciosos— que había pasado con la señora Vogl. Pero si los asientos rotos y el suelo de metal cubierto de colillas no eran necesariamente un reflejo de las medidas de seguridad, ¿por qué los motores chirriaban tanto? La azafata de cabellera escarlata prefirió no interrumpir la disputa con un pasajero moreno, para contestar su pregunta. Los alaridos habían girado, al principio, en tomo del derecho del pasajero a guardar debajo del asiento un saco de gallinas muertas, pero la discusión acerca de si apestaban o simplemente olían, desembocó en observaciones recíprocas sobre las fragancias que exudaban los propios contendientes. Oh, bien, suspiró Joe, si ella no se preocupa, ¿por qué he de preocuparme yo?

Al volverse hacia la ventanilla después de una violenta sacudida, vio que del motor brotaba una llama azul. Un momento después, la hélice quedó trabada. Se abrió paso entre las rodillas de Pavel y el asiento de delante, y tomó a la azafata de los brazos para comunicarle sus sospechas. Al regresar de la cabina del piloto, hasta donde Joe virtualmente la había empujado, le aseguró que todo marchaba perfectamente bien, camarada. El piloto había dicho que el avión seguía su curso normal, y que muchas veces el reflejo del sol sobre las alas engañaba a las personas que no estaban acostumbradas a volar.

Luego volvió a la cabina delantera, corriendo tras de sí una cortina grasienta. A través de un jirón, Joe vio que examinaba un par de sandalias nuevas junto con su colega regordeta. Ambas reían alegremente. Era obvio que había conseguido los zapatos mediante una maniobra no muy limpia.

En el otoño siguiente —o sea en el pasado mes de septiembre— Joe le preguntó al agregado aeronáutico británico por qué habían ocultado a los pasajeros el hecho de que el motor estaba averiado.

—No figura en el manual de los pilotos —respondió el inglés—. Los bribones piensan que deben negar todas las averías, aunque haya vidas en peligro. Tú conoces el instinto revolucionario: rechaza todas las imputaciones de defectos, catalogándolas como calumnias antisoviéticas.

Joe aceptó que el hecho de mantener engañados a los pasajeros congeniaba con el espíritu del país. Al fin y al cabo éstos no eran más que vulgares proletarios. Su suerte en el aire había sido confiada a los pilotos, así como sus vidas en tierra quedaba entregada a la sabiduría del Partido de Lenin. Y el Partido sabía no sólo qué era lo mejor para ellos, sino también qué debía decir, y cuándo, a las masas que dirigía.

Pero eso lo pensó cuando ya contaba con la serenidad y la compostura necesarias para analizar el episodio. En el momento de los hechos, cuando se aproximaba al desenlace obvio —una salvación dramática u otra cosa dramática— el silencio de la tripulación le pareció surrealista. Convencido de que él no estaba loco, presumió que ellos debían estarlo.

Su agitación alertó a Pavel, quien se convirtió en uno de los pocos que sospecharon que algo marchaba muy mal. Sus esfuerzos por ocultarlo le inspiraron a Joe un sentimiento de ternura por todos los seres humanos a quienes un código, generalmente estúpido, obligaba a contrariar sus instintos más esenciales. En lugar de temer por su vida, el pobre Pavel debía fingir entusiasmo por el socialismo. El motor de la otra ala estaba tan forzado que Joe también sintió por él cierta compasión. Recordó el chiste morboso del piloto que se masturbaba, que le había contado el payaso de su curso la primera vez que voló.

Involuntariamente, también recordó una serie de artículos recientes del Neto York Times acerca de Aeroflot. Durante los primeros cincuenta años de vida de la línea existía en el mundo una ignorancia absoluta respecto a cuáles eran sus condiciones de seguridad, y en ese lapso las autoridades soviéticas afirmaron que habían eliminado los errores humanos y muchos extranjeros les creyeron al pie de la letra. (Hasta fines de la década de 1960, parecía casi natural imaginar a los mecánicos soviéticos trabajando con el mayor esmero, así como en la fantasía las cocinas soviéticas siempre estaban limpias y los trenes soviéticos siempre llegaban puntualmente. En el régimen socialista no hay lugar para determinadas formas de desidia.) Pero cuando los occidentales empezaron a viajar por el país, les llegaron rumores de espantosas deficiencias humanas y mecánicas. Y ahora el periódico americano daba detalles de no menos de diez accidentes de gran magnitud que se habían registrado en los últimos diecinueve meses y habían costado mil doscientas vidas. Además, la lista sólo incluía a los aviones en los que habían viajado occidentales o que habían caído en aeropuertos abiertos a occidentales, o cerca de ellos. Una chatarra como ésa —en la que teóricamente Joe no debería haber viajado— no habría entrado en la enumeración. Lamentó haber derrochado tanta saliva en tantas oficinas y despachos solicitando autorización para recibir su ejemplar diario del Times (con quince días de retraso, por término medio) en la residencia. Lamentó haberlo leído con tanto detenimiento. Pero ambas actitudes eran consecuencia directa de su idiosincrasia, como lo era el mantener su habitación atestada con un surtido digno de un drugstore. Pilas de diarios, revistas, cajas de Kleenex... ¿para qué le serviría ahora todo eso?