—Aquí no. Pronto estarás nuevamente curado.
Barbara pasó a sus otras tareas y Joe aspiró el olor genital, intensificado por el calor, que se le había adherido a la piel.
Pero la renuencia de Barbara a hablar también parecía provenir de la naturaleza desapasionada de su asistencia, del mismo espíritu profesional, o lo que fuera, que la inducía a ocuparse inmediatamente de su erección cada vez que entraba sola en el cuarto, y a aliviarla sin prisa y sin pausa. De todos modos, los únicos ruidos eran los de radio Tashkent, que llegaban desde la sala común del piso inferior, y él ocasional chasquido del carrito de los medicamentos que rodaba sobre el linóleo. El sosiego de la habitación durante ésos actos portentosos comunicaba una ensoñadora obscenidad estética al placer de Joe, sensación que se intensificaba por el miedo a ser descubiertos. ¡La explosión venérea era el éxtasis!
Joe, a diferencia de Barbara, interpretaba que la actividad sexual formaba parte de algo de mayor alcance. El arte de sus manos aumentaba la veneración de él por toda su persona. Desde qué había leído Adiós a las armas alimentaba la fantasía de ser herido en una empresa heroica —la caída del avión cumplía ese requisito— y de ser atendido (claro que en una playa más fresca, bajó el sol de noviembre y ansiosamente.) por una Grace Kelly vestida de blanco. Si bien las chicas hermosas no tenían motivos para darle una oportunidad en circunstancias normales, el prolongado contacto de la recuperación permitiría que la mujer de sus sueños le conociera verdaderamente a fondo. Él y Barbara seguían al pie de la letra las indicaciones del guión. Su lujuria era sólo el condimento, o la confirmación, de un vínculo celestial cuyos factores confluyentes eran aún más concretos que los de su ensueño: ¿cuántas personas vivían para asistir a la materialización de su fantasía del ángel sensual? Como si las dos sustancias estuvieran tratando de fusionar definitivamente el ensamblaje entre el sueño y la realidad, el anticuado almidón del uniforme de Barbara tenía un olor muy parecido al de su semen, que ella tragaba para no manchar la toalla.
Ahora su cuello, que seguía aun violentamente dislocado, descansando en un molde de yeso. Tenía mil preocupaciones, empezando por el hecho de estar incomunicado desde hacía veintitrés días. La atención médica parecía idónea, pero evidentemente los funcionarios de Tashkent no habían comunicado la noticia a la embajada, en Moscú, a pesar de todas las promesas. Probablemente le estaban investigando ferozmente, para desentrañar su relación con el accidente. Todo su viaje por Asia Central sería tema del informe de un coronel acerca de sus motivaciones y de la probabilidad de que fuera un espía. Mientras tanto, nadie en el mundo que le hubiera conocido antes podría adivinar su paradero. Sin duda sus amigos armenios, que le aguardaban con sus banquetes abortados, presumían que lo habían arrestado, y planeaban restar importancia a su amistad. Su propia familia, a la que seguramente no le llegaban sus cartas, debía creerlo muerto, o rezaba para que se produjera un milagro como el que había salvado a Hemingway después de su accidente en África. (Pensaba constantemente en Adiós a las armas. La bibliotecaria del hospital le había llevado un ejemplar, y leía la versión rusa con mucho más placer que el que había sentido al leer el original norteamericano.)
Pero sus únicas zozobras reales eran el calor y el temor a que le descubrieran. Ninguna otra cosa importaba: ni el aburrimiento ni la comida (se esforzaban particularmente por él), y desde luego tampoco la embajada norteamericana. En ese lugar libre de presiones y neurosis, empezó a comprender que era un adulto, suficientemente maduro para aceptar el interés de Barbara por su virilidad y su respetuosa devoción. Sólo ella podría haberle prestado ese servido.
Sólo ella, también, podría haberle hecho acariciar la idea de contrariar la ilusión capital de su madre: que se casara con una buena chica armenia. Rumiaba y sudaba, tratando de contrapesar las manzanas de su educación con las naranjas dé su amor tumultuoso, tanto más difícil de medir en razón de la sospecha de que había un micrófono oculto, por un lado, y de la circunspección de Barbara, por otro. Por ejemplo, le resultaba imposible terminar si Barbara no hablaba porque era tonta o porqué era inteligente— Pero al fin, le ahorraron el trabajo de tomar una decisión. La conclusión del romance fue mucho menos original que el comienzo.
Cuando ya estaba suficientemente repuesto como para hacer algo de ejercicio, caminando, Barbara desapareció del hospital. Como Pavel, podría no haber existido.
Joe hubo de preguntar por ella con mucha prudencia, a pesar de que se sentía peor que después del accidente. El hecho de que las otras enfermeras alegarán no saber nada acerca de su desaparición, acrecentó sus temores. Con razón: el hombre del «comité del soviet urbano», que había seguido visitándole aun después de que los otros dejaron de hacerlo, se presentó en su cuarto al cabo de tres angustiosos días sin Barbara. Con tono ofendido, colérico y amenazante, acusó a Joe de haber violado la hospitalidad soviética y «el honor de la joven feminidad soviética».
Le entregó una hoja de papel. En ella figuraba la confesión de Barbara, ostensiblemente dirigida a las autoridades del hospital. «Me horroriza pensar en lo que he hecho conmigo y con la reputación de las mujeres soviéticas. Me tortura la idea de haber traicionado la confianza del Pueblo. He vendido todo lo que me dieron en la vida —todo el apoyo material y el desarrollo moral de la sociedad soviética— a cambio de las promesas huecas de un extranjero. Oh, ¿por qué actué de manera tan humillante conmigo misma y con mi Madre Patria? ¿Por qué profané el sagrado título de enfermera, e incluso manché las sábanas del hospital con mi infamia? Estas preguntas me atormentarán hasta el fin de mi vida... Suplico que no arruinéis mi carrera ni divulguéis mi conducta en la prensa. Os ruego que me autoricéis a volver a Tashkent donde, fiel al humanitarismo soviético, expiaré mi culpa ocupándome de las chatas, o realizando cualquier otro trabajo vinculado con mi profesión».
Cuando todo eso hubo terminado y Joe regresó a la Universidad, para cursar su segundo año, siguió rumiando dos pequeños enigmas. ¿La trampa había sido planeada desde Moscú, o la iniciativa había corrido por cuenta de los agentes locales? ¿Y por qué le habían hecho pagar las sábanas «contaminadas»? ¿Acaso para recuperar los cincuenta miserables rublos de Aeroflot? (Cuando se hubo retirado el hombre de la KGB, los funcionarios del hospital anunciaron que no podían «imponer» esas sábanas a los pobres pacientes soviéticos, y exhibieron un montón de ellas para que Joe las examinara antes de que fueran arrojadas, según dijeron, al incinerador. Si se trataba en verdad de las doce que él había ensuciado, debía inferir que le vigilaban desde el comienzo.) El motivo por el cual habían montado esa operación era menos misterioso. Joe había visto demasiadas cosas y se comportaba con demasiada temeridad. Por si no fuera suficiente la nauseabunda recaída que experimentó al enterarse de la suerte que había corrido Barbara, le advirtieron que si divulgaba «exageraciones», lo único que conseguiría sería «prolongar el período de rehabilitación social de la camarada enfermera Kowalska». Obviamente, los responsables del caso comprendieron que si le expulsaban del país directamente desde Tashkent, se multiplicarían las posibilidades de que él propalara sus aventuras estivales. Por ello, le invitaron a reanudar sus investigaciones sobre Tamerlán en Moscú, donde podían controlarle.
La rigidez de los músculos de su cuello perduró hasta fines de otoño, y le produjo dolores de espalda y cansancio visual. Su congoja espiritual, que se tradujo primeramente en una apatía total, después en un remordimiento abrumador por su negligencia, y finalmente en la añoranza del cabello y los ojos de Barbara, duró mucho más. No era posible que nunca volviera a verla. Por otra parte, el «Verano de los Dos», como llamaba Chinguiz a las cinco semanas que Joe había pasado en Tashkent, se convirtió en un trance crucial, y cuando la señora Vogl apareció en Moscú y le rastreó hasta la Universidad, él se negó a ir a su hotel. El cuerpo que le había excitado y por el que había bendecido su buena estrella apenas en julio, ya no encerraba ningún atractivo para él. ¿Acaso ésa no era la prueba de una maduración excepcional?