Pensaba escribir un ensayo acerca de algunos de los elementos estables de la vida rusa mediante la descripción de las actitudes de las jóvenes: la bondad sin complicaciones, ejemplificada por el contacto físico espontáneo que reconforta y fortalece a la nación hostigada. En estos tiempos de liberación femenina, su aportación sería tan pertinente como su crónica abortada de los sucesos de Tashkent. Pero se atascó a la hora de decidir si lo que escribiría sería un estudio sociológico o un relato de sus observaciones personales. Un tratado erudito, demasiado frío para captar la seductora informalidad de las muchachas rusas, confundiría en lugar de esclarecer; y una narración en primera persona, que nadie tomaría en serio porque sonaría demasiado frívola, podría arruinar su carrera académica. También abandonó este proyecto.
Pero no dejó de pensar en él.
—Creo que hoy no trabajaré más, y me iré contigo —dice, cuando salimos de la cafetería—. Espérame en el vestíbulo principal. Te mostraré algo.
Le aguardo mientras sube al salón de lectura y devuelve sus libros. Las colas de los mostradores del guardarropas casi han desaparecido, y una de las empleadas le está mostrando su prótesis dental a una colega. Cuando Joe baja nuevamente, y pasa frente a la matrona que controla la salida y frente a la policía femenina, nos ponemos los abrigos y salimos al encuentro del frío momentáneamente refrescante. Me conduce hasta una ruta de autobuses y tranvías, y sonríe cuando le pregunto a dónde vamos. He pasado toda una tarde con él buscando pilas Ray-O-Vac para un fanático de los artefactos, y un día entero tratando de averiguar si un billete de cien dólares de 1921, que una familia de editores de la época prerrevolucionaria había ocultado temerosamente en una buhardilla durante esos cincuenta años, conservaba su valor legal en los Estados Unidos. Pero se limita a decirme que dentro de un momento veré «algo completamente distinto».
Al doblar una esquina nos encontramos con un nuevo y monumental instituto de cultura física, que prepara entrenadores deportivos y atletas «aficionados». Joe es uno de los pocos norteamericanos que se atreven a abrirse paso con subterfugios entre los controladores de salvoconductos, apostados en la entrada. Para ello, toma la iniciativa y me habla en ruso acerca de los ejercicios con pesas, en voz suficientemente alta como para que le escuche el guardia.
Los últimos pasos nos conducen al balcón de un inmenso gimnasio, donde se entrena una promoción de muchachas. La turgente sensualidad de sus pechos y sus traseros ceñidos pone tirantes las mallas, encogidas por el lavado. Silbo para mis adentros pensando en mi mejor amigo, Aliosha... quien probablemente ha fornicado con la mitad de las alumnas. Respecto de la otra mitad, si las viera como yo las veo ahora, se arrojaría sobre las esteras de ejercicios colgado de una cuerda, como lo podría hacer Tarzán.
Durante media hora, miramos impúdicamente sus deliciosas intimidades, pero esto no turba su concentración en las complicadas figuras gimnásticas. Sucede lo mismo que cuando el codo indiscreto del viejo Joe pasaba inadvertido entre las multitudes del metro.
—¿Viene a menudo aquí, profesor?
—Cierra el pico. Hay investigaciones e investigaciones. ¿Te parece superior a la Biblioteca Lenin?
4
ALIOSHA
Las siete de una mañana de febrero: la hora más inclemente que he conocido sobre la Tierra. Un frío tan prodigioso que el continente parece paralizado, exprimiéndome un cántico que se remonta hacia las fuerzas cósmicas. El viento gime como si soplara por los bosques árticos y la nieve refleja el fulgor fantasmagórico de las estrellas mientras un espectro tantea el horizonte orientaclass="underline" aún no ha llegado la aurora, es simplemente la promesa de que concluirá la noche mortal. Hay escarcha sobre mis cejas y sobre el mitón que cubre la mano, cogida de la mía, de una muchacha llamada Alia, mientras nos abrimos camino entre neviscas y escombros hacia la carretera, o sea dos huellas de neumáticos que zigzaguean en el horizonte. (Cuando lleguemos allí, ¿veremos la cúspide del mundo?) La fatiga me hace palpitar la cabeza y mis sentidos laten al compás de esa tétrica belleza... y con una premonición de peligro. Las actividades que estoy llevando a cabo enfurecerían tanto a las autoridades norteamericanas como a las soviéticas.
Estamos en algún punto de los suburbios occidentales de la ciudad, en una nueva urbanización que tiene el aspecto de un conglomerado industrial siberiano arrancado del bosque. Los edificios pelados —concluidos, tal como se concluye aquí la construcción, con las tuberías desconectadas y las puertas que no se abren— están totalmente ocupados por inquilinos y agradecidos, aunque un laberinto de sucios senderos practicados sobre la nieve debe hacer las veces de aceras, desperdigadas a la manera rusa y sembradas de botellas y ladrillos rotos. Pero en medio de la vastedad de tundra que devora los edificios de doce plantas, ¿qué importancia tiene un desorden tan insignificante como éste?
Alrededor de nosotros, figuras silenciosas enfundadas en abrigos negros marchan rumbo a sus trabajos avanzando a tientas por los senderos y entre la blanca bruma, como si las guiaran las señales de radio de un Ministerio del Trabajo extraído de la obra de Orwell. Al igual que nosotros, enfilan oblicuamente hacia el camino distante. En la curva más próxima, un destartalado camión de materiales de construcción avanza dando tumbos con las luces encendidas, gruñendo y traqueteando, dejando una estela de gases de escape, congelados, y de nieve fresca. Los peatones que caminan por el borde se dispersan automáticamente al oír el estrépito, sin el menor deseo de levantar el rostro del amparo de sus solapas. A lo lejos, un grupo se ha arracimado alrededor de la solitaria parada del tranvía, apiñándose como lo hacían, en los cruces de ferrocarril, los campesinos que huían del avance nazi.
Alia y yo no hemos dicho nada desde que salimos del apartamento. Nos enmudece el choque que supone pasar directamente de aquel mundo a este otro. Ahora ella camina con grandes zancadas delante de mí, con la cabeza gacha y castañeteando los dientes. Sigo sus pasos intrépidos, guiado por los sentimientos que ella me inspira: una inexplicable combinación de camaradería y concupiscencia, de incesto e inocencia pastoral. ¿O es mi temor reverente ante las fuerzas naturales lo que agranda su imagen? Sé que la aventura de la que soy protagonista me impulsa a delirar, pero incluso aquella parte rutinaria de mi personalidad que mantengo en reserva no puede separar los efectos de un universo de frío paralizante, por un lado, y de los instintos de autoconservación que nos llevan a atravesarlo, por otro. De la silenciosa blancura que subyuga a todo lo que hay debajo, por un lado, y del calor corporal de los muslos y las piernas de Alia, por otro. Si idealizo la carne, lo hago a impulsos de la misma percepción que descubre algo trascendente en la crueldad de este clima: el júbilo de sentirme puesto a prueba y de sobrevivir. Los instintos animales del sexo y la vida forman el vínculo que une la lujuria de la noche con la marcha hacia adelante de la mañana.
El crujido de la costra de nieve debajo de sus botas se acelera gradualmente. Alia trabaja como fisioterapeuta en una clínica próxima a San Basilio, y debe estar allí, uniformada, a las ocho. Yo me iré a dormir a mi cuarto. Acabamos de salir de otra orgía durante la cual nos hemos amado tanto, con tanta libertad y furia, que el espeso café matutino de Aliosha me ha descompuesto un poco.
Anoche éramos cinco: Alia y yo, Aliosha Aksionov y dos muchachas reclutadas a una hora más temprana de la noche, camino de «fiesta»: dos dependientas de tienda, de pelo opaco, que no dieron sus apellidos y a quienes nadie se los preguntó, pero que se entregaron de cuerpo y alma a la ceremonia pagana. Vírgenes esenciales (exceptuando una o dos escaramuzas en los sótanos con muchachos rusos ebrios), que enmudecieron cuando Alia bebió súbitamente el último trago de vino y se quitó toda la ropa excepto las bragas.