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La chica exhibía pantalones de esquiar importados y una expresión estupefacta que realzaba su encanto en esa tarde gélida. Pero la existencia de algo extraño enturbiaba su relación con Aliosha desde el momento en que se habían encontrado, dos horas atrás, en la alegre pista de patinaje vecina al estadio Lenin. Ella aceptó recatadamente la invitación al apartamento de Aliosha, y mientras sorbía una descongelada medida de vodka y mordisqueaba el shashlik de su anfitrión, conservó su desapego propio de alguien que sabía algo importante. Sólo revela su secreto cuando Aliosha se introduce entre sus piernas alzadas.

—No me recuerdas —dice fríamente desde debajo de él—. Hace cuatro años, aquí, sobre el diván. Yo era una tonta chiquilla de la escuela secundaria.

La sorpresa, la preocupación y un júbilo perverso dilatan los ojos de Aliosha, pero cuando responde su expresión es indescifrable.

—Claro que lo recuerdo, cariño. ¿Cómo podría haber olvidado esa noche única, imborrable?

Sin embargo, la rememoración del encuentro previo le ablanda. Cuando ella se apea del coche, Aliosha recurre a mí en busca de consuelo.

—Dios mío, ¿por qué las mujeres hablarán tanto? ¿Y qué puedo decir de mí? La vejez es el azote de las células de la memoria.

La necesidad de nuevas compañeras mantiene a Aliosha en un estado de búsqueda constante, y complica implacablemente sus jomadas ya de por sí extraordinariamente activas. Sus amigos artistas lamentan a veces que no haya canalizado hacia una empresa constructiva las energías que derrocha en las labores que se ha impuesto. ¡Qué hombre! Puede conversar con los turistas alemanes gracias a lo que aprendió hace treinta y cinco años en un curso de dos horas semanales al que asistió durante un año en una escuela secundaria de los arrabales, y en cualquier velada se convierte en el centro de la atención general, eclipsando a los grandes ingenios de Moscú. Es una tragedia que, por falta de metas creativas, todas estas virtudes se desperdicien en sus juergas.

Su plática, dicen estos amigos, es por sí sola un testimonio de insólitas dotes intelectuales. El ruso permite medir, mejor que muchos otros idiomas, la inteligencia del individuo, porque su complejidad y su inflexión hacen que aún los nativos cultos cometan errores gramaticales. Sin embargo, es singularmente rico y flexible cuando está al servicio de mentes imaginativas y rigurosas. El lenguaje cotidiano de Aliosha se parece al inglés que habla un diplomático irlandés: aun cuando la sustancia sea intrascendente, el flujo de palabras produce por sí mismo un placer estético. Su conversación es a veces demasiado untuosa y pulida, pero nunca es vulgar, sino que está llena de vivaces alusiones originales y de frases premeditadamente obsoletas, así como otras ultramodernas. En el curso de su campaña encaminada a conservar la fecundidad y precisión del lenguaje, discute con sus amigos literatos acerca de las acepciones, las desinencias y las conjugaciones de oscuros sustantivos y verbos irregulares. ¿«Extrañar», en el sentido de «sentir la ausencia de», exige siempre el caso preposicional, o en determinadas circunstancias puede emplearse con objetos inanimados? ¿Es posible que no sólo una persona sino también un objeto esté odievat (vestido), o el único término correcto es nadievañ Después de un acalorado debate, buscan la prueba en alguno de sus diccionarios de palabras rusas y extranjeras, colección dominada por el clásico Dahl en doce volúmenes que siempre está listo, a menudo debajo de uno o dos pares de bragas, en un arcón contiguo a la cama.

Aunque otros amigos niegan que tenga un notable potencial creativo —la especialidad de Aliosha, dicen, es aquella a la que se consagra ahora: exhibirse ante impresionables auditorios femeninos— la mayoría de ellos admiten que en algún recoveco de su persona están latentes los gérmenes de la genialidad, que se atrofian día a día. Sin embargo, cada jomada es también testimonio de su vigor apabullante. Le he visto levantarse a las seis; clavetear el asiento rajado de su inodoro; cambiar el líquido del freno y martillear un poco su parachoques abollado (para evitar la multa por conducir un adefesio por las calles de Moscú); planchar la camisa que lavó para comparecer ante la Justicia; comprar y preparar un desayuno para cuatro; conducir a sus tres invitados a distintos lugares de la ciudad y llegar él mismo, con enorme retraso, a su audiencia judicial de las diez; pasar todo el día en el tribunal, elaborando y pronunciando un enérgico —e inútil— alegato en defensa de un cliente al que le impusieron una severa condena por comprar las corbatas de su propia fábrica para luego revenderlas en el mercado negro; aprovechar la pausa del almuerzo para sobornar al amigo de un amigo que le conseguirá un pasaje de avión a Odesa, por el que en otras circunstancias debería hacer cola durante horas; patrullar por entre las multitudes de la primera hora de la tarde en busca de nuevas conquistas; maniobrar nuevamente entre las muchedumbres de las tiendas para comprar provisiones para la cena; llevarle el televisor de un amigo a un técnico «clandestino» que se ocupará de repararlo; comprarle a una ex amiga un par de zapatos apenas usados que le regalará a otra en el día de su cumpleaños; volver al apartamento y atender media docena de llamadas telefónicas de colegas del foro y de amigos que le proponen planes para esa noche, mientras él descama sobre una tabla de cocina dos kilos de sollo; termina la preparación de la cena mientras distrae a sus nuevos invitados con anécdotas «caseras» contadas desde la cocina; consultar en los comentarios del Código Penal una interpretación controvertida mientras los otros se divierten; extraer de debajo de una pila de trastos acumulada en un rincón las cintas magnetofónicas que le han pedido para animar la velada; iniciar el baile con su mezcla singular de jitterbug y frug; y finalmente, gozar con la nueva chica, o las nuevas chicas, aunque una parte de él habría prescindido gustosamente de la consumación sexual.

(Cuando añoro a Anastasia, le interrogo acerca del tiempo que pasaron juntos, y Aliosha destaca la fascinación de ella por el lenguaje y la naturaleza especial de su atractivo. Al decirle a Masha, en La gaviota de Chejov, «Cierra la ventana, tebe naduiet», uno de los personajes incurrió involuntariamente en un juego de palabras que podía significar tanto «te preñarán» como «te llega una corriente de aire». Cuando en todo el Teatro de Arte de Moscú sólo dos personas rieron en voz alta, él comprendió que debía seguir acosándola.)

Postrado después del orgasmo —al que ya no llega fácilmente, ni siquiera cuando se esmera para poder cumplir con la norma de la casa, «No Dejes Nada Inconcluso», y concurrir luego a una cita tardía— vuelve a levantarse porque ha recordado que debe ejecutar una última tarea. Se pone sobre el torso desnudo y los calzoncillos una zamarra finlandesa, que es una de las últimas reliquias de sus tiempos de joven calavera, y sale a la fría intemperie de las dos de la mañana para desaguar el radiador del coche. Como hace casi un mes que no consigue líquido anticongelante, y como no quiere utilizar alcohol porque éste corroería las tuberías ya supurantes (los repuestos de caucho son aún más difíciles de conseguir que el anticongelante), todas las noches debe llevar a cabo este cometido, antes de acostarse, durante los meses más rigurosos del invierno. Es un toque de simbolismo: aquí nada se puede dar por supuesto; nada se obtiene fácilmente.