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La eliminación de estos archivos «fastidiosos» ayuda a explicar la paradoja de la penuria en medio de la opulencia, en razón de la cual Aliosha se encuentra ocasionalmente sin un alma a quién dirigirse. Esto sucede generalmente los fines de semana después de las siete de la tarde, cuando las calles están casi vacías de posibles presas, y muchas chicas bonitas, que ya han salido de sus casas, no atienden el teléfono. El último de estos trances nos sorprendió a Aliosha y a mí encerrados en una solitaria cabina telefónica, en una calle desolada, sin edificios ni árboles. Mientras el viento nos azotaba a través de los vidrios rotos, él se devanaba los sesos en busca de una candidata prometedora.

—Por el amor de Dios —rogué, sacando una voluminosa agenda del bolsillo de su antigua zamarra—. Deja tus melindres para la próxima vez. Llama a una de éstas.

—No —murmuró—, ésta es una libreta desechada.

Y volvió a repasar sus movimientos recientes para encontrar la cara nueva que salvaría la velada.

Hay que aclarar que generalmente vuelca a la nueva libreta los nombres excepcionales de la antigua... y también que la memoria de Aliosha le permite reanudar el contacto con «cuadros» registrados en agendas de las que se desprendió muchos meses atrás. Sin embargo, esto sigue implicando una pérdida de materiales de investigación semejante a la que se produciría si un estudiante graduado destruyera las notas que ha acumulado durante un mes para su tesis. Aliosha hace una comparación muy distinta.

—Naipes viejos —dice, en respuesta a mi persistente mirada de asombro—. ¿Tienes apetito? ¿Quieres comer algo sólido?

Su dirección, por el contrario, ocupa un lugar destacado en un millar de libros de citas, por lo demás en blanco, que ocupan las carteras vacías de las adolescentes. Un registro inagotable de «ex amantes», lo utilizan como cicerone para orientarse en el Moscú alegre, y algo más. Aunque la mayoría de ellas admiten enseguida que tienen muy pocas probabilidades de repetir el festín sexual con él, y menos probabilidades aún de entablar una relación romántica, continúan presentándole una multitud de problemas personales, dignos de un tribunal para litigios domésticos. Llevado por su propia compulsión, agobiado por una docena de tribulaciones diarias que van desde la búsqueda de un lugar donde adquirir un eje de levas hasta la forma de saldar su deuda más antigua, agrega estoicamente otras delicadas obligaciones a su lista cada vez más recargada. Una chica —a quien no ve desde hace tres años— desea saber cómo podrá conservar sus derechos de ocupante precaria en el apartamento de su madre moribunda; a otra la descubrieron en la fábrica robando golosinas (ocultaba los bombones entre su pelo) y está desesperada por conservar el empleo; una tercera tiene un jefe que le descuenta, para su propio peculio, una parte del sueldo... y, además, vive atormentada por las ladillas. (Cuando el ungüento de Aliosha las elimina, trae a dos amigas con el mismo problema... y él las «ensarta» después de haber verificado la curación con una lente de aumento especialmente destinada a ese fin.) Pero el caso que tiene prioridad es el de la chica que trata de conseguir que el padre de su bebé le preste asistencia, después de que un funcionario de justicia atolondrado le libró de la obligación de pasarle una cuota para alimentos. Aliosha es el hombre a quien se puede recurrir cuando uno se halla en tales apuros: si es posible sobornar a alguien, sacarle una información a una burocracia congénitamente muda, obtener un medicamento costoso que no está al alcance del público común, él es el hombre indicado para hacerlo.

Otras ex amantes vienen sólo para verle, para encontrar un sitio en algún lugar de su sala de estar-dormitorio-comedor-cabaret, hojear la deslumbrante pila de Lijes y Elles mugrientos y disfrutar de la atmósfera electrizada que sus movimientos generan en cualquier recinto: la fisión de emoción y acción en una ciudad desprovista de vida nocturna. El atractivo de Aliosha no reside exclusivamente en las provisiones de su cocina y su repertorio de chistes, más vasto que su selección de comentarios caprichosos pero superintencionados acerca de los acontecimientos del día. Puede aportar el «amor a la vida» que todos los periódicos reclaman diariamente para el aturdido pueblo soviético («jubilosos y enamorados de la vida, seguimos el derrotero de Lenin...») pero que está tan ausente de las calles nocturnas como lo está todo aquello que se sustituye con la propaganda.

En algún rincón de su intimidad Aliosha también es una persona muy triste. En la víspera de Año Nuevo, la única vez que le vi conspicuamente borracho, me confesó que los libertinos y los payasos viejos son repulsivos para todos, incluso para sí mismos. (Esa fue, también, la única vez que por debajo de su capa de frivolidad y sarcasmo afloró una amargura descamada. «Odio a estos bastardos del Kremlin —dijo—. Bestias estúpidas que nos han hecho esto a todos nosotros... Me gustaría ir allí con una ametralladora y prestarle un servicio al mundo.») Sin embargo disfruta de la vida, cosechando e impartiendo alegría con elementos de Cándido, Tom Jones y Puck. Sólo los clisés —la «pasión vital» de los occidentales y la «afirmación vital» de los soviéticos— pueden sugerir cuál es el efecto que produce sobre quienes le rodean, porque está más próximo a un jocundo héroe de ficción que a un hombre de carne y hueso. Cuanto más me esfuerzo por identificar la fuente de su atractivo, tanto más me alejo de su escurridiza vivacidad, porque todo lo que hay de más cautivante en él —la cháchara espontánea, el vagabundeo a tontas y a locas, los ojos cargados con toda la gama de las emociones humanas— es lo menos descriptible. Los miembros de su audiencia continúan sonriendo aun entre una historia y otra, convencidos de que ellos también pueden amar la vida y ser felices.

Esto es lo que induce a las chicas a pasar sus veladas libres sentadas, sencillamente, como espectadoras, en el cuarto de Aliosha, heroicamente atestado. En grupo de dos o tres se encaminan hacia su apartada casa de apartamentos y encuentran el camino, sin que nadie las invite, hasta su destartalada puerta, a veces varios años después de haber pasado unas pocas horas con él. En una oportunidad, cinco parejas de mujeres llegaron aisladamente, por su propia cuenta, entre las siete y las doce de la noche. Cuando sus actividades le demoran en el centro, se encuentra, al volver por la noche, con pequeños grupos que acampan sobre el banco de troncos de su patio de aldea, al que han limpiado de nieve.

Para pasar las horas de espera, las trémulas ex amantes intercambian presentaciones y chismes, costumbre que ha servido para forjar media docena de excelentes amistades al margen de Aliosha. Este, que arriba a su casa con los bolsillos atestados de botellas y con una montaña de provisiones envueltas en papel que se sostiene milagrosamente entre sus brazos, hace las presentaciones entre las chicas que le esperan y las otras, nuevas, que le acompañan, y todos suben la escalera en una silenciosa fila india. Él vuelve a bajar corriendo, a su coche, en busca de las carteras que, junto con la nariz, constituye su archiconocida marca de fábrica. El cuero ajado de éstas se halla tan atiborrado de latas, tarros, botellas y paquetes de huesos para la sopa —nunca de papeles burocráticos, los cuales llenan sus bolsillos— que muchas chicas ni siquiera pueden levantarlas. Después de la comida y el baile, que es para todos, las viejas amigas ven la televisión u hojean revistas mientras Aliosha, a poca distancia de allí, en el pequeño cuarto iluminado, «cohabita» con las nuevas.

Aliosha, que es muy imaginativo en cuestiones de copulación —aunque esta imagen es un poco imprecisa, porque todas las posibilidades de experimentación se agotaron muchos miles de cuerpos atrás— acaricia y besa el sexo de su nueva amada, poniéndose a menudo en cuclillas debajo de ésta, que le monta sobre la cama desvencijada. Mientras la satisfacción de la lujuria llena la habitación de olores linfáticos, sólo las más tímidas de las ex amantes se trasladan a la cocina o el cuarto de baño. La mayoría de ellas continúan abstraídas en sus revistas o su conversación, sin mirar ni desviar la vista, sin protestar ni hacer mención de marcharse. Muchas jóvenes rusas —¿o acaso sólo sucede con las devotas de Aliosha?— se pusieron escarlatas cuando él las detuvo por primera vez en sus caminatas sin destino, pero ahora miran copular a sus semejantes como si sólo estuvieran pasando el aspirador a la alfombra.