La camarilla que reside en el extremo del pasillo no oculta su indiferencia por Viktor, ese «aguafiestas irrecuperable». Aunque un poco desconcertado por esta circunstancia —su edad y su militancia en el Partido deberían convertirle en el líder moral de nuestro pabellón— se ha resignado a su impopularidad, que además tiene compensaciones: le dolería cruelmente tener que competir con la camarilla en gastos de tabaco y bebida. Los gustos refinadamente anacrónicos de esa gente, que cita a oscuros propagandistas de los peores períodos del stalinismo y que fuma los papirosi más baratos imitando a los vagabundos de las embarcaciones del Volga, le inducen a menear la cabeza con atónita expresión compungida. Ni siquiera entiende su lenguaje, una recargada mezcla de las jergas del jazz, del hampa y de los campos de trabajo, tal como se hablan en los medios estudiantiles y clandestinos. Ese es el lenguaje de moda, que obliga a comenzar cada parlamento con una pronunciación exageradamente arrastrada de la frase «hablando en términos personales». «Hablando en términos personales, me gustaría tomar una taza de té»... o «ir a mear». «Hablando en términos personales, Charles de Gaulle fue presidente de Francia». Aunque ahora mi dominio del idioma ruso me permite participar en la mayoría de las conversaciones, a menudo no consigo captar el meollo de sus pláticas aparentemente incoherentes, y se divierten mucho cuando pueden prolongar esa cháchara durante varios minutos sin que yo consiga entender una sola palabra. Pero he aprendido algunos de los términos más inteligibles: un «martillo» es un gran tipo; una «vieja pantufla» es una muchacha sin prejuicios; una «galera bullente» es un chico avispado.
Los miembros de esta camarilla parecen haberse occidentalizado si se les juzga desde el punto de vista iconoclasta de los estudiantes y por ello mismo demuestran hasta qué punto carecen de valor, aplicadas a este país, muchas categorías y cálculos importados, categorías y cálculos que yo también utilizaba al pensar. Incluso estos bohemios modernos obedecen a las leyes de la lógica rusa, rectificando las hipótesis occidentales acerca de la forma en que deberían razonar. Seis o siete de ellos, que no son realmente idénticos entre sí pero que parecen serlo debido a su común empeño en estar actualizados, forman este grupo compacto. Son muchachos campesinos cuyos brazos desmañados sobresalen varios centímetros de sus desteñidas mangas de franela. Todos tienen veinte o veintidós años, y son hijos de patanes semianalfabetos. Pero, a pesar de estos antecedentes, ganaron medallas de oro en sus escuelas aldeanas, y bajo su tumultuoso desapego están patentemente nerviosos por el éxito y el encumbramiento sorprendentes que seccionaron con tanta rapidez sus raíces. En Inglaterra, los personajes de esa categoría —los jóvenes de origen obrero, procedentes del Yorkshire, que triunfan en Londres— han servido de tema a buena parte de la literatura, contemporánea. Se trata de la ostentosa élite en ciernes, que cada vez tiene menos puntos en común con sus padres aldeanos, pero que tampoco los tiene con la auténtica intelligentsia de Moscú y Leningrado.
Ellos ignoran, sin embargo, que están nerviosos. Espabilados e inteligentes, han explotado sus modales provincianos para convertirse en los sabihondos y los caciques de la residencia. Toman la Universidad como una larga bacanal urbana, y devoran impresiones y descubrimientos —de teatros, muchachas, conocidos que trabajan en el ámbito cultural— con un apetito que es compatible con su enjuta contextura. Atraviesan volando los mejores años de la vida, impulsados por su energía y su ingenio. En otros lugares siempre he eludido con más fortuna que aquí a los fulanos con idiosincrasia de fraternidad universitaria. La camarilla consigue avergonzarme y obligarme a devolver las palmadas en la espalda y a responder a sus chistes sobre Rusia con otros sobre los Estados Unidos.
En la última etapa de los cinco años que deben pasar aquí, los miembros de la camarilla se dedican a escribir tesis en lugar de asistir a clase. Estos ensayos, de aproximadamente cien páginas, son los primeros trabajos que deben ejecutar por sus propios medios en el curso de la carrera universitaria, pero la actitud complaciente que tolera un bajo nivel de investigación y redacción determina que pueden disponer de la mayor parte del día para holgazanear. (El cabecilla del grupo, un joven cáustico de pelo sucio y mirada demencial, escribe acerca de Vsevolod Meierhold, el brillante innovador teatral, quizás más importante que Stanislavki, que «desapareció» en 1937, en la época de Stalin. Acorralado entre la imposibilidad de escribir una tesis sincera, porque las teorías vanguardistas de Meierhold siguen siendo tabú y porque su preceptor no quiere que mencione a Stalin, y la píldora amarga de escribir otra falsa, porque se siente cada vez más cautivado por el genio del personaje que le sirve de tema, el Número Uno ha optado por un creciente histrionismo «a la manera de Vsevolod».) Se despiertan tarde en sus habitaciones mal ventiladas, y se gritan los unos a los otros, a través de las paredes, la famosa consigna: «¡Levantaos, trabajadores; avanzad y remontaos a las alturas!» Luego abandonan no sin desgana sus lechos, se sientan hacinados y vestidos con la ropa interior que ya llevan encima desde hace una semana, se desayunan fumando unos cigarrillos que parecen fabricados con paja, e intercambian chistes políticos.
Los chistes son variaciones de tres o cuatro viejos clisés que ilustran, por un lado, la distancia que existe entre la retórica y la realidad soviéticas, y por otro, el desatino de intensificar las campañas de propaganda en lugar de emprender trabajos concretos que tal vez ayudarían a acortar esa distancia.
Dos miembros de una granja colectiva se encuentran en la calle lodosa de su aldea. «¡Eh, Petia! —grita Iván—. ¿Qué es esto de lo que habla la radio? Algo llamado comunismo... ¿sabes qué significa?» «Claro que sí —responde Petia—. Es un sistema en el cual todos obtienen lo que desean». «¡Caramba! ¿Qué pedirías tú en el sistema comunista?» «Un avioncito». «¿Para qué diablos necesitas tú un avión?» «Para volar a los Estados Unidos y comprarme un saco de patatas».
Pregunta de «Radio Armenia»: «¿Una verga puede ser miembro de una Brigada de Trabajo Comunista?» Respuesta: «No... por tres razones. No puede trabajar siete horas al día. Cambia frecuentemente de lugar de empleo. Tiene fama de escupir sobre sus compañeros de trabajo.»
En una comarca de Egipto que pronto quedará inundada por las aguas de una nueva presa se realizan urgentes exploraciones arqueológicas. Un equipo italiano descubre una tumba milagrosamente conservada, pero su júbilo se transforma en consternación cuando nadie puede descifrar los jeroglíficos, ni siquiera para determinar el nombre del monarca enterrado. Los italianos convocan a un equipo inglés que trabaja en la vecindad, pero los expertos de Oxford y Cambridge no tienen mejor suerte. Llaman a un equipo francés, y después a otro alemán, pero nadie consigue interpretar los signos. Cuando cunde la desesperación, a alguien se le ocurre llamar al profesor Stukaivich, el destacado egiptólogo soviético. El académico aparece diez días más tarde, en respuesta a un telegrama enviado a Moscú y, por supuesto, llega escoltado por dos agentes de la KGB. Stukaivich estrecha la mano de sus colegas, a quienes conoce a través de las publicaciones especializadas, e ingresa en la tumba. Esa noche el grupo no reaparece. Trascurren otro largo día y una noche llena de suspenso sin que haya señales de los rusos. Finalmente los tres hombres salen a la tercera noche, macilentos y con barba, y anuncian lacónicamente: «Se trata de Ramsés III». Los científicos atónitos lanzan gritos de felicitación. «¡Estos rusos son formidables!» ¿Pero cómo resolvieron el misterio? «No pido que revelen secretos —dice un italiano, mientras saltan los corchos—. ¿Pero cómo identificaron a Ramsés?» «El bastardo confesó», responde uno de los agentes de la KGB.