¿Cómo explicar la pasión instantánea que había concebido por él? La naturaleza inusitadamente romántica de Barbara se reflejaba incluso en las trenzas rubias que llevaba recogidas sobre la cabeza, como una doncella de Turguenev en la hacienda de verano de su familia. Su pasado también contribuía a ello. Durante toda su vida había soñado con que la rescataran de Tashkent y la trasportaran a Polonia o a otro lugar apacible... lo cual no había impedido que se casara sucesivamente con dos tractoristas locales. Tampoco había hecho grandes esfuerzos para salvarse, aunque después de las reformas de Krushchev podría haberse reinstalado libremente en Tula o Kiev. Lo que hacía era esperar. Y apareció Joe.
—Te devolveré las fuerzas, mi guía.
Fue Barbara quien le contó a Joe que veinticuatro de sus compañeros de viaje habían muerto. Curiosamente, empero, la mayoría de los sobrevivientes no sufrían heridas graves, si había que prestar crédito a la información oral que procedía de Karshi. (Es superfluo aclarar que la prensa no habló de ellos, y que ni tan siquiera mencionó el accidente.) Cuando Joe les pregunto a varios representantes del Comité de Amistad y Hospitalidad del Soviet de la Ciudad de Tashkent, título con el cual se presentaron sus visitantes, qué suerte había corrido el pobre Pavél, se apresuraron a contestarle que en el avión no viajaba ninguna persona de ese nombre.
—¿Cómo? —El hecho de haber sobrevivido al accidente le había dado una nueva dosis de valor. Además, sabía que la preocupación de las autoridades por la presencia de un testigo norteamericano, con sus connotaciones de propaganda potencialmente nociva, le confería un frágil dominio sobre ellos—. Escuche, hace un año que vivo en este país. Ese chico no era estudiante de Arqueología, pero fue él quien me embarcó en ese vuelo.
Sorprendidos por su audacia, y angustiados por las derivaciones qué podría tener ese episodio, los funcionarios admitieron que era posible que se hubiera producido un error. En la visita siguiente sólo aparecieron dos miembros del grupo, y resultó obvio que el más locuaz de ellos era un jefe local de la KGB. Dijo que habían estudiado la lista de pasajeros, que en ella no figuraba nadie que respondiera a esa descripción, y que el señor Sonrían debía continuar descansando, porque su delirio indicaba que seguía en estado de shock. Así fue cómo Joe se desvinculó de la existencia de Pavel, porque decidió no insistir... ni discutir con el representante de Aéroflot que parecía investigar el valor de los equipajes.. Mil rublos no habrían bastado para compensar los trajes que había perdido Joe, pero, víctima de una ligera recaída, se sintió demasiado cansado para entrar en detalles y dijo que se conformaría con quinientos. El hombre, indignado, le ofreció cincuenta, al tiempo que discursaba acerca de los problemas que «todo ese episodio» le había causado a Aeroflot, y acerca de los peligros que entrañaba, en un Estado colectivista, satisfacer peticiones fraudulentas de indemnización.
La reaparición de Barbara después de cada visita subrayaba el contraste entre la bella y las bestias. Como le habían advertido que no debía decir nada al paciente («Usted entiende —le espetó severamente el director del hospital—, que las noticias desagradables podrían alargar su recuperación»), Barbara aceptó correr algún riesgo cuando le reveló el número de víctimas fatales. Pero para entonces ya estaba metida hasta su grácil cuello en peligros mucho mayores. Para empezar, la mayoría de las horas que le consagraba a él las sustraía de otras tareas. Veinte veces por día, se deslizaba por esa puerta y se introducía en la pesada atmósfera de la habitación —era el verano más cruel que había conocido Tashkent en muchos años, con un mes ininterrumpido de temperaturas de treinta y ocho grados— para abanicar, masajear y cubrir con talco su robusto cuerpo al compás de una balada polaca muy popular durante la Segunda Guerra Mundial y titulada «Przeminelo y Wiatrem»'. «Lo que el viento se llevó».
Si bien su cuello seguía dolorosamente dislocado, su sistema nervioso central funcionaba correctamente. Barbara era mil Veces más seductora que Betty, y, además, esta segunda demostración de que su cuerpo inspiraba afecto a una mujer adulta —Barbara tenía veintitrés años y había convivido «vagamente» con hombres antes de sus nupcias— le provocaba, comprensiblemente, una reacción aún más vigorosa que la primera. Mientras Barbara murmuraba y le acariciaba, una zona de la sábana se alzaba entre su abdomen y sus rodillas, como una tienda local, baja. Puesto que su robusta erección era, por sí sola, una fuente de éxtasis, no encontraba palabras para describir el placer que le producía bajo los cuidados de Barbara.
Sin embargo las manos y la boca afanosas de la soñadora enfermera parecían disociadas de su aureola romántica, así como Bach era independiente de sus maravillosas cantatas.
—Oh, sí, lo he notado —comentó Barbara una tarde cuando la palma de su mano tropezó con la erección, mientras alisaba mecánicamente la sábana—. Mi pobre tesoro. Y tienes las manos totalmente vendadas.
Abrió más la puerta para escuchar los pasos que pudieran acercarse por el corredor. Joe se estremeció al pensar en la intención de Barbara y en el espantoso peligro que correrían si los descubrían.
—No te sientas abochornado —dijo ella, doblando la sábana en una dirección y el fino camisón del hospital en otra.
Le sobó los testículos, deslizando ocasionalmente la mano sobre la verga como un arquero en trance de pulsar el arco. La humedeció con saliva, sin perder el ritmo. A Joe le pareció que se iba a desmayar. Trató de controlar su jadeo: aún antes de su prolongada inactividad le había faltado el aliento. El desenlace se produjo rápidamente. En el marco de ese hospital austero pero amable, la sensación posterior fue indescriptiblemente deliciosa y extravagante. No sabía qué decir.
—Gracias —murmuró, tocándole los cabellos con la punta de los dedos vendados.
—Cuando un hombre está postrado, le resulta difícil vivir con semejante tensión —respondió Barbara dulcemente—. Nos han enseñado algo sobre masajes.
A la mañana siguiente repitió la terapia. Después Barbara tuvo su día libre, y decidió no despertar las inevitables sospechas con su aparición. El día posterior, le masturbó dos veces, y ése continuó siendo el promedio durante toda la semana. Cada dedo parecía un aro de pistón mecánico; juntos subían y bajaban como si la longitud de su miembro hubiera sido igual a la de su brazo. Su boca lo circundaba suculentamente, como si estuviera haciendo un mohín para un anuncio de bombones. Sus eyaculaciones eran tan potentes como el chorro de una ballena. Barbara le limpiaba, se incorporaba, sonreía.
Cuando le conducía al cuarto de baño, le lavaba dos veces los órganos genitales, al comienzo y al final. Con los rodillas flojas, y sin poder aferrarse a la barra a través de los vendajes, se dejaba sostener por una de las manos de Barbara, que le tomaba por la cintura, mientras con la otra aplicaba los masajes jabonosos. ¡La masturbación era exultante!
Ahora Barbara iba directamente al grano, sin mediar palabra. Se entendía que el silencio era un recurso para evitar que los descubrieran: seguramente la habitación de Joe tenía «oídos» de la KGB. Esta inhibición también les inducía a aceptar que el coito era impracticable. Dadas las condiciones en que se encontraba el cuello de Joe, ella habría tenido que montarlo, y habría tardado mucho en bajar si desde el corredor hubiera llegado un ruido alarmante. La única vez que él introdujo el antebrazo debajo de la larga falda del uniforme, la encontró húmeda pero vacilante.