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Pero en realidad, Joe no se sentía predispuesto a filosofar, no obstante todo lo que había leído acerca de los hombres que enfrentaban la muerte. Le consolaba más poner en orden algunos pequeños detalles. Había sido un error emprender la aventura con las gafas caladas, comprendió, mientras se arrancaba de las mejillas fragmentos de cristales rotos. El estrépito nauseabundo del metal aplastado le irritó, en lugar de aterrorizarle. Comprendió que el avión se estaba estrellando y descalabrando. Luego las tinieblas se enseñorearon durante un lapso indeterminado.

El suyo fue un sueño inmensamente apacible, aunque, valga la contradicción aparente, también estuvo poblado de imágenes muy inquietantes. Se despertó para descubrir que el sol de mediodía le quemaba despiadadamente la cara, y oyó un tétrico coro de gruñidos y gemidos de los moribundos que yacían en algún lugar cercano, hacia su derecha.

Semanas más tarde se enteró de que la mitad de los cuarenta y ocho pasajeros y tripulantes habían muerto en el choque o en todo caso antes del anochecer. Él se salvó porque salió despedido y aterrizó, sobre su colchón de grasa, en una zanja llena de agua y barro de notables dimensiones. ¿Eso significa que ha llovido realmente en este Sahara en el curso de los últimos seis meses?, se oyó preguntar para sus adentros. No, pequeño Joey, se trata de una acequia de riego para hacer florecer el desierto socialista. Ojalá sea así. A mamá le mataría la noticia de que expiré sobre una pila de estiércol de camello.

Volvió a desvanecerse. Durante las horas de la tarde, los períodos de bienaventurada inconsciencia se alternaron con otros en que oía los espantosos lamentos y gemidos de sus compañeros de viaje. El muro de la acequia proyectaba sombra sobre su frente; su cuerpo le decía que no se moviera. Un hombre vestido con un uniforme de Aeroflot ligeramente más arrugado que de costumbre iba de un lado a otro, maldiciendo su suerte y blasfemando contra los mecánicos holgazanes. Evidentemente se aproximaba la noche, pero el sol no perdía su fuerza. Joe se preguntó si se sumaría a los pasajeros que habían dejado de emitir ruidos lastimeros.

En una oportunidad, cuando despertó, vio un grupo de rescate, que aparentemente procedía de una granja colectiva local. Ajá... de modo que el cable de alta tensión conducía a un lugar concreto. Pudo levantar las piernas del suelo, pero no la cabeza ni el tronco. Llegaron más vehículos. Cuando terminó de oscurecer, todos los heridos habían sido trasladados por tierra hasta el hospital más próximo, en la ciudad avanzada de Karshi. Cada bache arrancaba un quejido de entre los dientes de Joe, pero al fin estuvo envuelto en sábanas limpias y dispuesto a dormirse. ¡Qué día!

Una delegación de funcionarios del gobierno local entró marchando para despertarle y comunicarle que le llevarían a un lugar más apropiado, en Tashkent. Joe suplicó que le dejaran con los otros heridos. ¿Querían darle una segunda oportunidad a la siniestra parca? ¿Eliminarle mediante otro viaje, mucho más largo? Les imploró que por lo menos le concedieran otra noche de sueño. Los obtusos patriarcas de la ciudad, deseosos sobre todo de librarse de la responsabilidad que implicaba el extranjero, lo cargaron en un vehículo, mientras le juraban locuazmente que ése bello gesto no tenía otro objeto que su preciosa salud.

No se trataba de un viejo Packard sino de una ambulancia. Faltó poco para que la descalabrara un camión cisterna cuando la detuvieron en medio de la carretera para remendar con esparadrapo la correa del ventilador, que se había partido. Llegaron a Tashkent bastante después de medianoche. El chófer pasó otra media hora perdido por las calles. Ese fue el día más largo y lleno de acción de la vida de Joe. Cualesquiera que fuesen los males que padecía su cuerpo, por lo menos pesaba varios kilos menos.

A pesar de todo, una parte de su ser anhelada que su recuperación se produjera en Tashkent. Ahora estaba en condiciones de observar panoramas mucho más interesantes que todos los que había perdido en ese mismo lugar bajo el ala desodorizada de la señora Vogl. Para empezar, quería documentar algunos detalles acerca del accidente inaugural de Aeroflot. Los primeros miembros de la granja colectiva que llegaron a la escena de la catástrofe vacilaron en saciar la sed de los heridos deshidratados, gimientes, con las botellas de agua mineral que seguían intactas en la cola del avión... porque temían ser acusados de robar artículos de propiedad estatal. La negligencia de no ordenar siquiera que los pasajeros se abrocharan los cinturones de seguridad, mientras el avión enfilaba hacia el desastre. (El sistema de altavoces estaba averiado, al igual que muchos cinturones, pero las azafatas podrían haber gritado por encima del ruido de los motores, como lo habían hecho para anunciar la partida, riendo cual niñas en el escenario de un campamento de verano.) Las monsergas del delegado del Partido en Karshi, cuando afirmó que el piloto se había visto obligado a realizar un «aterrizaje forzoso» por culpa de las tormentas eléctricas, con un balance de varios huesos rotos...

Tal vez su estancia en el hospital le proporcionaría elementos para profundizar estas observaciones con un análisis sociológico más generalizado. El estudio íntimo de la vida cotidiana y las relaciones humanas en ese lugar le permitiría realizar una comparación fascinante con la descripción de Solyenitsin del pabellón de cancerosos de un hospital análogo... quizás ese mismo, aunque él no se atrevía a preguntarlo. Podría asentarlo todo por escrito: el pabellón de Tashkent, veinte años después. Eso se publicaría mucho más rápidamente que su ambigua tesis.

Las cavilaciones de Joe le proporcionaron los adornos que la psique humana necesita para compensar las tragedias. En el hospital tenían otras preocupaciones. En mitad de la noche, dedicaron una hora a sacar a un atónito paciente de su habitación privada para poder instalar allí al norteamericano. Le examinaron, le administraron un sedante, y por fin se durmió.

Se despertó al día siguiente, por la tarde con una visión deliciosa: Eva Marie Saint representaba el papel de enfermera junto a su lecho. Parecía eslava, pero sus rasgos eran más delicados que los de la mayoría de las jóvenes rusas, y murmuraba palabras de consuelo impregnadas de adoración.

—No debes preocuparte. No tienes nada más que temer. —(¿Era esta una versión mejorada, en sueños, de la señora Vogl? Lo que susurraba, si en verdad susurraba, ¿era «Mi Niño» y no «Mi Grandullón»?)—. Yo estoy aquí. Te vas a recuperar.

Joe siguió poniendo en duda este último aserto. Aún no podía mover el cuello, y las vendas que le cubrían las manos sugerían que había sufrido quemaduras graves.

—Cuánto has sufrido, mi valiente. —(Esta vez imaginó que unos dedos frescos le acariciaban la frente)—. Duerme, yo haré que te recuperes.

Cuando volvió a despertar la luz estaba encendida, sentía atroces dolores en el cuello, y la rubia susurrante se estaba lavando las manos en la jofaina del rincón: extraña conducta para el ángel de un sueño semidelirante. Se llamaba Barbara. Un nombre polaco porque ésa era en verdad, su nacionalidad. Era bija de una dama acomodada de Lublin, cuya familia había sido desarraigada y deportada a Kazajstan después de la ocupación soviética de 1939, y de un prisionero polaco de la misma invasión a quien no le habían permitido regresar a su patria cuando concluyó la Segunda Guerra Mundial. El primer esposo de su madre había sido un mayor de caballería ejecutado en el curso de una masacre que los soldados soviéticos perpetraron simultáneamente con la del bosque de Katyn, mucho más famosa. A modo de desafío, Barbara había optado por usar el apellido de ese hombre, y no el de su padre. Aunque sus piernas eran regordetas y su tez no era blanca como la de una princesa polaca —nada podía serlo bajo el sol de ese desierto— el pequeño lunar que lucía sobre la mejilla era él modelo perfecto de un rasgo aristocrático. En términos generales, nunca una criatura tan bella había acunado la cabeza de Joe, y menos aún lavado con una esponja sus brazos y piernas peludos, y ahora sudados y cosquilleantes.