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Las chicas entendían poco, al margen de la extravagancia de la juega. Ya estaban mareadas por el salame húngaro y por el lápiz para labios Revlon e incluso por el paseo en el coche de Aliosha, y sucumbieron a su afortunado destino, rechazando el vodka, sólo para guardar las apariencias, con los lugares comunes de siempre. Mientras saboreaban sus tabletas individuales de chocolate y sorbían el último resto de vino, divagaban sobre sus preferencias en materia de actores de cine y planes de veraneo.

Entonces le llegó el tumo a la fornicación, después de la conmoción pasajera que causó Alia al desvestirse y de las rutinarias protestas de las chicas. Al principio fue «individualista» (mientras Alia esperaba pacientemente), pero pronto los cinco cuerpos se entrelazaron, rieron, gruñeron, se intercambiaron, jugaron con un maltratado oso panda relleno. Liberadas de todo, menos del asombro que se producían a sí mismas, las nuevas chicas acercaron orgullosamente sus muslos a nuestros rostros. Alia, más refinada, y también más experimentada en veladas colectivas, porque hacía varias semanas que conocía a Aliosha, utilizó una hoja del ficus para realizar una encuesta anatómica.

A la mañana, las chicas le imploraron a Aliosha que inventara una excusa para librarlas del trabajo.

—Alioshka, por favor, Alioshinka... ¿no podemos pasar contigo aunque sólo sea el día de hoy?

 

Detrás de la fachada de hielo y mojigatería, de irritabilidad y sordidez, este hedonismo florece como el follaje de la jungla. He visto a menudo una lujuria parecida, pero no semejante consagración a ella: la sexualidad hasta el límite del apetito humano, como en la legendaria —y auténtica— capacidad rusa para comer y beber.

El recuerdo de la primera velada que pasé con Aliosha sobresale entre la confusión de todas las posteriores. Aunque sólo me conocía como el nuevo amante de Anastasia, con quien únicamente había intercambiado unos pocos saludos burlones cuando nos prestaba el apartamento para nuestros acoplamientos, me invitó a una fiesta y me agasajó con caviar y anécdotas. Las chicas, más equilibradas y elegantes que casi todas las que habrían de seguir, eran una actriz ambiciosa y dos modelos que lucían trajes con pantalones que habían comprado a turistas. En Moscú nunca había visto antes pestañas postizas, ni tanta prestancia femenina.

El festejo era para celebrar el cumpleaños de la actriz, que se celebraba en noviembre, y en razón del cariño que le guardaba Aliosha, porque en otra época habían mantenido una estrecha relación. Durante la cena en un costoso restaurante del Intourist las manos de él permanecieron constantemente ocupadas, llenando los vasos y agregando vituallas a los platos desbordantes. Su mesa era un refugio contra todas las zozobras del mundo, incluida mi primera fricción con Anastasia. Sólo se exceptuaban las que provenían de la distensión de los estómagos y las vejigas. A medianoche, volvimos a su apartamento para beber unas copas y bailar durante una hora.

Una chica dijo que estaba cansada y otra comentó que en la habitación hacía calor... y súbita, pero despreocupadamente, las tres empezaron a desvestirse. Sin exhibirse ni cubrirse, y sin decirme nada en particular —como tampoco lo habían hecho durante toda la velada— se quitaron la ropa interior, deslizaron la mano sobre sus abdómenes lisos y cogieron unos cigarrillos, mientras yo las admiraba, las temía, las envidiaba y las deseaba.

Como en una evocación de mi filme sexual favorito, mi ojo interior ya había empezado a rememorar el milagro de su progresiva desnudez. Sujetadores desechados como guantes y pechos que cobraban vida en cámara lenta a medida que los liberaban... sin un atisbo de sorpresa, y menos aún de vergüenza, en los tres rostros eslavos. Pechos de sílfides, que me hicieron recordar que, en mi adolescencia, yo solía preguntarme si en algún momento de mi vida llegaría a tocar algo tan perfecto. La sorpresa me congestionó los ojos y la ingle. Tres prodigios de tez blanca y piernas largas, de una belleza que no tenía paralelo en ninguna otra que yo hubiera visto, estaban delante de mí, frente al espejo, cepillándose el pelo por turno. Sus pezones se erguían. Eran níspolas rosadas. Había conocido a esas Afroditas pocas horas antes.

El miedo a lo desconocido remató mi asombro. Pensé en perversiones, en mi actuación, en una provocación política y en los otros peligros que podía correr, solo, en un apartamento ruso. Traté de imaginar lo que Aliosha planeaba para nosotros dos y para esas maravillosas tres. ¿Y por qué tanta generosidad conmigo, un extranjero mucho más joven y menos interesante? Aliosha estaba en la cocina, lavando los vasos para el té. Sin saber qué podía hacer yo, a solas con ellas, le llevé unos platos sucios.

—Mi Dios, ¿lo hacen en serio? ¿Qué sucederá a continuación?

Me cortó una gruesa tajada de tarta.

—La costumbre ortodoxa estipula el descanso después de la cena. Eso se ha convertido en una suerte de ritual. Pero tal vez tú eres militantemente anticlerical, muchacho. ¿Qué te parece si transigimos con un sueñecito?

Las modelos entraron ondulando en la cocina, dos primas de fina cintura con pómulos de Veruschka. Mientras aguardaban junto a mí que Aliosha completara la bandeja, me ciñeron las caderas con los brazos, como si estuviéramos en la barra de una pista de patinaje. (Con un rápido movimiento Aliosha corrió las cortinas de la cocina. Todos los demás peligros ocupaban mi imaginación, pero el de que los vecinos pudieran ver semejante espectáculo era muy concreto.) Yo anhelaba, y temía, besar sus labios... primero los de su cara, y luego los otros, los que estaban cubiertos por el vello rojizo. Rogaba que no oyeran los redobles de mi corazón. Aún no me había atrevido a tomar la iniciativa, cuando la actriz les gritó a sus amigas, que ahora flanqueaban la nevera.

—No es justo que os divirtáis ahí. Es mi cumpleaños —protestó desde la cama.

Un minuto más tarde, estábamos todos entrelazados en el lecho. Las modelos ronroneaban y gemían.

Me desperté una docena de veces antes del amanecer, dando y cogiendo lo que quería de las piernas y los brazos sedosos. Debajo del edredón, se sentía una calidez que olía a colonia y sexo. Me fastidiaba que la imagen de una provocación política me siguiera rondando, pero si esas iban a ser mis últimas horas antes de que me arrestara la KGB, sólo podía sentirme agradecido por el cambio. Después de muchos cantos de sirena y ecos, el centro de mi pasión fue acometido por un dulce malestar, más como dice la canción rusa, abracé por «última vez» a la modelo alta, mientras la más joven se acurrucaba contra nosotros, arrullando en su entresueño. Entonces —¡prodigio final!— la actriz nos dio las gracias a todos y cada uno por su «deliciosa» noche de amor.

 

«Nadie puede contar lo incontable», dice un viejo proverbio ruso. Aunque es imposible hablar de Aliosha sin empezar por las muchachas, tampoco es posible dar una idea de su número sin recurrir a un frío cómputo o a una imagen mecánica. (Hace años, él mismo intentó hacer un balance para refutar historias que juzgaba exageradas. La madre de una «lolita» le había sorprendido con las manos en la masa, y antes de que pudiera apaciguarla, se vio enfrentado a una amenaza de querella, con la consiguiente necesidad de reunir datos, por si debía comparecer ante la justicia. Pero después de compilar listas sobre fragmentos de servilletas y hojas de anotadores, renunció a la empresa, calculando que habían sido tres mil.) Sólo es posible decir que sus conquistas —otra equívoca imagen mecánica, que despoja a sus relaciones de una comunicación compartida a través del desenfreno y la risa, para no hablar del orgullo potente de la «víctima»— son un mar de carne eslava. Una multitud bíblica de rostros rústicos y cuerpos cimbreantes copiados del modelo de Masha, la de la residencia. Raramente vuelvo a su coche, después de demorarme durante cinco minutos en la compra de una botella o de unos billetes, sin encontrar una nueva muchacha, o dos, esperando vergonzosamente en el asiento posterior, para ser llevadas al lugar donde serán agasajadas y seducidas.