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Aunque ningún kremlinólogo oirá jamás hablar de él, las adolescentes moscovitas de clase trabajadora le conocen mejor que a Podgorny o Suslov. La cuarta parte de aquéllas a quienes aborda reconocen el apellido «Aksionov», consagrado por los rumores de Moscú, y al oírlo reaccionan con ávida predisposición. Incluso las obreras de las fábricas de los arrabales conocen su reputación: sus amigas o las amigas de sus amigas han disfrutado de unos días con él, o le han visto cuando se lo señalaron en el vestíbulo de un cine o en una playa.

Se sorprenden, sin embargo, cuando Aliosha dice que ese apellido es el suyo. Aunque tiene cincuenta años juveniles y cuenta con una melena suave y una bella configuración de las mejillas, su nariz, como él dice, «no es perfecta». Demasiado grande, también tiende a enrojecerse. En general, el público juvenil ha asociado su fama con un porte más alto y ostentoso.

—¿Tú eres Aksionov? No te creo.

—Es mejor así —suspira—. En Moscú pululan quienes-tú— sabes, ansiosos por remedar al proletariado. Susúrrame tu número de teléfono, y prometo no creerte a ti.

A la escultural morena, de boca carnosa y atractiva, no más inteligente que el promedio, sólo se le ocurre contestar con una terca reiteración de su duda. El diálogo se desarrolla en una pescadería a la que ha acudido presurosamente Aliosha en busca de elementos para «festejar» a otra recluta, una rubia de aspecto nórdico, a quien ha engatusado trabajosamente diez minutos antes, consiguiendo sacarla de un minibús. La rubia, que sólo dispone del tiempo justo que le conceden en la oficina para ir a almorzar, le espera impacientemente en el coche.

Una de las apremiantes preocupaciones de Aliosha, y no la menor, consiste en descubrir cómo podrá complacerla con una carpa fresca sin perder un cuarto de hora en la cola que se ha formado para comprarlas. Como pretende que no se le escape la morena, aunque sin abandonar la pescadería con ella —porque en ese caso la orgullosa rubia descubriría su juego y le abandonaría instantáneamente a su suerte—, Aliosha no puede dedicar más que ocasionales carreras de diez segundos a la tarea de seducir a la robusta pescadera que pesa y envuelve las carpas en el fondo de la tienda. Al mismo tiempo, mientras calculamos mentalmente los precios y contamos nuestro dinero (volviendo fugazmente la espalda, para no «ofender la dignidad de nuestra flamante amiga con operaciones mercenarias», como explica Aliosha) porque queremos saber si la vuelta nos bastará para comprar cerveza, descubrimos que hay que marcar un comprobante de compra en la punta de otra cola formada frente a la ventanilla de la cajera, esta vez cerca de la puerta. Aliosha trata de colarse en esa segunda fila, y entonces ve a una Juez del Pueblo, en la persona de una matrona de mandíbula cuadrada y cuerpo rollizo en cuyo tribunal, una sala donde se pronuncian fallos sobre los deberes y obligaciones morales de la ciudadanía soviética, él ha comparecido en algunas oportunidades.

—Oh... eh... muy buenos días, camarada —canturrea Aliosha, abandonando la tentativa de colarse y tratando de ocultar simultáneamente a la atónita morena... pero sin perderla—. Es un invento extraordinario, ¿no le parece? —agrega, señalando el ábaco de la cajera, para explicar así su conducta a la adusta magistrada, y librarse de ella—. Siempre me fascina la pericia de las manos soviéticas.

Después de maniobrar con la morena, la pescadera, la juez, la cajera y una ex amiga que entra en el negocio en un último momento de desconcierto —Aliosha no tiene ningún interés en esta antigua amante pero tampoco quiere agraviarla con la exhibición de su nueva conquista— correrá de vuelta al coche en el preciso momento en que la impaciente rubia se estará apeando, y la llevará a su apartamento para comer un bocado rápido. No quedará tiempo para hacer justicia a la carpa. A continuación la rubia deberá partir: a ella le tocará el tumo al día siguiente, cuando salga de trabajar. Pero la morena, que creía haber acudido a la pescadería para comprar arenque salado, estará libre esa misma tarde... y Aliosha debe lanzar la última ofensiva, mientras los segundos preciosos se deslizan implacablemente.

—¿Podrás reunirte conmigo a las dos? ¿Ni en sueños? Respetaré tus principios, desde Digamos, entonces.» ¿a las tres?

Aliosha sabe que ella acudirá a la cita a menos que aparezca una causa de fuerza mayor, y que al cabo de una bota o dos estará despatarrada sobre su cama. Está igualmente segara de que a menos que tenga alguna característica tsuxpáofui —como sucede en el caso de la rubia, que hace gala de un insólito sentido del humor— desaparecerá de su vida, desde el punto de vista sexual, hacia el fin de semana. Sin analizar su problema en profundidad —aunque reserva sus sarcasmos más mordaces para hablar de sí mismo, no es proclive a la introspección— confiesa que su propensión donjuanesca es reflejo de un desequilibrio fundamental.

—Si no lo has notado, te diré que los síntomas son la preferencia por las parejas, las jóvenes y los encuentros fugaces —explicó en una oportunidad—. La cantidad hechiza, la calidad enerva. Las baño a todas, y yo me río astutamente.

Al relatar cómo descubrió por primera vez su obsesión, la autocrítica convierte su voz, habitualmente versátil, en atiplada. «Por lo que concierne a la libido», dice, tuvo una juventud y una adolescencia normales. Incluso fue fiel a una muchacha durante toda la guerra... lo cual ahora le parece increíble. Pero una noche, varias semanas después de la boda, estaba en el lecho con su amada esposa —de la cual se ha divorciado hace un cuarto de siglo, aunque la amistad que los une sigue reconfortándolos a ambos— cuando se dio cuenta de que ella no desempeñaba ningún papel en la aparición de su erección.

—Se levantaba —me explicó en la jerga vernácula rusa—, pero no por ella.

Fingió dormir junto a ella durante otro mes torturante, a punto de estallar por obra de una erección que su esposa no podía aliviar. Aunque eso le indujo a buscar compulsivamente otros cuerpos, su primera sesión fugaz con una adolescente a la que había conquistado le produjo una especie de apaciguamiento Pronto necesitó desahogos cotidianos.

—Lamento sinceramente interrumpir tus meditaciones particulares, ¿pero puedes concederme un momento? ¿Nos atreveremos a romper la absurda barrera de desconocimiento que nos separa?

La repetición infinita ha pulido sus requiebros hasta tal punto que ya deberían estar rancios. Cualquiera podría suponer que él está harto, quizás incluso fastidiado, de la compulsión de hacer nuevas conquistas. Sin embargo, para ser sinceros, cada vez que pone en marcha la cacería —aunque sea la tercera vez en la mañana y la vigésima en la semana, aunque esté agotado después de días de furiosa actividad y de noches de poco sueño le rejuvenece una oleada de nuevas energías. Cada nueva chica representa un desafío, un trofeo, un mundo flamante y seductor, sin que importen los miles de mundos idénticos ya explorados. Además, no obstante su incapacidad para profundizar, se siente auténticamente cautivado por las muchachas a primera vista, y ellas intuyen su afecto aun antes de que aparezcan los síntomas de apetito sexual. La curiosa combinación de deseo rapaz y ternura paternal se traduce en sus vocales redondeadas y su sonrisa de Clark Gable.

Un determinado porcentaje de amantes duran semanas. Otras, como la eficiente Alia, protagonizan encuentros periódicos cuando sus maridos viajan o cuando otras circunstancias determinan que se hallen temporalmente libres. Con unas pocas amigas especiales se «une», como a él le gusta decir, durante meses, y en los casos más raros, durante un año. Y a veces, coaccionando la vanidad herida, Aliosha puede «cohabitar», como también dice (al igual que los escritores, evita repetir una palabra, en este caso el lascivo término ruso que significa «fornicar», en oraciones consecutivas), con viejas amigas de hace muchos años. Pero en la mayoría de los casos, pierde interés, y por tanto no soporta copular, después de haberlo hecho tres o cuatro veces. «Un naipe jugado», dice con un poco de melancolía. Por otra parte, los «naipes viejos» son las mujeres mayores de veinticinco años, a las que generalmente elude.