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Poco antes de los intensos fríos de noviembre, la Universidad organizó, para los estudiantes de Historia de habla inglesa, una excursión a Borodino, donde se había librado la gran batalla entre los ejércitos de Napoleón y Kutuvoz. Resollando entre las colinas, y pensando, como siempre, en Barbara, Joe se regazó y se extravió. Pidió información a tres muchachas que celebraban un picnic en una antigua trinchera y entabló conversación con ellas. Sí, era norteamericano, dijo cansadamente; y ellas eran... ¡enfermeras de Tashkent! La pregunta siguiente le crispó los labios. Dos de las tres contestaron afirmativamente. ¡Una incluso había estudiado con Barbara! Ella sabía más que las otras.

Mientras Joe estaba aún en el hospital, esperando que le examinaran para darle de alta, la pobre Barbarinka fue deportada a una aldea de Kirguizia. Como allí no había instituciones médicas, la enviaron a cuidar cerdos. Pero su madre tuvo un colapso casi inmediatamente y le permitieron volver a su casa. En ese momento trabajaba como limpiadora de suelos y letrinas en una fábrica de helados de Tashkent.

Joe se sentó, muy afectado. El cuello le dolía tanto como cuando había recuperado el conocimiento en la acequia de riego. Pero ya fuera porque lo sabían realmente, o porque deseaban tranquilizarle, las muchachas le dijeron que Barbara no era desdichada. No culpaba a nadie. En verdad, no creía que hubiera que hablar de culpas.

—Y no se trata de simples palabras.

Las muchachas la habían visto en cafés y paseando por la calle mayor, y no había nada en su conversación o en su conducta que reflejara rencor o aun sorpresa... Sí, durante aproximadamente un mes comentó que Joe iría a rescatarla de Tashkent. Pero ahora planeaba casarse. Con un muchacho de origen parcialmente tártaro que transportaba mercaderías a la fábrica.

Llorando por todo eso, Joe sintió que las nuevas dimensiones de la tragedia llegaban hasta abismos y cúspides inusitados. Algo trascendental estaba en marcha. No podía tener otra explicación su encuentro con las enfermeras a tres mil kilómetros de Tashkent, en un campo de batalla napoleónico poblado de monumentos a divisiones masacradas. ¿Es que nunca terminaría el prodigio del verano? El significado portentoso que se ocultaba detrás de la cadena de acontecimientos le dejó aturdido. Los misterios y posibilidades de la vida eran infinitos. ¡Que él, el favorito de la maestra durante su infancia en Cincinnati, pasara por semejante trance! Pero las mismas anomalías de la aventura múltiple la convertían en una suerte de experiencia religiosa, tan personal que ninguna otra persona podía captar sus efectos místicos, así como tampoco podría entender lo que Barbara significaría siempre para él.

De modo que no estaba destrozada, sino que aceptaba serenamente su destino. Pero este nuevo giro —la intrínseca injusticia de su indulgencia frente a la calamidad— le producía el mayor dolor. No, no era sólo una mujer bella y superficial. El suyo no había sido un amor pasajero de verano. ¿Pero que se casara con un camionero de Tashkent? ¿Acaso ella no debía permanecer tan fiel como él al recuerdo de su idilio? Con esa nueva carga de desconcierto y nuevas áreas de tormento, el romance se apoderó nuevamente de Joe durante la estación invernal de cavilaciones.

 

El tiempo se ha detenido durante la narración de Joe. Me solicita amablemente, discreción, recordándome que sólo Chinguiz y yo conocemos la historia íntegra, y después permanece callado durante un largo rato. Apoyo la mano sobre su hombro, como acostumbraba a apoyarla sobre el mío mi lugarteniente en una banda callejera no beligerante. Volvemos lentamente de Asia Central al alto techo y a las cuatro paredes imponentes del salón de lectura.

—¿Vas a devolver tus libros? —me pregunta, con un ronco susurro. A pesar del frío, una película aceitosa le cubre las mejillas. Si por lo menos supiera cuánto le estiman todos, desde los árabes hasta los camboyanos. Hasta qué punto todos necesitan relajarse con él, en su cuarto transformado en café, sobre todo cuando están aburridos o deprimidos.

—Será mejor que lo haga.

Sí, ya he hecho bastante por este día. Si me voy ahora, mañana podré empezar de nuevo.

Entrego mis cinco volúmenes a Maia que me devuelve mi tarjeta de salida ya sellada, y sigo a Joe, alejándome de los afanes de nuestras tesis. Aunque se ha recuperado con relativa rapidez del golpe de Borodino, Joe ha vuelto a buscar solaz en la comida, y está cada día más gordo.

Bajamos por la escalera principal, de mármol, pasamos por una serie de corredores alambrados y seguimos por la escalera posterior que conduce a la cafetería, con sus olores de refectorio de cuartel. Al igual que decenas de miles de casas de comida situadas en los subsuelos de Moscú, es un recinto lleno de vapor, con manchas de agua sucia en las paredes. Pero su clientela mucho más elegante que la común. Cogemos nuestras bandejas de metal y nuestros cubiertos, piezas de aluminio retorcido que podrían proceder de un equipo de supervivencia posterior al holocausto atómico. A falta de cuchillos —blancos favoritos de las sustracciones, que raramente son repuestos— algunos comensales arrancan trozos de carne con los dientes, en tanto que otros tratan de reducirla a un tamaño comestible con la ayuda de dos cucharas. En el mostrador, elegimos un borscht suculento, un plato principal de pollo esmirriado, y la compota de ciruelas y albaricoques secos a modo de postre. Pero el precio es de apenas setenta kopeks y, como pronosticó Joe, a esa hora la cola es insignificante.

Deseosos de que nos dé el aire, ocupamos una mesa próxima a la puerta. Con la boca llena de comida, Joe hace un movimiento de cabeza en dirección a la cocina. Mientras esperan el momento de volver a llenar los calderos de sopa, dos adolescentes vestidas con guardapolvos y gorros blancos se han cogido mutuamente por la cintura.

—¿Entiendes lo que quiero decir? —pregunta Joe—. Por todas partes encuentras este fantástico contacto físico. ¿En qué otro lugar podrías ver esta escena?

«Esta escena» se repite en varios puntos del subsuelo sofocante: chicas cogidas de la mano, con los brazos entrelazados, tocándose. Parejas que comparten un mismo asiento, como niños en el parvulario. Antes del verano, Joe acostumbraba a apostarse en los vagones del metro, en los ascensores y en otros recintos atestados, para explorar pechos con los codos. La facilidad con que lo hacía me dejaba atónito. Ya fuera porque las mujeres rusas tenían pensamientos demasiado puros para imaginar que semejantes tretas eran posibles, o porque, teorizaba Joe, toda una vida de hacinamiento las había hecho insensibles a tal tipo de contactos, lo cierto es que ninguna notaba ni siquiera varios minutos de magreo persistente. Después de sus experiencias con Betty y Barbara ya no necesitaba recurrir a esos subterfugios, ni se sentía tan desmañado como antes con las muchachas. Incluso consiguió acostarse con varias vecinas de la residencia. Pero sólo dormía unas pocas veces con cada una de ellas: lo que más le interesaba era la mujer rusa como especie, sus actitudes y sus hábitos. ¿Qué significaba el hecho de que en los otros salones de lectura de la biblioteca, todos ellos mucho menos confortables que el Número Uno para Estudiosos y Científicos, las muchachas siempre estuvieran sentadas las unas en el regazo de las otras? ¿Y el hecho de que los apretujones parecieran complacerlas en lugar de irritarlas, como si la presencia tranquilizadora de un cuerpo tibio en contacto con el suyo fuera preferible a la alternativa de tener que instalarse en un asiento solitario para abordar su propio trabajo?