Nuevamente, lo que más me fascinó fue la reacción de las chicas. Tantas nuevas parejas que repetían la pauta ya habitual, y que sin embargo me desconcertaban siempre hasta el extremo de preguntarme si debía dar crédito a mis ojos. Los otros personajes del pequeño elenco, si bien más extraordinarios, me sorprendieron menos, porque sabía lo que debía esperar de ellos. La «eficiente» Alia, de veintitrés años, con porte de azafata, que se reúne con Aliosha desde hace varias semanas, y que ayer debió quedarse en casa —y organizar la fiesta en su apartamento— porque esperaba una llamada telefónica de su marido viajero. Mayor y más refinada que las participantes habituales, también es más lacónica y aparentemente más autónoma. Y Alexei Aksionov, el fabuloso, célebre, adorado y muy imitado Aliosha que vive la vida prodigiosa del playboy y del pícaro universal, y que se ha convertido en mi mejor amigo, después de que pesé demasiado tiempo sin tener ninguno. Mi tutor, protector y abastecedor indulgente, todo ello sintetizado en la palabra muchacho, nombre con el que me ha apodado y que pronuncia como si yo fuera un sobrino recién descubierto.
Cuando Aliosha abordó por primera vez a las chicas, en la calle Kirov, en sus mejillas encendidas por el frío aparecieron unas nerviosas manchas de rubor. Eran dos jóvenes altas, robustas, con abrigos raídos y botas rústicas, que atrajeron su mirada de lince en medio de la multitud cada vez más escasa de la calle comercial. Marchaban hacia sus casas después de trabajar, tomadas del brazo, con los labios despintados muy cerca de sus respectivas orejeras espesas para transmitirse el chismorreo femenino, con el aspecto evidente de estar ociosas, sin dinero para gastar, y de tener muy pocos recuerdos para evocar, sobre todo de buenos ratos con pretendientes galantes. Hijas del proletariado moscovita y soñadoras de romances, y que habían empezado a entender que pasarían sus vidas detrás de los mostradores de venta de quesos o, cuando resultaran atrapadas, junto a esposos que preferirían el vodka.
Un reflejo de neón les pinchó el rostro cuando cruzaron la calzada, por lo demás sombría. Aliosha, que las espiaba desde detrás del volante, frenó, aparcó y se apeó, todo con un solo movimiento. Entre las infinitas cosas que venero en él, la gran constante es la forma en que contrasta con todo lo que le rodea: su agilidad en calles irremisiblemente pesadas, su destreza en la patria de la estolidez y la pachorra, su ingenio espontáneo donde la solemnidad es una institución nacional. Aliosha, el duende encanecido en el país de los armatostes y la fatiga. Su hechizo empieza por sus movimientos, cuya fluidez hace sonreír incluso a los agobiados circunstantes, que recuerdan las horas despreocupadas de la infancia. Cuando le alcancé, ya se había presentado a las muchachas —«Les ruego que me disculpen, estimadas damas. ¿Puedo hacerles perder un momento?»— y les había arrancado la primera risa.
—Algunos piensan que «dama» es un grosero insulto burgués. En cuyo caso, retiro la palabra, camaradas. ¿Qué importa un pequeño solecismo entre amigos?
Su imploración fingidamente circunspecta constituía una burla a su propia ansiedad y también a la condición humana y soviética.
El acto de reclutamiento, que le sirve para conquistar rápidamente la confianza de nuevas mujeres, y para llevarlas a su cama, siempre les inspira a sus amigos un cabeceo afectuoso. «Mirad a Aliosha. A los cincuenta años sigue siendo un niño travieso. Nunca cambiará.»
Esta cacería particular siguió el rumbo previsto. En tanto el decoro femenino inducía a las «queridas amigas» a seguir caminando vagamente con el mismo rumbo que traían, argumentando que no podían aceptar la invitación de un extraño, sus sonrisas abiertas indicaban que la de Aliosha, cautivante, había logrado su objetivo. Aun cuando Aliosha se mofe de ellas, las nuevas muchachas entienden que sus maliciosos requiebros encubren un sentimiento noble, y que el peligro sexual no les causará otros perjuicios.
—Ciertamente nadie que se haya educado en los preceptos humanitarios que recibieron ustedes puede ser tan despiadado. ¿Por qué no dicen a dónde van? ¿Lo confesarán si yo lo adivino?
Como una figura estereotipada del cine mudo, la muchacha más alta intentó ocultar su complacencia con una expresión de adusta indignación. Convencida de que ya habían protestado bastante, la otra traicionó el temor de que Aliosha se desalentara. Eso no ocurrió.
—¿Van a alguna cita? ¿Al conservatorio, quizá? ¿Tocan... déjenme pensar... el contrabajo? Lo sé: perderán el último avión para Camerún. Este país se irá a la ruina: África negra devora nuestras mejores exportaciones. Suban al coche, yo las llevaré volando al aeropuerto.
Ahora reían francamente, porque se sentían halagadas y no porque valoraran la cháchara. Ninguna de ellas había oído hablar de Camerún o de contrabajos. Al fin se dejaron guiar hasta el coche. Bajo una capa de aire refrigerado, sus abrigos olían a años de uso. Porque sabíamos qué era lo que nos esperaba, Aliosha y yo percibimos la fragancia del sexo en su aliento, que exhalaba el vestigio de una marca económica de vino con la que habían almorzado. Él estiró la mano hacia el asiento posterior para apretar a las chicas en un fuerte abrazo de bienvenida, y después detuvo el coche para acomodar la manta encima de los elásticos desnudos sobre los que viajaban, mientras pedía disculpas por esas molestias con una aparatosidad digna de Fernandel. En ese solo instante les brindó más afecto y cortesía, y más solaz, que los que habían conocido en toda la vida real.
Pero la copulación, aunque segura, sólo se produciría después de los ritos preliminares. El apartamento de Alia, disponible mientras su marido inspecciona fábricas de provincia, se encuentra cerca del centro de la urbanización inconclusa, con sus aceras de botellas y ladrillos rotos. Cuando llegamos, estaba friendo las patatas y cortando la carne tierna que había descubierto Aliosha para cocinarla a lo Stroganoff. Las chicas usaban las faldas rectas y los suéters que estaban de moda entre las gentes pobres de mi escuela de segunda enseñanza, veinte años atrás. Alia las recibió como si fueran viejas amigas, aunque nos esperaba sólo a Aliosha y a mí, y les ofreció un baño e hizo correr el agua.
Salieron sonrosadas y locuaces, y experimentaron con los cosméticos que Alia había comprado en el mercado negro. A esta proeza siguió el examen de la nueva revista Amerika, también de Alia, mientras nosotros tres completábamos los preparativos para la cena. Ocasionalmente Aliosha brincaba fuera de la cocina para encenderles los cigarrillos que sostenían torpemente, empleando para ello un encendedor francés de butano cuyo solo brillo halagaba el orgullo de ambas. Mientras tanto, nos entretuvo a todos con comentarios sobre por qué los científicos rusos marchaban a la cabeza de los estudios internacionales sobre el cálculo de probabilidades y la desviación matemática, y terminó con un chiste casero que mezclaba la insinuación y la parodia, al sugerir que todo era sublimación, porque en la vida real soviética nadie podía desviarse. Luego se caló las gafas oscuras para reforzar su teoría de que los seres humanos pueden creer cualquier disparate... en este caso, que Moscú es la Ciudad Sol.
Fue una velada como otras cien. Una mesa provista con las provisiones de vodka, vino y entremeses que había traído Aliosha. Brindis que parecían hacerse progresivamente más jocosos; risas que aumentaban inconfundiblemente de volumen; un torrente de conversación desordenada para competir con el consumo de comida y para realzar la sensación de bienestar robado que se trocaba en sensualidad. Viejas cintas, grabadas de discos del mercado negro, con los Cream y Diana Ross, en un magnetófono cansado y palpitante. Bailes desenfrenados, con energía y resistencia que iban en proporción inversa a la falta de refinamiento. Y Aliosha que nos hacía levantar nuevamente para otro meneo, empinando la botella para beber otro trago, recordando otro chiste —acerca del vendedor de Biblias que fingía ser un filólogo servio— para congeniar con el espíritu del momento.