Por otro lado, estaba orgulloso de su autocontrol. Intuía que el desastre era inminente y en algún rincón de su ser sentía un profundo temor, pero también comprendía que no podía hacer nada para evitarlo, y conservaba su compostura. No había esperado obtener una respuesta tan reconfortante a su vieja pregunta acerca de la forma en que se comportaría si alguna vez vivía un peligro inminente. Él, Joe Sourian, podía pensar primeramente en el efecto que su muerte produciría sobre sus profesores y sobre su pobre madre. ¡Podía ser valiente!
Le resultaba imposible discernir si sus compañeros de viaje también podían serlo, porque aún no tenían conciencia del peligro. La cabina estaba saturada de olores humanos, pero se trataba del ramillete de cuarenta cuerpos desaseados que era normal encontrar en ese país de chales negros y muías. No era el olor del miedo. Los otros pasajeros —una típica muestra de hombrecillos modernos con trajes polvorientos y de mujeres tetudas con grandes manchas de sudor en los sobacos de sus vestidos estampados— seguían bebiendo de sus botellas, jugando vehementemente a las cartas con grandes ademanes y abanicándose con hojas claudicantes del Uzbekistan Pravda. Si se exceptuaban los vestigios de agitación después de la frenética acometida característicamente soviética hacia el interior del avión, que perseguía el fin de evitar que los dejaran en tierra o los desplazaran en el último momento, podrían haber sido miembros de la clase media baja de cualquier pueblo de Macedonia. Pero puesto que Rusia carecía de una red adecuada de carreteras y se hacía un uso intensivo de la aviación, seguramente habían volado antes. Entonces, ¿por qué cielos (si en tales circunstancias era lícito emplear semejante figura retórica) ninguno de ellos notaba que en ese momento el avión se desplazaba casi a la altura de los tejados de las casas? Y en ese tramo desolado interrumpido apenas por un edificio de un piso, los tejados probablemente estaban por debajo del nivel del mar... frase de la cual se valió Joe para decir que el avión estaba demencialmente deprimido.
Joe, que no había encontrado la clave psicológica de todo lo que había sucedido hasta ese momento en la cabina, descubrió un nuevo rasgo autóctono. Ocurría que nadie, y menos aún las azafatas, estaba preocupado por las cosas que no guardaban una relación directa y evidente con su comodidad individual. Los buenos ciudadanos de a bordo eran indiferentes no sólo al bienestar de sus vecinos, sino también a todas las cuestiones de mayor importancia. ¿Las condiciones del avión? Que se ocupara Aeroflot. ¿La forma en que los habían insultado en el aeropuerto y en que los había mantenido durante cincuenta y cinco minutos en el acceso a la pista (¡con ese calor!, ¡y sin siquiera abrir la puerta dada la inexistencia de un sistema de aire acondicionado!), sin darles ninguna explicación? Bien, qué diablos podían hacer ellos, simples ciudadanos soviéticos, como no fuera alejar los pensamientos que no servían más que para producir frustraciones. En ese clima político, para no hablar del meteorológico, sólo importaban los agravios personales. Sálvese quien pueda (lo contrario, por supuesto, del «uno para todos y todos para uno» que los diarios repetían hasta el agotamiento). Ya era suficiente tener que reclamar, defender y salvaguardar lo propio, sin necesidad de inquietarse por algo que correspondía, oficialmente, a la jurisdicción de terceros.
Como si hubiera llegado el momento de ilustrar que todo el mundo sólo se preocupaba por sus intereses personales, estalló una nueva disputa con la tripulación. Una mujer pálida, sentada cerca de la cola, le gritaba a la más gorda de las dos azafatas, protestando porque cerca de la parte delantera de la cabina había diez asientos desocupados. En el mostrador de embarque le habían dicho que el avión estaba completo, y había tenido que dejar a su marido y su hermano en Samarkanda, donde tal vez deberían esperar dos días hasta el próximo vuelo. La ironía de la situación no se le escapó a Joe: en ese caso, la costumbre habitual de rechazar pasajeros, aunque hubiera asientos vacíos, había reducido el número de víctimas. Sordo a las tribulaciones de la mujer, un hombre de expresión artera que viajaba junto a ella se levantó para cambiar un melón que llevaba en la maleta por una botella de vino casero. Otros hombres cantaban a coro, algunos en homenaje a una legendaria princesa uzbeka, otros anticipándose a la reunión familiar programada para esa noche.
Ni la cacofonía ni la temperatura (ahí no había llamas, pero los calefactores del avión estaban encendidos) impedían que otros pasajeros dormitaran apoyados en los hombros de sus vecinos. Joe pensó que no le gustaría morir con esa gente. Era como si su familia hubiera viajado a los Estados Unidos por error y ahora él estuviese de regreso. Pavel había enmudecido. Joe miró por la ventanilla y, guiándose por sus lecturas de hacía varios años, identificó los arbustos espinosos que iban desfilando. Agradeció a Dios que en esa estepa no pudieran crecer árboles (contra los cuales habrían chocado), e inmediatamente se sintió reconfortado por esa mezcla de espíritu de observación e ingenio. Quizá podría haber sido paracaidista u hombre rana. En los últimos diez minutos se había acostumbrado a la idea de que sabía comportarse con frialdad en una situación de tensión. Pero para mayor seguridad, se quitó las gafas.
Cuando volvió a calárselas para mirar por la ventanilla, el ala de su lado rozó un cable de alta tensión. (¿Que comunicaba con un centro secreto de comunicaciones militares?, se preguntó Joe. ¡Qué suerte tan perra! En medio del desierto, ¿qué otra aplicación se le podía dar a tanta electricidad?) Aunque no parecía haber espacio para la maniobra, el avión describió una voltereta en el aire. Todos los pasajeros, con excepción de los pocos que habían visto cómo el ala tocaba el cable, aún parecían ajenos al peligro. Como si quisiera confirmar que el hecho de atravesar el desierto de Kara Kum cabeza abajo implicaba una magnífica demostración de progreso socialista, Pavel salió de su trance y empezó a decir algo acerca del entrenamiento exhaustivo que recibían los pilotos soviéticos... ¿o acaso fue un comentario respecto de la incompatibilidad dialéctica de los choques bajo un sistema social de y para El Pueblo? Qué pena, volvió a pensar Joe: incluso en ese momento el pobre infeliz intentaba construir una historia que reivindicara a la Unión Soviética. ¿No habría sido mejor que dedicara esos últimos minutos a sus reflexiones personales, o a hacer las paces con su Creador?
Joe lamentó no encontrar qué decirle a su Creador. Porque estaba claro que también él estaba viviendo sus últimos segundos. Sólo una hazaña estilo James Bond podría salvarlo. Y él los desperdiciaba cavilando neciamente acerca de un hombre que no le interesaba en absoluto. Por otra parte, quizás ese era un mensaje sobre la importancia de amar literalmente al prójimo, porque uno nunca sabía quién sería éste ni qué les reservaba a ambos el destino. O era una señal de que él, Joe, no era un baboso egoísta porque —si bien su costumbre habitual de correr de un lado a otro haciendo favores era una pose artificial— ahora, en el último momento, estaba más preocupado por la paz espiritual de Pavel que por la suya propia.