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Hace diez años, Aliosha era una celebridad en el embrionario jet set moscovita de músicos de jazz, mujeres hermosas y propietarios de automóviles: los varios centenares de figurones que se conocían entre sí, de vista o por su reputación, y a quienes algunos conserjes hacían avanzar hasta la cabeza de la cola, abriéndoles los portales. Aunque eran muy pocos para una ciudad de estas dimensiones, su alta condición emanaba, mutatis mutandis, de las mismas fuentes que encumbraban a los personajes de Chelsea o del frívolo East Side. Belleza, padres ricos, una colección de discos de los Beatles, contactos con los organizadores de buenas fiestas y con los individuos que sabían dónde era posible comprar perfume francés. A menudo bastaba descollar, como Aliosha descollaba notablemente, por el porte, la energía o el savoir faire, de la opaca mayoría de los moscovitas. Aliosha era el animador de todas las reuniones y el tejedor de las ilusiones del mañana apocalíptico, y le invitaban a las mesas de los productores teatrales, de los proveedores clandestinos de iconos y de los hijos de los generales. También tenía su propia reserva de divisas extranjeras, y este hecho, sumado a su vivacidad, determinaba que en Moscú y en el Mar Negro le consideraran un gran derrochador. Y era un petimetre, cuyas prendas occidentales, entonces pavorosamente caras, abarcaban desde los calcetines hasta el abrigo.

Aun antes de que se agotara su fuente de fortuna, empezó a retirarse del ambiente de los cafés y a maniobrar, como un solitario. Cuando descubrió que prefería las dependientas de tienda a las estrellitas, se cansó de perseguir a las elegantes —que a veces son más estridentes aquí, en proporción a la mayor cotización esnobista de las botas italianas— y manifestó una creciente preferencia por las veladas con sus admiradoras anónimas. Aunque todavía era bienvenido cuando hacía ocasionales incursiones públicas por los lugares de moda, como el Club para el Personal Cinematográfico, se replegó a una vida más sencilla, y no se molestó en sustituir sus gastados trajes hechos a medida. Todo es casero y provisional, para evitar las obligaciones vacías.

Para ejercitarse, a veces nada en la piscina descubierta próxima al Kremlin, o visita un bania para disfrutar de una hora de vapor y de zurras con ramas de abedul. Pero su deporte favorito es el badminton sin red, improvisado en un campo sobre un metro veinte de nieve. Una vez al mes, una limpieza a fondo pone un poco de orden en su apartamento. Sus amigos propietarios de coches le visitan para que les asesore sobre los problemas de las bujías y les dé los nombres de mecánicos sobornables. También trabaja ocasionalmente como abogado honorario de una comisión de control financiero: éste es su «seguro», que asume la forma de un testimonio de su «probidad soviética» para el caso de que un día le procesen por su estilo de vida patentemente poco bolchevique.

Su automóvil merece un cronista especial. Es imposible encontrar tiempo para practicar la compostura total que cada una de las piezas reclama a gritos: el objetivo es hacerlo funcionar boy, y para esto hace falta una singular combinación de conocimiento, paciencia y sensibilidad. El Volga de doce años de antigüedad, que tiene una palanca de cambios hecha a mano, un techo tapizado con tela de vestidos, y las características de marcha de un carro de combate dado de baja del ejército, no conserva una sola de sus piezas recambiables originales. Transporta prácticamente cualquier cosa. Por ejemplo, una bañera nueva desde una barraca hasta su apartamento. (A la vieja le habían abierto un agujero durante una fiesta.) La forma en que Aliosha conduce por las heladas calles suburbanas —obedeciendo las indicaciones de los carteles viales de Moscú, siempre a oscuras, y varios volúmenes de reglas— está a la altura del «ingenio yanqui» de sus reparaciones de emergencia. Incluso después de consumir grandes cantidades de vodka, conserva suficientes reflejos para esquivar los atroces baches de las calles penumbrosas sin realizar virajes bruscos, así como para embaucar a los policías que detienen conductores al azar y arrestan a todos los que dan el menor indicio de estar borrachos. Cuando dobla velozmente por los callejones laterales para verificar si nos sigue un coche de la KGB, lo hace con tanta naturalidad que nadie desconfía de la maniobra.

En medio de todos estos trajines, su cacería sexual, que parece alimentada por una fuente autónoma de energía, ilustra el viejo adagio según el cual sólo los hombres atareados tienen tiempo para abordar cosas nuevas. El vivir a la pesca de catas bonitas es un hábito incurable en él, lo mismo que la técnica de «registrar» para juergas futuras a aquellos hallazgos que no acceden a acompañarle inmediatamente. Los caprichos de la comunicación local —muchas chicas sin teléfono particular, a las que sólo se puede encontrar en sus empleos; otras que se han cambiado de domicilio o que se equivocan al dar sus nuevas señas— exigen una cuidadosa compilación de «coordenadas». Aliosha ejecuta este trabajo con una minuciosidad atípicamente diligente y patentemente poco rusa, anotando nombres, números telefónicos y —cuando las jóvenes tienen maridos o padres quisquillosos— las señas de los intermediarios. En dos semanas, una agenda de bolsillo se llena desde la primera hasta la última página con datos de esta naturaleza, volcados en una grafía cuidadosamente comprimida, y complementados con descripciones de cada chica, en tres palabras, para evitar olvidos —aunque éstos son raros: recuerda con pasmosa nitidez a mil Natashas distintas—, y también con bosquejos de cabañas y casas, y, cuando ello es indispensable, timbrazos en clave, descripciones de vecinos hostiles que conviene eludir en los apartamentos comunitarios y diagramas de callejuelas que ni siquiera figuran en el mapa de Moscú, por lo pequeñas.

Para facilitar la identificación, inscribe a los «cuadros» con apodos. El ruso, tan rico en vocabulario, es desproporcionadamente pobre en materia de nombres propios contemporáneos: de cada diez muchachas adolescentes, siete se llaman Galia, Natasha, Tania o Svetlana. Nosotros, por consiguiente, las llamamos «Tamaño gigante», así como «Hermano-rabioso», «Tetas gordas» y «Everest» Natasha; en tanto que «Eficiente», «Dedos de los pies», «Dos-en-uno» y «Superveloz», distinguen a una Alia de las otras. (El mundo se vino abajo una noche —esa fue la rara excepción a la regla de la camaradería que impera en el harén de Aliosha— cuando dos Galias, «Comisario» y «Ala izquierda», se encontraron en el mismo lecho.)

Sin embargo, la vida de estas agendas atestadas de nombres es tan limitada como las de los códigos ultrasecretos. Cuando inaugura una nueva, desecha despreocupadamente la anterior. Al pasar frente a un cubo de basura, Aliosha deja caer la libretita negra sin detenerse, y sigue caminando deprisa.

—Caray, mira lo que has hecho —protesté la primera vez que le vi desprenderse de esa manera de uno de sus inventarios—. Por suerte tengo guantes.

La agenda, que había desaparecido en el interior de un cubo de la oficina de correos donde se acumulaba un amasijo pringoso de colillas y saliva, contenía las «coordenadas» de dos o tres docenas de muchachas tan apasionadas, amables y bien predispuestas, que no me cupo duda de que había cometido un error involuntario.

—Algunas personas opinan que debería quemar estos catálogos —dijo, con la intención de explicar el «error»—. Pero éste es un país libre. Aquí no necesitamos la paranoia del Pentágono, que exige permanecer constantemente alertas a las cuestiones de seguridad. Vivimos lo suficientemente seguros como para arrojar los trastos viejos.